Sobre la plataforma de uno de los cangrejos ya estaba casi terminado el montaje de un tercer ejemplar. Mientras, sobre la del segundo cangrejo, se iniciaba la estructura de un mecanismo completo. Me quedé estupefacto ante lo que veía.
— ¡Pero si estas criaturas están fabricando otras idénticas a sí mismas! — exclamé.
— Así es. El único destino de estas máquinas es la procreación de otras perfectamente semejantes a ellas — explicó Kukling.
— Pero, ¿cómo es posible? — pregunté, sin comprender nada.
— ¿Y por qué no? Una máquina cualquiera, por ejemplo, un torno, realiza los elementos que luego forman otro parecido en todo al primero. Y es por eso que se me ha ocurrido la idea de construir una máquina automática capaz de reproducir otra exactamente igual a sí misma. Mi cangrejo es el primer modelo.
Permanecí pensativo, intentando entender las palabras del ingeniero. En aquel momento, las fauces del primer cangrejo se abrieron, y de ellas empezó a salir una larga tira de metal. Esta recubrió todo el mecanismo montado sobre la pequeña plataforma, formando así la espalda del tercer autómata. Cuando la espalda quedó en su sitio, las dos pinzas anteriores le soldaron rápidamente por delante y por detrás, dos pequeñas paredes perforadas. El nuevo cangrejo estaba terminado. Sobre su espalda, sobre la convexidad central, brillaba, como en todos sus hermanos, un espejito metálico con un cristal rojo en el centro.
El cangrejo-reproductor retiró de debajo de su vientre la pequeña plataforma y su «niño» apoyó las patas en tierra. Observé que el espejito de la espalda empezó a girar lentamente en busca del sol. Inmóvil por un momento, el cangrejo descendió lentamente a la orilla y bebió agua. Luego se puso al sol y empezó a calentarse, siempre en la inmovilidad.
Creí soñar.
Mientras examinaba al recién nacido, Kukling dijo:
— El cuarto ya está listo.
Volví la cabeza para ver que había «nacido» un cuarto cangrejo.
Al mismo tiempo los dos primeros seguían impertérritos junto al montón de metal, fundiendo las piezas y empujándolas a su propio interior, repitiendo cuanto habían hecho antes.
El cuarto cangrejo también se encaminó hacia la orilla para beber agua del mar.
— ¿Por qué diablos toman agua? — pregunté.
— Para llenar su acumulador. Mientras dura el sol, la energía de éste, con auxilio del espejito de la espalda y de la batería de silicio, se transforma en electricidad, y es suficiente para realizar todo el trabajo. De noche, el autómata se alimenta con la energía almacenada durante el día en el acumulador.
— ¿Entonces estas bestias trabajan día y noche sin interrupción? — pregunté.
— Sí. Las veinticuatro horas.
El tercer cangrejo se dirigió hacia el montón de metal.
Ahora trabajan tres autómatas, mientras el cuarto se cargaba de energía solar.
— Pero estos montones de metal no contienen material para las baterías de silicio… — observé, intentando comprender la tecnología de aquella monstruosa auto-reproducción de mecanismos.
— No hace ninguna falta — Kukling con un movimiento brusco lanzó arena al aire con el pie—. La arena es óxido de silicio. Se transforma en silicio puro en el interior del cangrejo, bajo la acción del arco voltaico.
Al atardecer volvimos a la tienda. En torno al montón de metal, trabajaban ya seis cangrejos automáticos, mientras otros dos se calentaban al sol.
— ¿Y todo esto qué objeto tiene? — le pregunté a Kukling mientras cenábamos.
— Fines militares. Estos cangrejos constituyen una terrible arma — respondió Kukling.
— No comprendo…
El ingeniero masticó un trozo de carne y explicó con placidez:
— ¿Se imagina qué ocurriría si estos mecanismos cayeran inesperadamente sobre territorio enemigo?
— Francamente…
— ¿Sabe usted qué es una progresión?
— Supongo que sí, — Ayer empezamos con un solo cangrejo. A estas horas ya tenemos ocho. Mañana tendremos sesenta y cuatro, pasado mañana quinientos doce, y así sucesivamente. Dentro de diez días habrá aquí más de diez millones. Para ello serán necesarias treinta mil toneladas de metal.
Al oír estas cifras quedé mudo por el estupor.
— En un breve lapso de tiempo, estos cangrejos podrán devorar toda clase de metales del adversario, todos sus carros armados, cañones, aeroplanos, todas sus máquinas, todos sus dispositivos, todas sus instalaciones. En una palabra, todo el metal que exista en su territorio. Al cabo de un mes no quedaría el menor vestigio de metal en toda la superficie de la tierra. Todo sería consumido para la reproducción de estos cangrejos… y no olvide que, en caso de guerra, el metal representa el material estratégico más importante.
— Era por eso que el Almirantazgo se interesó tanto por su juguete… — murmuré en voz baja.
— Precisamente. Pero el que tenemos aquí sólo es un prototipo. Intento simplificarlo notablemente y de esa forma acelerar el proceso de reproducción de los autómatas. Acelerarlo, digamos, unas dos o tres veces. Hacer su estructura más estable y más sólida. Darles mayor movilidad. Intensificar su sensibilidad a los yacimientos de metal. Entonces en caso de guerra, mis autómatas serán peores que la peste. Quisiera eliminar el potencial metálico del adversario en dos o tres días.
— Muy bien. Pero, cuando estos autómatas hayan devorado todo el metal del enemigo, ¿no vendrán a nuestro territorio? — objeté.
— Este es el segundo problema. El trabajo de los autómatas puede ser codificado. Conociendo la clave del código, se podrá interrumpir su actividad en cuanto aparezcan en nuestro territorio. Por otra parte, de esta forma nos podremos apropiar de todas las existencias de metal del adversario.
Aquella noche tuve sueño terrible. Se me arrastraban por encima nubes de ruidosos cangrejos, mientras finas columnitas de humo azul se alzaban de sus cuerpos metálicos.
Tres días después, los autómatas del ingenio Kukling habían invadido toda la isla.
De ser ciertos sus cálculos, había más de cuatro mil.
Sus cuerpos brillantes al sol se veían por todas partes. En cuanto se agotaba el metal de un montón, se ponían en marcha por todo el islote hasta encontrar otro.
El quinto día, antes del crepúsculo, fui testigo de una escena terrorífica: dos cangrejos se disputaban la posesión de un fragmento de zinc.
Esto sucedió en la zona meridional de la isla, donde habíamos enterrado algunas bolas de zinc. Los cangrejos periódicamente acudían allí desde los lugares donde trabajaban para fabricar las piezas de zinc necesarias. Casi dos docenas de cangrejos se precipitaron hacia la fosa del zinc, y entablaron una verdadera refriega. Los mecanismos se estorbaban unos a otros. En el alboroto se hizo valer particularmente un cangrejo más ágil y, en apariencia, más robusto y arrogante que los otros.
Empujaba a sus hermanos, caminando sobre sus espaldas para intentar extraer de la fosa el trozo de metal que necesitaba. Y de pronto, justo cuando ya había alcanzado su objetivo, otro cangrejo aferró el mismo trozo de metal. Ambos mecanismos tiraron de la barrita en direcciones opuestas. El que me había parecido más ágil consiguió finalmente arrebatar la barrita al adversario. Pero éste no quería cederle la presa y saltando rápido sobre sus espaldas, se lanzó sobre él y metió sus finas pinzas en las fauces del adversario.
Las pinzas del primero y del segundo cangrejo se entrecruzaron y ambos empezaron a herirse entre sí con una violencia increíble.
Ninguno de los mecanismos próximos les hicieron caso, mientras ellos luchaban a vida o muerte. Vi cómo el cangrejo que había saltado sobre su enemigo quedó un poco ladeado con la panza al aire, resbalando la pequeña plataforma de hierro hasta dejar al descubierto.' las entrañas metálicas. En el mismo instante su adversario se puso a golpear con descargas eléctricas el cuerpo de su rival. Cuando éste se rompió, el vencedor empezó a arrancarle levas, engranajes e hilos eléctricos, engulléndolo todo rápidamente con sus fauces.