Era mucho más pequeña que las otras y también mucho más ligera.
— Ábrala, pero esté atento — ordenó Kukling.
La caja contenía aserrín muy comprimido, que protegía un paquete envuelto en un paño de fieltro y papel de pergamino.
Lo que se presentó ante nuestros ojos era un aparato de aspecto realmente desacostumbrado.
A primera vista parecía un gran juguete metálico infantil, parecido a un cangrejo. Pero no era simplemente un cangrejo. Poseía seis grandes patas articuladas y en la parte delantera, dos pares de finas pinzas, cuyos extremos estaban cubiertos de un forro: recordaba las fauces abiertas de un animal deforme. En una cavidad practicada en la espalda relucía un espejito parabólico de metal brillante; tenía, en el centro, un cristal de color rojo oscuro. Tenia, además, dos pares de ojos, un par delante y otro detrás.
Miré maravillado, durante largo rato, aquel mecanismo.
— ¿Le gusta? — me preguntó, tras un largo silencio, Kukling.
Me abrazó por los hombros.
— Parece como sí hubiésemos venido aquí para divertirnos con juguetes infantiles.
— Este es un juguete peligroso — advirtió Kukling, con aire satisfecho—. Ahora lo verá. Levántelo y póngalo sobre la arena.
El cangrejo era ligero: no pesaba más de tres kilos.
Quedó en un equilibrio relativo sobre la arena.
— ¿Y ahora qué? —pregunté al ingeniero, con ironía.
— Esperemos un poco. Tiene que calentarse.
Nos sentamos sobre la arena, observando al pequeño monstruo metálico. Dos minutos después, aproximadamente, advertí que el espejito de la espalda se desplazaba lentamente en dirección al sol.
— ¡Eh, parece que se anima! — exclamé, incorporándome.
Al levantarme, mi sombra cayó por casualidad sobre el objeto metálico. El cangrejo, en el acto, movió frenéticamente sus patas hasta colocarse de nuevo al sol. Cogido de sorpresa, pegué un salto en dirección opuesta.
— ¿Ha visto? — Exclamó Kukling, con una carcajada—. Le ha cogido miedo, ¿verdad?
Me sequé la frente, cubierta de sudor.
— Dígame, por amor de Dios, Kukling, ¿qué hemos venido a hacer aquí?
Kukling se puso en pie y, acercándose a mí, dijo, esta vez con toda seriedad:
— Hemos venido para experimentar la teoría de Darwin.
— De acuerdo, pero es una teoría biológica, la teoría de la selección natural, de la evolución… — empecé a protestar.
— Precisamente. A propósito, mire: ¡Nuestro juguete se ha ido a beber agua!
Me quedé estupefacto. El cangrejo se había acercado a la orilla y, tras bajar una pequeña trompa, evidentemente estaba aspirando agua. Cuando hubo terminado de beber, fue de nuevo al sol y se inmovilizó.
Mientras miraba aquel extraño mecanismo, sentía surgir en mí un extraño disgusto mezclado con terror, Por un momento, me pareció que aquel cangrejo artificial se parecía en cierto modo a Kukling.
— ¿Lo ha inventado usted? — pregunté al ingeniero, tras una pausa.
— Hum — contestó, y se tumbó en la arena.
Yo también me extendí y empecé a observar aquel pequeño dispositivo. Ahora parecía absolutamente privado de vida.
Me aproximé, arrastrándome sobre el vientre, al extraño objeto y empecé a estudiarlo.
La espalda del cangrejo tenía un perfil semejante a un medio cilindro con dos superficies planas delante y detrás. Sobre estas dos superficies había dos agujeros parecidos a ojos. Esta impresión estaba reforzada por el hecho de que a través del fondo de los agujeros brillaban unos cristales. La parte inferior del dorso era plana y formaba el abdomen. Un poco más arriba, hacia la parte posterior, salían tres pares de grandes patas articuladas y dos pares pequeños.
No era posible distinguir el interior del cangrejo.
Observando aquel juguete, intentaba descubrir el motivo por el cual el Almirantazgo le atribuyó una importancia tal como para fletar un barco especialmente para el viaje a la isla.
Kukling y yo continuamos tumbados sobre la arena, cada uno sumido en sus propios pensamientos, hasta que el sol descendió tanto en el horizonte que la sombra de los matorrales que crecían a lo lejos alcanzó al cangrejo metálico. Apenas sucedió esto, el mecanismo se desplazó ligeramente y se puso de nuevo al sol. Pero la sombra le atrapó de nuevo. Nuestro cangrejo empezó a arrastrarse a lo largo de la orilla, descendiendo siempre hacia el nivel del agua para quedar iluminado por el sol. Parecía como si le fuese absolutamente necesario permanecer bajo sus rayos.
Nos levantamos y le seguimos lentamente.
Así dimos poco a poco la vuelta a la isla, hasta que nos encontramos en la parte occidental.
Muy cerca de la orilla se encontraba uno de los montones de bolitas metálicas. Cuando el cangrejo llegó a unos diez pasos del montón, pareció olvidarse del sol para precipitarse impetuosamente hacia una de las bolitas de cobre.
Kukling me tocó la mano y dijo:
— Ahora volvamos a la tienda. Las cosas interesantes se verán mañana por la mañana.
Cenamos en la tienda en silencio. Y luego nos envolvimos en nuestras ligeras mantas de lana. Me parecía que Kukling se sentía satisfecho de que no le hiciera preguntas. Antes de dormirse, le oí volverse en su catre y roncar de cuando en cuando. Esto significaba, probablemente, que él sabía algo que los demás desconocían…
Al día siguiente, muy temprano, fui a bañarme al mar. El agua estaba templada y nadé mucho, contemplando cómo se encendía por levante, sobre la superficie lisa del agua, casi inmóvil, la purpúrea aurora. Cuando llegué a la tienda, no vi al ingeniero.
«Habrá ido a visitar a su pequeño monstruo metálico», pensé, mientras abría una lata de piña.
No tuve tiempo de tomar ni tres trocitos de fruta, pues me llegó, primero desde lejos, y luego siempre más cercana y clara, la voz del ingeniero:
— ¡Teniente, venga aquí en seguida! ¡Rápido! ¡Corra! ¡Ya ha empezado! ¡Venga tan aprisa como pueda!
Salí de la tienda y vi a Kukling de pie en medio de unos matorrales. Agitaba los brazos:
— Ya vienen — me gritó, bufando como una locomotora.
— ¿Pero dónde, ingeniero?
— ¡Donde ayer dejamos a nuestro párvulo!
El sol estaba ya alto sobre el horizonte cuando llegamos al montón de bolitas metálicas. Estas brillaban de forma tan cegadora, que al principio no pude distinguir nada.
Sólo cuando llegué a dos pasos del montón de metal advertí las dos pequeñas columnas de humo azulado que se levantaban hacia el cielo, y después… Después me detuve como si hubiera sido fulminado por una parálisis. Me froté los ojos, pero la visión no desapareció. Junto al montón de metal había dos cangrejos exactamente iguales al que ayer habíamos sacado de la caja.
— ¿Es posible que uno de ellos quedara escondido entre la chatarra? — exclamé.
Kukling se arrodilló y se puso a murmurar, frotándose las manos.
— ¿Quiere dejar ya de hacer tonterías? — grité—. ¿De dónde ha salido este segundo cangrejo?
— ¡Ha nacido esta noche!
Me mordí los labios y, sin decir palabra, me acerqué a los cangrejos; de sus espaldas salían ligeras volutas de humo. AI primer momento creí sufrir una alucinación. ¡Ambos cangrejos trabajaban sin parar!
Sí, trabajaban, moviendo con rapidez sus delgadas pinzas anteriores. Estas tocaban las bolitas metálicas, creando sobre su superficie un arco voltaico, semejante al que se produce con la soldadura eléctrica, fundiendo pedacitos de metal. Los cangrejos empujaban el metal hacia sus amplias fauces. Del interior de aquellas criaturas metálicas salía un zumbido. De vez en cuando salía de las fauces, con un chirrido, un haz de chispas, y, acto seguido, la segunda pareja de pinzas extraía del interior un elemento metálico terminado.
Estos elementos eran reunidos y montados según un orden preciso sobre la pequeña plataforma que, gradualmente, salía de debajo del cangrejo.