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— Mire, ¿se da cuenta? En la guerra fratricida que les obligaremos a emprender, sobrevivirán los más fuertes y adaptables. Y fabricarán una descendencia aún más aguerrida.

Con estas palabras, Kukling lanzó, una tras otra, las barras de cobalto hacia los matorrales.

Es difícil describir lo que siguió.

Numerosos autómatas se precipitaron simultáneamente sobre ellas y, empujándose unos a otros, empezaron a cortarlas con sus descargas eléctricas. Los rezagados se amontonaron, intentando inútilmente arrancar también un pedazo de metal. Algunos caminaban sobre las espaldas de sus compañeros, para abrirse camino hasta el centro del montón.

— ¡Mire, la primera escaramuza! — gritó alegremente el ingeniero.

Unos minutos después, el lugar donde Kukling había tirado las barras metálicas se había transformado en el campo de una atroz batalla. Para participar en ella, llegaban autómatas de todas partes.

A medida que los fragmentos de cobalto eran engullidos por un número cada vez mayor de autómatas, éstos se transformaban en asesinos salvajes y temerarios, que en el acto se lanzaban sobre sus propios hermanos.

En la primera fase de esta guerra, los cangrejos que habían ingerido el cobalto formaban el bando atacante. Eran precisamente ellos los que despedazaban a los autómatas recién llegados de toda la isla en busca del metal que precisaban. Cuanto mayor número de cangrejos conseguía el cobalto, más encarnizada se hacía la guerra. Y justamente entonces entraron en liza los autómatas recién nacidos durante la batalla.

Se trataba de una generación de autómatas realmente sorprendente. Eran más pequeños que sus antecesores y poseían una enorme rapidez de movimientos. Me sorprendió el hecho de que ya no necesitaran cargar los acumuladores como sus abuelos, les bastaba la energía solar que captaban con los espejos que tenían en la espalda, de dimensiones mayores que los primitivos. Su agresividad era extraordinaria. Atacaban a varios cangrejos a la vez y los cortaban con sus descargas simultáneamente de tres en tres.

Kukling seguía en el agua, y su rostro mostraba una ilimitada satisfacción. Se frotaba las manos y reía:

— ¡Bien! ¡Bien!

En cuanto a mí, observaba aquella pelea de mecanismos con profundo disgusto y temor, intentando adivinar las características de los próximos asesinos mecánicos. ¿Qué seres nacerían de aquella lucha?

Hacia mediodía toda la playa cercana a nuestra tienda se había transformado en un extenso frente de batalla, donde se batían los autómatas de toda la isla. La guerra se desarrollaba en silencio, sin gritos ni lamentos, sin rumores ni ruidos. Sólo el crepitar de las frecuentes descargas eléctricas y los choques entre los cuerpos metálicos de los mecanismos constituían el acompañamiento de aquel insólito matadero.

Aunque la generación que nacía entonces fuese de pequeñas dimensiones y extremadamente móvil, hizo su aparición un nuevo tipo de cangrejo. Era mucho mayor que todos los demás. Sus movimientos eran lentos, pero desarrollaban una gran fuerza, que les permitía luchar victoriosamente con los autómatas enanos que les atacaban.

Cuando el sol llegó al ocaso, se pudo observar un cambio repentino en el despliegue de los cangrejos menores, los cuales se hacinaron en la zona occidental de la isla y empezaron a moverse con mayor lentitud.

— Caramba, todo este grupo está desahuciado — comentó Kukling con voz ronca—. No tienen acumuladores y apenas se ponga el sol, llegará su fin.

Efectivamente, en cuanto las sombras proyectadas por los matorrales se alargaron cubriendo la enorme multitud de pequeños autómatas, éstos se inmovilizaron. Ahora ya no constituían un ejército de minúsculos guerreros, sino un enorme depósito de chatarra metálica.

Los enormes cangrejos se acercaron suavemente, sin prisas. Su altura era la mitad de la del hombre. Empezaron a devorar a los otros. Sobre las plataformas de los gigantescos padres empezaron a perfilarse los cuerpos de los descendientes, de dimensiones aún mayores.

El rostro de Kukling se ensombreció. Una evolución semejante no era de su agrado, por supuesto. Los cangrejos autómatas lentos y grandes representaban un arma poco satisfactoria para hostigar al enemigo en la retaguardia.

Mientras los cangrejos gigantes daban buena cuenta de la generación precedente, en la playa reinaba una calma pasajera.

Salí del agua seguido por el ingeniero, ahora silencioso. Nos fuimos a la parte oriental de la isla para descansar un poco.

Estaba muy cansado y me dormí casi en seguida, en cuanto me tendí en la arena blanda y templada.

En plena noche me despertó un grito desgarrador. Al incorporarme, no vi nada, salvo la cinta grisácea de la playa arenosa y el mar que se confundía con el cielo negro sembrado de estrellas.

El grito se repitió junto a los matorrales, pero más débil. Sólo entonces descubrí que Kukling no se hallaba conmigo. Eché a correr en dirección de la que me parecía su voz.

El mar estaba en calma, como de costumbre, y las pequeñas olas lamían de vez en cuando con un leve susurro la arena de la playa. Me pareció advertir que en la zona donde habíamos depositado nuestras provisiones, la superficie del mar estaba agitada. Algo se movía.

Deduje que era el ingeniero.

— Kukling, ¿qué está haciendo? — grité, acercándome a nuestro depósito submarino.

— Estoy aquí —oí por un momento su voz que salía de algún sitio hacia la derecha.

— Dios mío, ¿dónde está?

— Aquí —dijo de nuevo la voz del ingeniero—. Estoy con el agua hasta el cuello. Venga aquí.

Entré en el agua y por un momento tropecé con algo duro. Era un enorme cangrejo que se mantenía sobre el agua con sus largas patas.

— ¿Cómo ha llegado hasta ahí, donde el agua es tan profunda? ¿Qué ha sucedido? — pregunté.

— ¡Me seguían y me han empujado hasta aquí! —gimió lastimosamente Kukling.

— ¿Le seguían? ¿Quién?

— Los cangrejos.

— ¡No es posible! A mí no me hacen nada…

Tropecé de nuevo con el autómata. Tras dar un rodeo para evitarle, me encontré junto al ingeniero. Efectivamente estaba con el agua hasta el cuello.

— ¿Qué ha pasado?

— No lo entiendo — susurró Kukling con voz temblorosa—. Mientras dormía, de pronto un autómata me ha asaltado… Al principio creí que era por casualidad… Me aparté, pero se me acercó de nuevo hasta tocarme la cara con sus pinzas… Entonces me levanté y retrocedí… El me siguió… Me puse a correr… Y él siempre detrás… Se le unió otro cangrejo… Luego otros… Una multitud… Y me han seguido hasta aquí…

— Me parece muy extraño. Si, a consecuencia de la evolución, hubiesen desarrollado un odio instintivo hacia el hombre, no me habrían respetado a mí tampoco — objeté.

— No lo sé —graznó Kukling—. Pero me da miedo volver a la orilla…

— Tonterías — repuse y le cogí de la mano—. Vamos a lo largo de la playa, hacia el este. Yo le protegeré.

— ¿Cómo?

— Iremos al depósito y cogeré cualquier objeto pesado, un martillo, por ejemplo.

— ¡Que no sea metálico! — Gimió el ingeniero—. Coja mejor una tabla de una caja, algo de madera…

Nos dirigimos lentamente hacia el depósito. En sus proximidades, dejé al ingeniero solo y seguí la marcha.

Se oía un fuerte chapoteo en el agua y el acostumbrado ruido de los mecanismos.

Las bestias mecánicas desventraban las latas de conserva. Habían descubierto nuestro almacén submarino.

— ¡Kukling, estamos perdidos! — exclamé—. Han destrozado todas nuestras conservas.

— ¿Y ahora qué hacemos? — dijo con voz lastimera.

— Usted debe decidirlo. Este invento infernal es obra suya. Espabílese.

Evitando la muchedumbre de autómatas, salí a tierra firme.