— Sí —contestó Berkut—. Piotr Vladimirovic — llamó en voz baja—. Nosotros continuamos. Alcáncenos, — Muy bien — replicó Poliessov desde el tanque.
En la casita del biólogo había tres habitaciones. Kruglis se quitó la bata, se puso los pantalones y un jersey, y se dirigió a la cocina. Berkut e Iván Ivanovic se sentaron en el sofá. Iván Ivanovic se durmió inmediatamente.
— Con que van al epicentro — dijo el biólogo desde la cocina—. Allí quedarán muchas cosas por ver. ¿Tienen alguna idea de lo que allí sucede?
— Muy vaga — contestó Berkut—. Algo cuentan los aviadores, pero nadie ha estado cerca.
— Yo lo he visto con mis propios ojos. Las explosiones… Bueno, las han visto muchos. Los relámpagos que fulminan el cielo desde la tierra, la niebla azul… ¿Ha oído hablar de la niebla azul?
— Si — respondió Berkut.
— La he visto dos veces desde el helicóptero. Un mes antes de la catástrofe del Galatea. Surge en el epicentro o en algún punto de la zona del epicentro, se extiende en un ancho anillo y se diluye a unos veinte kilómetros del cordón. ¿Qué puede ser, camarada físico?
— No lo sé, camarada Kruglis.
— No lo sabe nadie. Y menos nosotros, los biólogos. Lo único claro es que pasa algo completamente fuera de lo normal. Cuarenta y ocho años después de la explosión el nivel de la radiación se había reducido diez veces, los mismos adhesivos que ligaban el polvo radiactivo se habían desintegrado por completo y de pronto… explosiones, incendios, un infierno… — El biólogo calló, sacudiendo ruidosamente la vajilla. Se oyó el simpático silbido de la tetera que hervía—. Es verdad que los incendios han cesado. Probablemente, todo lo que podía arder ha ardido ya. Pero las explosiones… La primera fue hace cuatro meses, a principios de mayo. La segunda en junio y ahora se repiten casi cada semana. Parecen de una potencia extraordinaria. Juzguen ustedes…
El biólogo apareció en el vano de la puerta con la cristalera.
— Juzguen ustedes — repitió, disponiendo con destreza las tazas—. Desde el cordón hasta el epicentro hay más de doscientos kilómetros, la mitad del cielo arde. Inmediatamente después de la explosión aparece la niebla azul.
Se dirigió a la cocina, pero se detuvo en el umbral.
— ¿Saben que la última explosión tuvo lugar ayer por la noche? — preguntó.
— Sí, lo hemos oído decir — respondió Berkut—. Gracias.
— Pero alguien tiene que empezar — murmuró Iván Ivanovic—. ¿Dónde está Poliessov?
El biólogo se encogió de hombros y desapareció en la cocina, para regresar con la rumorosa tetera.
— Tomemos el té —dijo—. Denme sus tazas.
Mientras Iván Ivanovic terminaba la segunda taza de té, la puerta se abrió dejando paso a Poliessov. Estaba pálido y apretaba su mejilla derecha.
— ¿Qué tienes, Piotr Vladimirovic? — preguntó Berkut.
— Algo me ha pinchado — respondió Poliessov.
— Será una avispa.
— Probablemente — Poliessov seguía con la mano en la mejilla—. Pero una avispa que en vez de aguijón tiene una ametralladora.
— Una avispa de allí —comentó el biólogo—. Es obvio. Siéntese y tome el té.
— ¿Y quién grita en los estanques? Creía que se ahogaba alguien.
— Son ranas. Siempre de la parte de allí. Iván Ivanovic dejó la taza casi golpeándola contra el platito, se secó la cara amoratada y dijo:
— ¿Mutaciones?
— Mutantes — confirmó el biólogo—, Estamos en una verdadera reserva de mutantes. Durante y después de la explosión, cuando la radioactividad era alta, los animales de la zona han sufrido terriblemente. ¿Lo comprenden? Inmediatamente después de la explosión la zona fue acotada y no tuvieron tiempo de huir. La primera generación se extinguió en seguida, todas las demás se deforman. Hace más de siete años que las observamos desde aquí, unas veces atrapamos ejemplares, otras usamos cámaras cinematográficas automáticas. Sin embargo, está prohibido entrar allí en un radio mayor de cinco kilómetros… Un colaborador nuestro quiso arriesgarse. Trajo fotografías, muestras y se enfermó. Caramba, nos costó un solemne lavado de cabeza.
El biólogo encendió un cigarrillo.
— Verán ustedes mismos lo que pasa allí. Han nacido formas completamente nuevas, terribles, deformes. Hemos conseguido recoger mucho material. La mayor parte de las especies ha desaparecido pura y simplemente; por ejemplo, los osos. Otras se adaptaron, pero no estoy seguro de que este término resulte apropiado. Dicho de otra manera, sufrieron mutaciones que han producido formas vitales capaces de vivir en condiciones de elevada radioactividad. Pero esto, saben…
— ¿Y cómo reaccionan? — preguntó Iván Ivanovic—. ¿A las explosiones?
— Reaccionan mal — contestó Kruglis—. Muy mal. Tengo miedo de que nuestra reserva se extinga pronto. Antes se acercaba al recinto muy raras veces. Casi nunca veíamos a los animales grandes. Pero el mes pasado centenares de monstruos diabólicos se precipitaron en pleno día en dirección a la barrera del paso a nivel. No era un espectáculo para personas de nervios delicados. Hemos capturado algunos, los demás los rechazamos con rayos. Ignoro de qué escapaban…, de las explosiones, de la niebla azul o de otra cosa… probablemente de la niebla azul. Creo que al final morirán todos, aunque en los últimos meses han aumentado las abejas. También los pájaros y las ranas. Aquel búho, por ejemplo… — apagó la colilla en el cenicero y terminó de forma inesperada—. Sean prudentes.
— No se preocupe — dijo Poliessov—. Disponemos de un tanque cuya seguridad es máxima.
El biólogo le miró la mejilla hinchada y dijo:
— Le voy a dar una inyección. El diablo gasta malas pasadas…
Poliessov tuvo un segundo de duda, lanzó una ojeada a Berkut y se puso en pie.
— Quizá sea lo mejor — murmuró.
A la mañana siguiente, Berkut fue despertado por un terrible rugido muy cercano. Tiró las sábanas y se acercó a la ventana.
Junto a la casita de enfrente se hallaban el director de la Estación de Biología y un desconocido con camisa blanca. Kruglis fumaba con el ceño fruncido y el hombre de la camisa hablaba agitando los brazos.
La mañana era soleada. Entre las copas de los pinos en la niebla rosada se entreveía la compacta silueta del «Tortuga». Cerca de él trabajaba Poliessov. «Ya habrían vuelto los exploradores», pensó Berkut. Hizo la cama con cuidado y la empotró en su nicho de la pared, se dio una ducha y tomó con apetito el desayuno: dos vasos de leche fría y dos panecillos con embutido. El embutido era excelente, negro, rosado como la niebla matinal y, como ésta, delicado.
Berkut se encontró en la entrada con Iván Ivanovic.
— Buenos días — saludó Iván Ivanovic—. Venía a despertarte. Los exploradores han regresado.
— ¿Algo interesante?
Iván Ivanovic estaba a punto de contestarle, cuando detrás de la casa se oyó de nuevo un sordo y prolongado rugido. Berkut se sobresaltó.
— Parece un oso — dijo Berkut.
— Es un jabalí —explicó Iván Ivanovic—. Ya sabes que los osos se extinguieron.
— Muy bien — asintió Berkut—. ¿Qué noticias han traído los exploradores?
— Otra sorpresa. Vayamos con Poliessov. Se encaminaron a lo largo del sendero, cuyos matojos mojados por la escarcha les golpeaban en las piernas.
— Las ortigas de aquí son terribles — comentó Iván Ivanovic.
Poliessov estaba apoyado en el tanque y enrollaba distraídamente entre los dedos una estrecha película fotográfica. Su mejilla derecha seguía más hinchada que la izquierda.
— Buenos días, camarada Berkut — saludó, tocándose la mejilla con precaución.
— ¿Le duele?