Loo, en pie, con la cabeza inclinada, permaneció observando el cielo.
No sabía que allí, en el cielo de Venus, donde los kou celestes volaban hacia un lejano planeta invisible tras la espesa cortina de nubes, se decidiría su suerte y la de todos sus consanguíneos. Loo y las futuras generaciones venusinas nunca conocerían la esclavitud, la guerra, la opresión. Los kou celestes tenderían una mano a sus hermanos salvajes y les guiarían por el mundo de la razón y de la libertad, cubriendo de golpe todas las etapas que deberían haber recorrido.
Loo no sabía nada de todo esto. Miró al cielo hasta que se apagó la última luz del gulu celeste.
A. Dneprov
Los Cangrejos Caminan Sobre la Isla
— ¡Eh, vosotros! ¡Estad atentos! — gritó Kukling.
Los marineros, con el agua hasta la cintura, tras haber izado a bordo de la chalupa una pequeña caja, intentaban hacerla resbalar a lo largo de la borda,
Se trataba de la última de las diez cajas que el ingeniero había llevado a la isla.
— ¡Qué calor! ¡Un verdadero infierno! — gimió Kukling, secándose el cuello grueso y corto con un pañuelo multicolor. Se quitó la camisa, empapada de sudor, y la tiró sobre la arena—. Desnúdese, Bud, aquí no hay «civilización»…
Yo miraba con tristeza el esbelto velero que se balanceaba lentamente sobre las olas a unos dos kilómetros de la orilla. Volvería a recogernos dentro de veinte días.
— ¿Y quién diablos le ha hecho venir con sus máquinas a este infierno? — pregunté a Kukling, mientras me desembarazaba de mis ropas.
— Este sol nos será muy útil. A propósito, mire, ahora es exactamente mediodía y el sol se halla encima de nuestras cabezas.
— En el ecuador siempre es así —murmuré, sin quitar la mirada de la Colombina—. Consta en todos los manuales de geografía.
Los marineros, mientras tanto, habían salido del agua para formarse en silencio frente al ingeniero. Este introdujo lentamente una mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
— ¿Será suficiente? — preguntó, dando algunos a los marineros.
Uno de ellos asintió con la cabeza.
— De acuerdo… Podéis volver a bordo. Y recordad al capitán Hail que le esperamos dentro de veinte días.
— Y ahora, al trabajo, Bud — dijo Kukling, dirigiéndose a mí—. No veo la hora de empezar. Le miré.
— A decir verdad, no tengo la más mínima idea de para qué hemos venido aquí. Comprendo que en el Almirantazgo le fuera difícil explicármelo, pero ahora creo que ya es el momento.
Kukling hizo una mueca y mira la arena.
— Desde luego. Pero también se lo hubiese contado allí, de haber tenido tiempo.
Comprendí que mentía, pero no dije nada. Mientras, Kukling se frotaba el cuello morado con su mano gordinflona.
Siempre hacía eso cuando iba a decir una mentira.
— Mire, Bud, se trata de un divertido experimento para comprobar la teoría de un tal… ¿Cómo se llama? — Se confundió y me miró a los ojos, escrutándome.
— ¿Quién?
— Un científico inglés… Demonios, se me escapa el nombre. ¡Ah, ya me acuerdo! Se llama Carlos Darwin…
Me acerqué a él y le puse la mano sobre el hombro desnudo.
— Escuche, Kukling. Parece usted convencido de que soy un cretino, de que no sé quién era Carlos Darwin. Déjese de mentiras y explíqueme clara y limpiamente qué hacemos en este montón de arena incandescente en medio del océano. Y, por el amor de Dios, no vuelva a mencionar a Darwin.
Kukling estalló en una carcajada, abriendo la boca, llena de dientes postizos. Alejándose de mí unos pasos, dijo:
— Pues es usted realmente tonto, Bud. Porque precisamente es a Darwin a quien venimos a experimentar.
— ¿Y para eso ha traído aquí esas diez cajas de hierro? — pregunté, acercándome de nuevo a él. Sentía hervir en mí el odio hacia aquel gordinflón reluciente de sudor.
— Sí, en efecto — contestó Kukling, poniéndose serio—. por ahora, su trabajo consistirá en abrir la caja número uno, sacar la tienda, el agua, las conservas y el instrumento necesario para la apertura de las restantes cajas.
Kukling se dirigía a mí otra vez en el mismo tono que había hablado en el Polígono, cuando fuimos presentados. Entonces llevaba uniforme militar, como yo.
— Muy bien — dijo, entre dientes, y me acerqué a la caja número uno.
La gran tienda fue levantada en aquel mismo lugar, cerca de la orilla. Necesité cerca de dos horas. Sacamos la azada, la badila, el martillo, algunos destornilladores, el cortafrío y las herramientas de ferretería. Almacenamos cerca de un centenar de latas de conservas variadas y los bidones de agua dulce.
A pesar de sus funciones de jefe, Kukling trabajó como un negro. Era evidente que tenía prisa por empezar la tarea que le había traído hasta allí. La realizamos con tal ardor que no nos dimos cuenta de que la Colombina había levado anclas y desaparecido tras el horizonte.
Después de cenar abrimos la caja número dos. Dentro encontramos una carretilla de dos ruedas, semejante a las que se usan en las estaciones de ferrocarril para transportar equipajes.
Me acerqué a la tercera caja, pero Kukling me detuvo:
— Veamos primero el plano. Hay que distribuir el resto del cargamento en diversos puntos.
Le miré, sorprendido.
— Es necesario para el experimento — me explicó.
La isla era redonda como un plato sopero invertido, con una pequeña ensenada al norte, exactamente donde habíamos desembarcado. Estaba delimitada por una playa arenosa de cerca de cincuenta metros de anchura. Tras la cinta arenosa del litoral se erguía un altiplano no muy elevado, sobre el que crecían matorrales bajos quemados por el calor.
El diámetro de la isla no superaba los tres kilómetros.
Sobre el plano había algunos signos hechos con lápiz rojo: unos cerca de la costa, otros en el interior.
— Lo que abriremos ahora deberá ser trasladado a estos puntos — indicó Kukling.
— ¿Qué son? — pregunté—. ¿Aparatos de medida?
— No — contestó el ingeniero, riendo a carcajadas. Tenía esa desagradable costumbre cuando alguien ignoraba lo que él sabía.
La tercera caja era monstruosamente pesada. Pensé que contendría un macizo banco de taller. Pero, al caer las primeras tablas de madera, casi lancé un grito de sorpresa. De la caja empezaron a salir baldosas y bolitas metálicas de dimensiones y perfiles distintos. La caja estaba llena de las más variadas piezas metálicas.
— Imagino que jugaremos al mecano como niños pequeños — exclamé, sacando de la caja pesadas piezas metálicas rectangulares, cúbicas, esféricas…
— Lo dudo — contestó Kukling. Y se dedicó a la siguiente caja.
La caja número cuatro, al igual que todas las restantes, contenía lo mismo: piezas metálicas variadas.
Eran de tres clases: grises, rojas y plateadas. Me di cuenta en el acto de que eran, respectivamente, de hierro, cobre y zinc.
Cuando me disponía a abrir la última, la décima caja, Kukling me detuvo, diciendo:
— Esta no la abriremos hasta que hayamos distribuido las piezas por toda la isla.
Durante los tres días siguientes, Kukling y yo transportamos con la carretilla todas las piezas metálicas a los diversos puntos de la isla. Las colocamos en pequeños montones: unos, sobre la superficie del suelo; otros fueron enterrados según las indicaciones del ingeniero. En algunos puntos, las bolitas eran todas iguales; en otros eran mixtas, de los tres tipos.
Una vez terminada la distribución, volvimos a nuestra tienda y nos acercamos a la décima caja.