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— Hay que arriesgarse y usar el helicóptero — propuso Iván Ivanovic.

Las agujetas le punzaban ya los hombros y las caderas.

— Muy bien — dijo Poliessov—. Sujétense. Iván Ivanovic calló. Los físicos se sujetaron a sus asientos con las anchas y suaves correas.

— ¿Están dispuestos? — preguntó Poliessov.

— Dispuestos — contestó Berkut.

Poliessov apagó la luz y puso las manos sobre las levas de mando. El motor dejó oír un sordo murmullo. El tanque vaciló. Algo chirrió de forma desagradable bajo las cadenas. Delante se extendía una niebla espesa, impenetrable. Ahora les corrían agujas rápidas por la espalda, una sensación horrenda. El aire faltaba. El «Tortuga», silbando y temblando, se encabritaba. Más arriba, siempre más arriba. Más arriba aún, hacia el cielo. La máquina ciega subía por la pendiente de un altísimo monte, mientras al otro lado se abría el abismo. Y en el reactor la llama de plasma intentaba liberarse, gritando, de las cadenas magnéticas. Un instante, un instante todavía…

Poliessov se separó del periscopio y lanzó una ojeada a los aparatos. Si sus indicaciones eran exactas, el reactor del «Tortuga» debería estallar de un momento a otro. Pero los aparatos enloquecen. Las influencias exteriores los confunden. Las manos están desmayadas, las agujitas bailan ya junto al corazón. Una punzada dentro de poco y será el final. Dentro de poco el plasma atravesará las paredes del reactor y será el fin.. Junto a él, Berkut se bamboleaba sin nervio, impotente como una muñeca…

Al reaccionar, Berkut vio la pantalla iluminada, como una ventana que desde una cámara oscura diese sobre el claro del bosque. La niebla había desaparecido. La pantalla funcionaba correctamente, se veían los matorrales mojados y la hierba húmeda bajo la lluvia espesa. El cielo no era visible. En el claro apareció un enorme animal, que se detuvo mirando al «Tortuga». Berkut no comprendió al principio que era un alce. La bestia tenía el cuerpo de un alce, pero no su fiera actitud: su cabeza estaba inclinada hacia el suelo bajo la monstruosa masa de los cuernos. El alce tiene normalmente cuernos muy pesados, pero aquél llevaba sobre la cabeza un árbol entero, y su cuello no podía sostener tan inmenso peso.

— ¿Qué es? — preguntó Iván Ivanovic. Su voz era desagradable. Berkut comprendió que también Iván Ivanovic debía haberse desvanecido.

— Un alce — murmuró Berkut y llamó—: ¡Piotr Vladimirovic!

— Aquí estoy, Tovarich Berkut — contestó Poliessov. Otra voz desagradable.

— ¿Lo hemos conseguido?

— Parece que sí —dijo Poliessov—. ¿Es posible que eso sea un alce?

— Es un alce de la zona…

— Una ocasión para Kruglis.

— ¿Cómo se sienten, camaradas? — preguntó Berkut.

— Muy bien — contestó Iván Ivanovic.

— Me duele mucho la mejilla — confesó Poliessov—. Pero los aparatos funcionan de nuevo.

El alce se acercó sombrío al tanque y permaneció frente a él con los ollares temblorosos. Berkut observó más detenidamente sus cuernos. Estaban agrietados y manaban sangre, los cubría un moho blanco y viscoso.

— Le faltan los ojos — declaró de pronto Poliessov con voz queda y atroz.

El alce no tenia ojos. En su lugar había el moho blanco, viscoso.

— Échalo, Piotr Vladimirovic — susurró Berkut—. Por favor.

Poliessov enchufó la sirena. El alce se quedó aún quieto, agitando el morro. Luego se volvió y moviendo fatigosamente las patas, se fue. Caminaba inseguro y dolorido, como si en vez de un paso normal, diese sólo medio cada vez. Su cabeza tocaba en el suelo, los costados delgados tenían un brillo húmedo.

— Camina como una tortuga.

Siguieron mirando el alce que se arrastraba ramoneando en la alta hierba mojada. Al fin desapareció tras los árboles. Berkut dijo:

— Piotr Vladimirovic, es usted un genio…

— ¿Qué? —preguntó Poliessov.

— Nos ha sacado de la trampa…

— Una bonita trampa — admitió tranquilamente Poliessov.

— No comprendo cómo lo ha conseguido…

Poliessov no dijo nada. Puso el motor en marcha y envió a los exploradores. Los kiber saltaron al exterior, giraron aquí y allí, y se lanzaron hacia delante. Ya no tenían miedo. El «Tortuga» les siguió zumbando.

Durante la avanzada mañana, el «Tortuga» superó el último desnivel para asomarse al borde de la enorme cuenca. Detrás se extendía la taiga, de un verde oscuro, húmeda tras la lluvia nocturna, silenciosa y tétrica bajo el sol cegador. El tanque había dejado tras sí un amplio claro, en cuyos bordes yacían troncos carbonizados manchados por un moho blanco.

Abajo, en el fondo de la cuenca, estaban las ruinas del laboratorio. La tierra era desnuda y negra. De ella salía un vapor que deformaba la perspectiva. Las ruinas negras temblaban y se disolvían en el aire templado.

— ¡Dios mío! — exclamó con voz temblorosa Iván Ivanovic—. ¡Dios mío!

Recordaba bien aquellos lugares, aunque hubiesen ya pasado cincuenta años. Sobre la amplia explanada cubierta de cemento blanco brillaba un magnífico monstruo, el anillo de dos kilómetros de diámetro del generador mesónico, rodeado por las torres de cristal de las instalaciones de regulación. ¡Y pensar que en un solo día, en una millonésima de segundo, todo había desaparecido! El resplandor fue visto a muchos centenares de kilómetros a la redonda, y la sacudida había sido registrada por todas las estaciones sísmicas del planeta.

— Los daños no son tan grandes — vino a decir Berkut como consuelo.

— Pensé que sólo quedaría la tierra desnuda.

— ¡Dios mío! — Repitió Iván Ivanovic rascándose la barba sin afeitar y dijo—: Allí está la instalación de los relés, yo mismo la construí… y la factoría de Ceboksarov… No queda nada.

— Bueno — dijo Poliessov—, ignoro lo que busca usted, pero ahora enviaré a los kiber. En todo caso necesitaré informaciones.

— Ah, sí, informaciones — murmuró Iván Ivanovic—. Aquí estoy.

— Muy bien — consintió Berkut—. Pero mientras desayunemos.

Poliessov giró los interruptores. Desde la pantalla se veía a los exploradores saltar a tierra, correr por la Pendiente de la cuenca y desaparecer entre las ruinas. Poliessov sacó entonces unas cajitas y pan de un paquete impermeable. Los tres se pusieron a comer, bebiendo café caliente de un termo.

— ¿Dónde estabas durantes la explosión, Iván Ivanovic? — preguntó Berkut.

— En Lantanida.

— Has sido afortunado.

— No sólo yo, por suerte — prosiguió Iván Ivanovic—. Aquí no había casi nadie. El laboratorio era teledirigido… Miren a nuestro piloto…

Berkut se volvió. Poliessov dormía con la cabeza apoyada sobre el tablero de mandos, apretando entre las rodillas el termo del café.

— Está agotado — dijo Iván Ivanovic.

Poliessov se despertó, arregló los platos, se apoyó en el respaldo y se durmió de nuevo. Pero Iván Ivanovic lanzó un grito de alegría:

— ¡Vuelven los exploradores!

Entre las ruinas calcinadas aparecieron brillantes puntos móviles. Poliessov se restregó los ojos y se estiró, haciendo sonar todas las articulaciones. Luego se inclinó sobre el cuadro y empezó a leer los registros.

— La radiación no es muy fuerte, veinticinco roentgen. Temperatura… Presión… Humedad… Todo normal. Albúmina. Bacterias…

— Bien por las bacterias — dijo Iván Ivanovic—. ¡Continúe!