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En la oscuridad, arrastrándome entre los cangrejos, reuní a tientas en la arena trozos de carne, piña en conserva y melocotones, y lo llevé todo a la meseta.

A juzgar por la gran cantidad de comida diseminada sobre la arena, se deducía que los cangrejos habían trabajado a fondo mientras dormíamos. No pude hallar ni una lata intacta.

Mientras me ocupaba de la recuperación de los restos de nuestras provisiones, Kukling permaneció a unos veinte pasos de la orilla donde el agua le llegaba a la garganta.

Estaba tan ocupado en la recogida de los restos de nuestro sustento, que olvidé su existencia. Pero él me la recordó con un grito desgarrador:

— ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Socorro…! ¡Me están alcanzando!

Me tiré al agua y, chocando con los monstruos metálicos, me dirigí hacia Kukling. A unos cinco pasos de él volví a topar con otro cangrejo.

El cangrejo me ignoró completamente.

— ¿Por qué le detestan de ese modo? De hecho es usted su progenitor — dije a Kukling.

— No lo sé —contestó el ingeniero, jadeante mientras chapoteaba—. Haga algo, Bud, échelos. Si nace un cangrejo mayor que ése estoy perdido…

— Ahí tiene el resultado de la evolución… A propósito, ¿me podría indicar cuál es su parte más vulnerable? ¿Qué se puede hacer para destruir el mecanismo?

— Antes bastaba con romper el espejo parabólico… o extraer el acumulador… Pero ahora… no sé… Haría falta un estudio especial.

— Malditos sean usted y sus estudios… — murmuré entre dientes, agarrando con la mano la garra derecha del cangrejo que se tendía hacía la cara del ingeniero.

El autómata se retiró. Pude echar mano también de la segunda garra y la doblé. Se doblaba fácilmente, como un hilo de cobre.

Estaba claro que la operación no había sido agradable para la bestia metálica, porque lentamente empezó a salir del agua, mientras el ingeniero y yo nos marchamos a lo largo de la orilla.

Al despuntar el sol, todos los autómatas se arrastraron fuera del agua sobre la arena y se calentaron un poco. Mientras, tirando piedras, había conseguido romper los espejos parabólicos de por lo menos cincuenta de ellos. Por lo menos ya no se movían.

Pero eso no mejoró la situación. Mis víctimas fueron presa inmediatamente de sus compañeros y sirvieron para la fabricación de nuevos autómatas. Romper los acumuladores de silicio de todas las máquinas superaba mis fuerzas. Muchas veces había tropezado con autómatas cargados de electricidad y eso debilitaba mi decisión de continuar la lucha.

Durante todo ese tiempo, Kukling había permanecido en el agua.

Muy pronto la lucha entre los monstruos estalló de nuevo. Parecía como si hubiesen olvidado completamente al ingeniero.

Abandonamos el escenario de la matanza y nos trasladamos al lado opuesto de la isla. El ingeniero estaba tan aterido tras un prolongado baño de varias horas que, castañeteando los dientes, se tumbó y me pidió que le tapase con la arena caliente.

Hecho esto, volví a nuestro primer campamento para recoger nuestras prendas y todo lo que había quedado de las provisiones. Sólo entonces me di cuenta de que nuestra tienda había sido destruida: habían desaparecido los postes de hierro hincados en el suelo, mientras que de los bordes de la lona habían sido arrancados los anillos metálicos a los que estaban ligadas las cuerdas.

Bajo la lona encontré las ropas de Kukling y las mías. También éstas mostraban huellas del paso de los cangrejos en busca de metal. De tal modo que, todos los ganchos, los botones y las hebillas habían desaparecido. En su lugar quedaban jirones de tela chamuscada.

En este intervalo la batalla entre los cangrejos se había desplazado de la costa hacía el interior. Al llegar a la cima de la meseta vi que, casi en el centro de la isla, entre los matorrales, se erguían sólidamente sobre sus patas algunos monstruos que casi alcanzaban la altura de un hombre. Por parejas, lentamente se alejaban en direcciones opuestas, para luego lanzarse con relampagueante rapidez el uno contra el otro.

En el momento del choque se escuchaban golpes tremendos, que producían un fuerte sonido metálico. Los lentos movimientos de aquellos monstruos denunciaban una fuerza inmensa integrada en un enorme peso.

Ante mis ojos algunos de aquellos mecanismos rodaron por el suelo e inmediatamente fueron destrozados.

Estaba harto de aquellas escenas de violencia entre máquinas enloquecidas. Cargándome a la espalda todo cuanto era posible recoger en nuestro viejo campamento, me dirigí lentamente en busca de Kukling.

El sol quemaba sin piedad y antes de llegar al lugar donde había dejado al ingeniero, me tiré bastantes veces al mar. Así tuve tiempo suficiente para reflexionar sobre todo lo sucedido.

Una cosa estaba clara: los cálculos del Almirantazgo respecto a la evolución eran erróneos. En lugar de pequeños aparatos perfeccionados, habían nacido pesados gigantes mecánicos de fuerza enorme y de movimientos lentos.

Desde el punto de vista militar no valían nada.

Estaba ya acercándome al montón de arena bajo el cual dormía Kukling, cuando desde la meseta, por detrás de los matorrales, apareció un enorme cangrejo.

Era más alto que yo y de patas largas y macizas. Avanzaba a saltos irregulares, doblando el cuerpo de modo extraño. Las patas anteriores, esto es, las de trabajo, tenían una longitud desmesurada y se arrastraban por el suelo. Sus fauces-taller estaban particularmente hipertrofiadas, constituían casi la mitad del cuerpo. El «ictiosauro», como le llamé para mí, se desplazó pesadamente y empezó a mover con lentitud todo el cuerpo a derecha e izquierda, como si observase los alrededores.

De forma automática agité en su dirección la lona que tenía en la mano, como se hace cuando se intenta apartar mía vaca que te obstruye el camino. Pero aquel ser no me hizo caso y moviéndose de un modo extraño, de costado, como si siguiese el trazo de un gran arco, empezó a acercarse al montón de arena bajo el que Kukling dormía.

De adivinar que el monstruo se dirigía hacia el ingeniero, me habría precipitado en seguida en su ayuda. Pero la trayectoria del desplazamiento del autómata era tan imprecisa que al principio creía que se dirigía hacia el agua. Y sólo cuando hubo tocado el agua con las patas y el monstruo se volvió con brusquedad para lanzarse sobre Kukling, tiré mi carga y me puse a correr en la misma dirección.

El «ictiosauro» se detuvo encima de Kukling y apenas se agachó. Los extremos de sus largas pinzas se movían en la arena junto al rostro del ingeniero.

Un instante después, un montón de arena se levantó como una nube. Era Kukling, el cual, como si hubiese sido mordido por una víbora, se había incorporado e intentaba huir presa del pánico.

Pero no tuvo tiempo. Las sutiles pinzas se cerraron sólidamente en torno al cuello fofo del ingeniero y empezaron a subirlo hacia las fauces del autómata. Kukling quedó colgado en el aire, agitando blandamente los brazos y las piernas.

Aunque yo le odiaba con todas las fuerzas de mi alma, no podía permitir que pereciese en una lucha desigual con un monstruo mecánico inmundo y sin cerebro. Agarré las altas patas del cangrejo y di una sacudida con todas mis fuerzas. Pero era como pretender derribar un grueso tubo metálico profundamente hincado en la arena. El «ictiosauro» ni se había movido.

Alzándome, conseguí saltar encima de él. Por un instante mi cara se encontró al mismo nivel que el rostro distorsionado de Kukling.

— Los dientes — comprendí en un instante—, Kukling tiene dientes de aleación metálica…

Lancé con todas mis fuerzas un puñetazo al espejo parabólico que brillaba al sol.

El cangrejo empezó a girar sobre sí mismo. El rostro cianótico de Kukling, con los ojos desorbitados, llegó al nivel de las fauces-taller. Y entonces sucedió algo terrible. La descarga eléctrica alcanzó la frente del ingeniero y sus sienes. Después, la pinza del cangrejo se abrió y el cuerpo exánime del creador de aquella pesadilla metálica, cayó sobre la arena.