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Poliessov sonrió y dijo:

— Los exploradores han vuelto. He examinado los informes y no me gustan.

— ¿Qué pasa?

— No lo sé. —Poliessov se tocó la mejilla de nuevo—. Ocurre algo muy extraño. Miren… — Entregó la película a Berkut.

La película estaba completamente negra.

— ¿Se ha velado? — preguntó Berkut.

— Sí. Pero del principio al fin. Como si la hubiesen metido en un reactor desde ayer por la noche. No comprendo cómo ha sucedido. La fuerza masiva de radiación fijada por los exploradores es de quince roentgen/hora. Pero esto es una tontería. Lo más grave es que los exploradores no han llegado al epicentro.

— ¿No han llegado?

— Han vuelto sin cumplir su trabajo. Han hecho sólo ciento veinte kilómetros y han regresado como si hubiesen recibido orden de retroceder. O se han asustado. Francamente, esto no me gusta.

Durante algún tiempo callaron todos, mientras miraban más allá de la barrera. Aún había carretera, pero el cemento estaba agrietado. Y en las fisuras crecían con vigor hierbas gigantescas. Junto a la barrera se bamboleaba sobre un largo y delgado tallo una gran flor roja, por encima de la cual revoloteaba una mariposa blanca.

— Esto quiere decir — dijo Berkut— que nos hemos quedado prácticamente sin informaciones.

Poliessov enrolló la película y la metió en el bolsillo de la zamarra.

— Podríamos enviar de nuevo a los exploradores — propuso.

— Ya hemos perdido bastante tiempo — repitió impaciente Iván Ivanovic—. Movámonos. Actuaremos sobre la marcha.

— Enviaremos a los exploradores durante el trayecto — observó Poliessov, echando una ojeada a Berkut.

También Iván Ivanovic miró a Berkut.

— Muy bien — acordó Berkut—. Partamos. Piotr Vladimirovic, por favor, vea a los biólogos y dígales que nos marchamos. Déles las gracias en nombre de todos.

— De acuerdo, Lovarich Berkut. Poliessov se dirigió hacia las casitas y un segundo después regresó en compañía de Kruglis.

— Nos vamos — explicó Berkut—. Muchas gracias por su hospitalidad.

— No tiene importancia — contestó lentamente el biólogo—. Buen viaje.

— Hasta la vista — se despidió Poliessov—, Intentaré atrapar un búho para usted.

Subieron al tanque, cuya portilla se cerró. El biólogo agitó el brazo en señal de despedida y se retiró hacia el borde de la carretera. La barrera del paso a nivel automático se levantó lentamente. La pesada máquina se estremeció, desplazándose hacia delante con anchos surcos entre los matorrales. El biólogo la siguió con la mirada. Pasó junto a un álamo roto, golpeándolo. El árbol chirrió y con un ruido sordo cayó cruzado sobre la senda por donde una vez pasó la autopista.

El «Tortuga» estaba detenido, muy inclinado, mudo e inmóvil por completo. Después de dieciséis horas de estruendo y de locas sacudidas, el silencio y la inmovilidad parecían una ilusión que podía desvanecerse de un momento a otro. Los músculos seguían tensos y los oídos atronaban. Pero ni Poliessov, ni Berkut, ni Iván Ivanovic se daban cuenta. Miraban en silencio a los aparatos, que mentían descaradamente. Dos horas antes, a medianoche, las estaciones radiogoniométricas habían proporcionado a Poliessov las coordenadas. El «Tortuga» se hallaba a setenta kilómetros al sudoeste del epicentro. A las cero quince horas, Lantanida dejó de emitir por primera vez la llamada convenida. El enlace se había interrumpido. A las cero cuarenta y siete el altavoz gritó:

— ¡Inmediatamente!

La voz parecía de Leming. A la una diez empezó a llover con fuerza. A la una dieciocho se apagó la pantalla del proyector de infrarrojos. Poliessov accionó varias veces el interruptor, blasfemó, encendió los faros y apoyó la frente sobre el borde de gamuza del periscopio. A la una cincuenta y cinco se separó del periscopio para beber un sorbo de agua, echó un vistazo a los aparatos y detuvo la máquina. Los aparatos mentían descaradamente.

En aquella noche de setiembre llovía copiosamente, pero la aguja del higrómetro señalaba cero y el termómetro estaba en bajo cero. Las agujas del dosímetro corrían alegres por la escala indicando que bajo las cadenas del «Tortuga» la radiactividad del terreno oscilaba fuertemente entre límites muy amplios. Y en suma, a juzgar por las indicaciones de los manómetros, el tanque se hallaba en el fondo de un pantano a una profundidad de veinte metros.

— Los aparatos enloquecen — admitió valerosamente Berkut.

Nadie le contradijo.

— Debe tratarse de influencias exteriores.

— Me gustaría saber cuáles — gruñó Poliessov, mordiéndose el labio. Berkut distinguía bien su cara, olivácea, larga, con una mancha roja sobre la mejilla derecha.

— Sería muy útil — refunfuñó Iván Ivanovic.

— Sí —dijo Poliessov.

Hubiese sido efectivamente útil, porque habría permitido corregir los aparatos y, sobre todo, ajustar los aparatos del cuadro de mandos. Para Iván Ivanovic sus indicaciones eran incomprensibles, pero Poliessov se daba cuenta de que mentían tan descaradamente como las otras. Aquello era muy extraño y peligroso, por cuanto los órganos de mando estaban protegidos de toda influencia extraña por la triple coraza del ultra potente «Tortuga». También las personas quedaban aisladas de las influencias externas por la triple coraza del «Tortuga». Por un instante, Poliessov experimentó una fea debilidad en el estómago. Apretó los dientes y dijo:

— Si. Habría sido muy útil.

— ¿Qué sucede fuera? — preguntó Iván Ivanovic.

— Nada. Lluvia y niebla.

Iván Ivanovic se levantó, rogando a Poliessov que se apartase un poco, para inclinarse hacia el periscopio. Vio troncos, espantosamente despedazados y retorcidos, de pinos, ramas negras carbonizadas y espesas yerbas de dos metros de alta. Y niebla. Una niebla gris y quieta sobre un mundo podrido que flotaba en los rayos de los proyectores. A pocos metros del tanque estaban parados los kiberi-exploradores. Se acercaban al carro armado y parecían perritos que husmeasen al lobo. No querían penetrar en la niebla, o quizá mejor, no podían.

Iván Ivanovic se sentó.

— La niebla azul — susurró con voz ronca.

— ¿Y bien? — preguntó Poliessov.

Iván Ivanovic no contestó, Berkut se levantó y miró a su vez a través del periscopio. Luego se sentó de nuevo y se desabrochó el botón de la chaqueta. Se ahogaba. Se estiró y respiró profundamente. La opresión desapareció.

— ¿Qué haremos? — preguntó Poliessov.

— Escuchad, compañeros — dijo de pronto Berkut—. ¿No oís nada?

— ¿Qué pasa con los aparatos? — preguntó Iván Ivanovic. Se interrumpid—. Agujitas — dijo con voz débil.

Poliessov advirtió entonces un desagradable picoteo en la punta de los dedos, producido por agujas microscópicas finas como aguijones de abeja. Por alguna razón desconocida la respiración era difícil. Los dedos se morían.

— Parece… vértigo — murmuró con esfuerzo.

Iván Ivanovic se levantó de golpe, empujó a Poliessov y de nuevo apretó la frente calva sobre la cornisa del periscopio. Fuera sólo se divisaba niebla. Los exploradores habían desaparecido. Iván Ivanovic tragó aire con dificultad y cayó sobre su butaca. Sus mejillas blandas relucían de sudor.

— Malditos sean el tanque y los kiberi-exploradores — dijo—. El supertanque…

— Con este mismo tanque atravesé el año pasado la meseta en llamas de «Mercurio» — replicó lentamente Poliessov.

— Malditos sean los kiber — continuó Iván Ivanovic—, tienen pánico, los malditos kiber. Por primera vez veo a los kiber empavorecidos.

— Basta, Iván Ivanovic — ordenó Berkut.

«La superprotección no actúa», pensaba Poliessov. Que los aparatos mientan, que se respire con fatiga, que las agujitas pinchen, no son una gran desgracia. La verdadera desgracia tendrá lugar cuando el reactor ceda, y se produzca la inducción de los campos magnéticos que rigen el anillo de plasma incandescente. Será suficiente para que el «Tortuga» se transforme en vapor con toda su supercoraza. Lo único que cabe hacer es largarse cuanto antes.