Mientras enterraba a Kukling, algunos cangrejos recorrían la isla. No prestaban ninguna atención, ni a mí, ni al cadáver del ingeniero.
Tras haber envuelto el cuerpo de Kukling en la lona, lo enterré en el centro de la isla en una fosa poco profunda excavada en la arena. Lo hice sin pena. La arena chirriaba en mi boca ardiente y yo maldecía tácitamente al difunto por su invento. Desde el punto de vista de la moral cristiana cometía un terrible sacrilegio.
Luego, durante los siguientes días, me quedé tendido e inmóvil sobre la orilla, mirando al horizonte en dirección al punto por donde debería aparecer el Colombina. El tiempo pasaba con una lentitud insoportable y parecía como si el sol cruel se hubiera detenido sobre mi cabeza. De vez en cuando descendía arrastrándome hacia el agua para mojarme la cara quemada por la calentura.
Para luchar contra el hambre y la sed insostenibles, intentaba pensar en algo abstracto. Pensaba que hoy en día muchos hombres inteligentes malgastan las fuerzas de su inteligencia en dañar de una forma vil al prójimo. Por ejemplo, el invento de Kukling. Estaba convencido que hubiese sido posible utilizarlo para algún fin úticlass="underline" la extracción de metales, pongamos por caso. Hasta sería posible guiar la evolución de esas bestias para obligarlas a realizar este trabajo del modo más eficaz. Llegué a la conclusión de que perfeccionando adecuadamente su mecanismo, no habrían degenerado en fofos monstruos gigantescos.
De pronto vi llegar una sombra gigantesca. Levanté la cabeza con dificultad y miré lo que me había ocultado el sol. Descubrí entonces que estaba tendido entre las patas de un cangrejo de monstruosas proporciones. Se había acercado a la orilla y parecía mirar hacia el horizonte como si esperase algo.
Luego empezaron las alucinaciones. En mi mente ardiente, el cangrejo gigantesco se transformaba en un gran depósito de agua dulce suspendido en lo alto, a cuyo borde yo nunca podía llegar.
Recobré el sentido a bordo del velero. Cuando el capitán Hail me preguntó si se debía cargar sobre la nave el enorme y extraño mecanismo que yacía completamente contraído en la orilla, le contesté que por ahora no era necesario.
Arcadij y Boris Strugackij
El Experimento Olvidado
«Tortuga» se había parado delante del paso a nivel. La barrera estaba bajada y sobre ésta vacilaba la llama rojiza del fanal. A los costados se perdían en la oscuridad las verjas del recinto.
— Estación de biología — dijo Berkut—. Descendamos.
Poliessov apagó el motor. En cuanto hubieron descendido, el fanal sobre el paso a nivel se apagó. De pronto, la sirena lanzó un aullido desgarrador. Iván Ivanovic dijo, intentando desentumecer las piernas:
— Ahora vendrá alguien y querrá persuadirnos de que no arriesguemos la vida y la salud. ¿Por qué nos hemos detenido aquí? A unos treinta metros de la carretera, a la derecha, blanqueaban vagamente los muros de las casitas. Un estrecho sendero corría a través de los matorrales. Una de las ventanas se iluminó, se abrid y alguien preguntó con voz ronca:
— ¿Has traído la novocaína? — Y sin esperar la contestación añadió áspero—: Ya he dicho cien veces que te pares más lejos, no despiertes a la gente.
La ventana golpeó de nuevo y se hizo el silencio. — Hum — murmuró Iván Ivanovic—. ¿Has traído la novocaína, Berkut? Junto a la casita apareció una sombra oscura y la voz de antes llamó:
— ¡Valentín!
— Nos confunde con otro — dijo Poliessov.
— Claro — asintió Iván Ivanovic—. Ya me he dado cuenta. Bueno, ¿descansamos aquí? ¿O proseguimos? Se oyó ruido de pasos. Entre los troncos de los pinos relampagueó la punta encendida de un cigarrillo. La llamita dibujaba curvas complicadas esparciendo largas estelas de chispas mortecinas. — No — cortó Poliessov—, antes reconocimiento.
El hombre del cigarrillo se abrió por fin camino a través de los matorrales y salió a la carretera murmurando:
— Maldita ortiga… ¿Has traído la novocaína, Valentín? ¿Quién está contigo? — Mire… — empezó condescendiente Iván Ivanovic.
— ¡Pero éste no es Valentín! — Exclamó el hombre del cigarrillo—. ¿Dónde está Valentín? — No tengo ni idea — contestó Iván Ivanovic—. Somos del I. M. N. C.
— Del…, ¡ah! Mucho gusto. Perdónenme — dijo el desconocido, envolviéndose en la bata—, no estoy vestido. Soy Kruglis, director de la Estación de Biología. Creí que era Valentín. ¿Son ustedes geólogos? — No — objetó gentilmente Berkut—. Pertenecemos al instituto de mecánica no clásica. Somos físicos.
— ¿Físicos? — El biólogo tiro su cigarrillo—. Perdonen…, ¿físicos? ¿Entonces van directamente al epicentro?
— Sí —admitió Berkut—. Con su permiso, nos estamos dirigiendo hacia el epicentro. Pensábamos que usted estaba ya advertido.
El biólogo volvió la mirada hacia la gigantesca masa negra del «Tortuga». Luego pasó ante Berkut para acercarse a la máquina, a la que dio algunos golpecitos sobre la coraza. — Caramba — dijo, admirado—. Carro armado de alta potencia, ¿no es verdad? — Sí —afirmó Poliessov.
— Diantre — suspiró el biólogo con envidia—. Sois afortunados. Hace dos años que estoy luchando y no consigo obtener el permiso para un reconocimiento a fondo. Lo necesito urgentemente. Habría… Oigan, compañeros — dijo con voz desanimada—. Llevadme con vosotros. ¿Qué les costaría, a fin de cuentas? — No — cortó Poliessov.
— No estamos autorizados — explicó Berkut—. Lo sentimos mucho…
— Lo comprendo — gruñó el biólogo. Suspiró—. Sí, he sido avisado. Pero no les esperaba tan temprano. — Nos han transportado hasta Lantanida en avión — explicó Berkut.
Cayó un profundo y somnoliento silencio. Luego alguien cercano lanzó un grito angustioso, agudo. En la espesura del bosque una pesada pina se separó crujiendo, arañó las espesas ramas y cayó al suelo. — Un búho — observó el biólogo.
— No lo parece — dijo Poliessov, pensativo. El biólogo jadeaba.
— ¿Ha oído alguna vez el grito del búho? — Más de una vez.
— ¿Y ha oído alguna vez gritar al búho cerca de aquí?
— ¿Qué quiere decir?
— Más allá de la barrera del paso a nivel…, ¿cerca de aquí? —No, no sé —dijo Poliessov, incierto. — Claro — murmuró el biólogo.
Todos callaron de nuevo y el extraño búho gritó otra vez en la oscuridad. El biólogo se estremeció de repente.
— ¿Qué estamos haciendo? El alba está lejana. Vamos, les acomodaré.
— Quizá, de todos modos… — empezó Iván Ivanovic.
— No, primero el reconocimiento — objetó Poliessov—. Creo que más adelante la carretera es muy mala…
— En aquella parte no hay carreteras por ningún lado — observó el biólogo.
— Y no suelen saber lo que allí sucede. Haré salir a los kiberi-exploradores en patrulla nocturna. Nos darán información y el domingo por la mañana nos moveremos.
Poliessov montó en el tanque y encendió los faros. En torno a su cegadora luz, la oscuridad se hizo más espesa, mientras se encendían los anillos blancos de la barrera del paso a nivel y brillaban los postes metálicos del recinto. Se escuchó un rumor como de balines y en la cinta de luz sobre la carretera aparecieron cómicas figuritas plateadas que parecían enormes grillos. Durante un instante permanecieron inmóviles. Luego dieron un salto, pasando bajo la barrera del paso a nivel hasta desaparecer por el otro lado de la alta hierba.
— ¿Son estos los kiberi-exploradores? — preguntó con respeto al biólogo.