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— Continuemos… Aquí está de nuevo la zona prohibida. Superficie aproximada de una hectárea. Los kiber han dado la vuelta y se han alejado. Y otra vez se veló la película.

— ¿Cómo es posible? ¿Otra vez la niebla azul?

— No. Bueno, no lo sé… Simplemente la zona prohibida.

— Déme las coordenadas, Piotr Vladimirovic — ordenó Berkut, echando una ojeada a Iván Ivanovic.

Este sacó rápidamente el plano y lo desplegó sobre sus rodillas.

Poliessov se puso a dictar.

— Justo — declaró Iván Ivanovic—, es precisamente ésa. Al sur de la torre de registro de las fases había una caseta de cemento. Una garita. Exacto.

Durante algunos minutos, Iván Ivanovic y Berkut se miraron en silencio. Poliessov veía los dedos temblorosos de Iván Ivanovic arrugar y alisar el papel rígido del plano. Berkut preguntó al fin:

— ¿Empezamos?

Iván Ivanovic se levantó, dándose con la cabeza contra el techo bajo de la cabina, sacudió la cabeza y abrió el armario donde estaban guardados los trajes de protección.

— ¡Espera! — Advirtió Berkut—. Piotr Vladimirovic, lleve la máquina hacia aquella zona… prohibida.

— ¿A la zona prohibida? — preguntó lentamente Poliessov.

Miró a la pantalla. Bajo el alto sol las ruinas yacían silenciosas y negras. El borde opuesto de la cuenca palpitaba con una niebla caliente. Ningún signo de vida, ninguna indicación de movimiento, sólo impalpables corrientes de aire caliente. Sin saber el motivo, Poliessov se acordó repentinamente del moho blanco y viscoso en los ojos del alce.

Alguien tiene que ser el primero — dijo Berkut—. Empezaremos nosotros.

Una hora después el «Tortuga» se detuvo a un centenar de metros al sur de la torre, masa de cemento fundido por el calor, de la que surgían las varas de la armadura de acero. La pantalla funcionaba perfectamente. Se distinguía sobre la tierra calcinada cada granito de arena. La tierra se levantaba a modo de trinchera baja, rodeando la torre desnuda de una construcción subterránea. La torre era gris, rugosa y tenía en el centro un agujero redondo y negro.

— ¿Es aquí? —preguntó Berkut.

— Sí —contestó Iván Ivanovic en voz baja.

Se vistieron con rapidez los trajes de protección. Antes de bajar la visera anti espectral del casco, Berkut indicó a Poliessov:

— Quédese en el tanque y mantenga el contacto por radio con nosotros. Si no lo consigue, no se deje dominar por el pánico. Y que no se le ocurra seguirnos…

Lo dijo en un tono decidido, lo que parecía extraño porque Poliessov siempre pensó que Berkut era un blando. Pero esta vez había hablado como hacía falta.

— Una cosa más. Si consigue establecer comunicación con Leming, cuéntele cómo van las cosas. Dígale que todo va bien. Hasta la vista.

Bajaron del tanque, Berkut el primero, seguido de Iván Ivanovic, con una cuerda enrollada a la espalda. Poliessov les vio pasar el terraplén, caminar sobre el cemento; se pararon sobre el agujero negro. Parecían buzos con sus trajes amarillos y deslucidos y con aquellos grandes cascos.

Iván Ivanovic lanzó la cuerda y ató un extremo al cemento.

Berkut preguntó:

— Piotr Vladimirovic, ¿me escucha? Poliessov le contestó que le oía muy bien.

— Sobre todo, no se preocupe, Piotr Vladimirovic. Todo saldrá bien. Inspeccionaremos los locales de abajo y volveremos inmediatamente.

— Vamos, vamos — interrumpió impaciente Iván Ivanovic.

Fue el primero en descender. Poliessov le oyó jadear y murmurar a media voz. Berkut estaba inclinado, con las manos apoyadas en las rodillas, — Hecho — dijo Iván Ivanovic—. Estoy sobre el pavimento. Baje, Berkut.

Berkut hizo una señal con la mano a Poliessov y desapareció también por el agujero. Durante cinco minutos calló.

El primero en hablar fue Berkut.

— ¿Qué es eso?

— Un simple transformador — contestó Iván Ivanovic—. Pero muy viejo.

— Parece como si lo hubiesen masticado — comentó Berkut.

Los físicos se callaron. Le pareció a Poliessov como si alguien respirase pesadamente en el micrófono. Elevó el volumen. Una especie de asmático aspiraba y espiraba rítmicamente el aire.

— ¿Qué tal va? — preguntó Poliessov por su cuenta.

La voz de Berkut llegó sofocada pero distinta:

— Todo va bien, Piotr Vladimirovic. Proseguimos.

El receptor graznó y quedó en silencio. Poliessov sacó del bolsillo un tubito de esporamina, se tragó una pastilla y miró la pantalla. Más allá del terraplén cercano al borde del bosque se esparcían fragmentos retorcidos. Los trozos de acero brillaban al sol. Era el Galatea, un avión cohete automático enviado al epicentro en misión de reconocimiento un mes antes. El Galatea había estallado sobre el epicentro por causas desconocidas. Desde entonces, Leming había prohibido los reconocimientos aéreos. Poliessov dijo en el altavoz:

— Tovarich Berkut, ¿me oye? ¡Iván Ivanovic!

No tuvo respuesta. Pensó que quizá necesitaba salir al exterior. Pero decidió intentar otra vez la comunicación con Lantanida.

Apretó la tecla de sincronización. De pronto el silencio fue interrumpido.

— «¿Tortuga?» " ¡Tortuga!» — Gritó alguien—. ¡Conteste, «Tortuga»!

— «Tortuga» a la escucha — dijo con rabia Poliessov.

— ¿«Tortuga»? Soy Leming. ¿Dónde han ido ustedes a parar? ¿Por qué no contestaban?

Poliessov declaró que no conseguía establecer el contacto.

— ¿Dónde se encuentran?

— Sobre el epicentro.

Siguió un breve silencio, tras el cual Leming, visiblemente tranquilizado, se informó:

— ¿Qué han encontrado?

— ¿Qué? —preguntó Poliessov.

— ¿Cómo que qué? El «motor del tiempo», naturalmente. ¿Eres tú, Berkut?

Poliessov contestó que no era Berkut, y que Berkut e Iván Ivanovic habían descendido a un cierto subterráneo y que él, Poliessov, no sabía de qué «motor del tiempo» se trataba.

— No importa — exclamó impaciente Leming—. Esos idiotas se han empeñado en bajar… Luego les arreglaré las cuentas. Oiga, piloto, conduzca la máquina ahora mismo lo más lejos posible de ese… subterráneo y aguarde. ¿Ha comprendido? Aléjese y espere.

— Comprendido — repitió Poliessov—, alejar la máquina y esperar.

— Actúe. ¿No hay enlace con Berkut?

Poliessov reflexionó e interrumpió la comunicación.

— Motor del tiempo — dijo en voz alta.

— Muy bien.

Se levantó, vistióse el traje y salió de la máquina. Los pies se le hundían hasta los tobillos en el polvo negro. Tras subir a la cúpula de cemento, se acercó al agujero. La delgada cuerda desaparecía en una oscuridad infernal. Poliessov se volvió. El «Tortuga» quedaba tras el terraplén, mirándole con los ojos brillantes y saltones de los faros. Poliessov se arrodilló para deslizarse por el agujero con todos los músculos en tensión.

Abajo, la oscuridad era absoluta. Poliessov encendió el faro del casco. La mancha luminosa se arrastró sobre los rugosos muros, sobre los restos de los aparatos destrozados, sobre el pavimento cubierto por un estrato de polvo finísimo. Más adelante, Poliessov vio huellas en el polvo y continuó rápido hacia adelante evitando los amontonamientos de restos, tropezando en los hilos rotos. Oyó de nuevo por el radioteléfono a alguien que respiraba de forma ronca y rítmica.

Una esquina. Un corredor largo y estrecho. Otra esquina. Poliessov rodó por una escalera metálica. Experimentó de nuevo en la punta de los dedos la conocida sensación de: centenares de agujas microscópicas que penetraban bajo la piel. Poliessov empezó a correr. Otra escalera, otro corredor. El estertor rítmico en los auriculares se convirtió en un sonido muy potente y terrible. O-o-o… A-a-a…