A medida de que esta materia era ingerida, la plataforma del vencedor se adelantaba velozmente; sobre ella se realizaba, con ritmo febril, el montaje de un nuevo cangrejo metálico.
Unos minutos más tarde cayó de la plataforma al suelo un nuevo cangrejo metálico.
Al contarle a Kukling lo que había visto, éste se alegró.
— Es justo lo que necesito — me dijo.
— ¿Por qué?
— Ya le dije que intento perfeccionar mis autómatas.
— Para eso basta con que estudie usted a fondo los diseños. ¿Por qué entonces esta guerra intestina? Si los cangrejos siguen así, terminarán por devorarse unos a otros.
— Exacto. Y de esta forma sobrevivirán los más perfectos.
Reflexioné y objeté:
— ¿Los más perfectos? ¿No son todos iguales? Si no he entendido mal, se auto-reproducen.
— ¿Pero cree acaso que es posible obtener una copia absolutamente igual? Mire, en la fabricación de bolas para cojinetes es absolutamente imposible hacer dos esferas perfectamente iguales, aunque el proceso sea más simple. En nuestro caso, por el contrario, el autómata-reproductor posee un dispositivo de control que confronta la copia que él construye con su propia estructura. ¿Qué sucedería si cada copia consecutiva fuese hecha, no de acuerdo con el original, sino con la copia que le sucede? Resultaría un mecanismo que no tendría nada que ver con el original.
— Pero entonces este mecanismo no podría cumplir su función primera, que es la de reproducirse a sí mismo — repuse.
— ¿Y qué? ¡Muy bien! Con su cadáver los otros ejemplares mejor conseguidos harán un nuevo autómata. Y estos ejemplares mejor conseguidos serán precisamente aquellos en los que por el azar se acumulen los detalles de construcción que les den mayor vitalidad. Así nacerán ejemplares más fuertes, más veloces y más sencillos. No tengo, pues, la menor intención de perder el tiempo con los diseños. Sólo tengo que esperar el momento en que los autómatas hayan devorado todo el metal que exista en este islote y comiencen una lucha fratricida, se devoren unos a otros para reproducirse de nuevo. De esta forma obtendré los autómatas que necesito.
Aquella noche me quedé largo tiempo sentado sobre la arena frente a la tienda; miraba el mar y fumaba. ¿Sería posible que la empresa de Kukling significase un peligro para la humanidad? En aquel islote perdido en medio del océano tal vez estuviésemos creando una amenaza terrible capaz de devorar todo el metal del orbe.
Mientras permanecía pensativo, pasaron por delante de mí algunas de las bestias metálicas. Corrían, continuaban chirriando y trabajando sin tregua.
Uno de los cangrejos chocó conmigo por casualidad, y le di disgustado una patada. El autómata quedó patas arriba, impotente. Al punto fue asaltado por otros dos cangrejos, que empezaron a lanzar descargas eléctricas en la oscuridad.
El desgraciado era cortado en pedazos por las descargas. No pude más. Entré rápidamente en la tienda y cogí una paleta de hierro. Kukling roncaba.
Acercándome con cautela al montón de cangrejos, golpeé con todas mis fuerzas a uno de ellos.
Creí, no sé por qué, que de esta manera asustaría a los otros. Pero no fue así. Los cangrejos incólumes se precipitaron sobre el golpeado y las descargas relampaguearon otra vez.
Golpeé el montón varias veces, con el único resultado de aumentar el número de las descargas eléctricas. Mientras, otros cangrejos llegaban del fondo de la isla a toda prisa.
En la oscuridad distinguía sólo los cuerpos de los mecanismos, pero por un momento me pareció que uno de ellos era de dimensiones mucho mayores.
Me fijé especialmente en él. Pero apenas mi paleta tocó su espalda, lancé un grito y di un gran salto hacia atrás. ¡Había recibido una descarga eléctrica! El cuerpo de aquella bestia abyecta estaba, no se sabe cómo, cargado de electricidad.
— Defensa desarrollada como consecuencia de la evolución — se me ocurrió.
Temblando, me acerqué a la multitud zumbante de los autómatas para rescatar mi arma. Pero había hecho mal mis cálculos. En la oscuridad, a la incierta luz de los frecuentes arcos voltaicos, pude observar cómo mi paleta era cortada en pedazos. El autómata que intenté destruir era el que más se afanaba en la tarea.
Volví a la tienda y me tumbé en mi catre.
Conseguí dormir un rato, pero mi sueño no duró mucho. Me desperté sobresaltado porque sentía arrastrar por mi cuerpo algo frío y pesado. Me incorporé de un salto. Un cangrejo — al principio no comprendí de qué se trataba— desapareció por el fondo de la tienda. Al cabo de pocos segundos vi una luminosa descarga eléctrica.
En su búsqueda de metal aquel maldito autómata había llegado hasta nuestra tienda. Su electrodo estaba cortando el bidón que contenía el agua dulce.
Desperté a empujones a Kukling y le expliqué confusamente lo sucedido.
— ¡Todas las latas al mar! ¡Las provisiones y el agua! — ordenó.
Empezamos a arrastrar las latas hacia el mar y a ocultarlas en un fondo arenoso, donde el agua nos llegaba a la cintura… Nos llevamos también nuestros instrumentos.
Calados y jadeantes por el esfuerzo, nos quedamos sentados sin dormir, junto a la orilla, hasta la mañana. Kukling bufaba, y yo, en mi interior, me alegré de la mala pasada que le habían jugado sus maléficas invenciones. Porque ahora le odiaba y deseaba para él un castigo mucho más duro.
No recuerdo el tiempo que había transcurrido desde nuestra llegada a la isla, cuando un buen día Kukling declaró triunfante:
— Ahora empieza lo bueno. Todo el metal ha sido devorado.
En efecto, recorrimos todos los puntos donde habíamos hecho los depósitos sin encontrar absolutamente nada. A lo largo de la orilla y entre los matorrales sólo se veían fosas vacías.
Los cubos, las barritas y las varillas metálicas se habían transformado en mecanismos, que en enorme número se agitaban por la isla. Sus movimientos se habían hecho rápidos y violentos; sus acumuladores estaban cargados al límite máximo, pero la energía no era consumida por el trabajo. Se desplazaban de una forma insensata por el litoral, rebuscaban entre los matorrales, chocaban unos con otros y con frecuencia nos golpeaban también a nosotros.
Observándolos, pude constatar que Kukling tenia efectivamente razón. Los cangrejos no eran todos iguales. Diferían entre ellos en dimensión, movilidad, tamaño de las pinzas y proporción de las fauces-taller. Probablemente existían diferencias aún más pronunciadas en su estructura interna.
— Muy bien — declaró Kukling—, ahora empezarán a hacerse la guerra entre ellos.
— ¿Habla en serio?
— ¡Claro! Ya verá lo que ocurre cuando saboreen un poco de cobalto. Su mecanismo está concebido de tal forma que si se introduce en él una cantidad infinitesimal de cobalto, en el acto se anula o, por decirlo así, su aprecio mutuo…
Al día siguiente por la mañana, Kukling y yo fuimos a nuestro «depósito marítimo». Sacamos del fondo del mar nuestra ración diaria de conservas y agua, así como cuatro pesadas barras de cobalto, que el ingeniero conservó aparte en vista de la fase decisiva de nuestro experimento.
Apenas Kukling salió a la arena levantando en alto los brazos con las barras de cobalto, numerosos cangrejos le rodearon. No rebasaban el límite de la sombra que protegía el cuerpo de Kukling, pero era fácil advertir que la aparición de un nuevo metal les afectaba mucho. A unos pasos de distancia del ingeniero, observé asombrado cómo algunos autómatas intentaban torpes brincos en su dirección.