Выбрать главу

— No, más bien — dijo Poliessov. Se había acordado de que las agujas de los aparatos que controlaban la carga de los campos magnéticos se movían espasmódicamente.

— Más bien — repitió—. Gracias… ¿Y los otros motores?

— Los otros, por ahora, están inactivos — dijo Berkut— Pero por ahora con éste nos basta.

— Construiremos una ciudad laboratorio — murmuró Iván Ivanovic, mirando fijamente a la pantalla—. ¡Cómo trabajaremos, Dios mío! — Se volvió hacia Poliessov y le dijo—: Hay que conocer la mecánica causal, jovencito. Sus principios se enseñan ya en la escuela.

— No es verdad — cortó Berkut.

— Sí, lo es. Mi sobrinito así me lo ha dicho. Pero no se trata de esto. Tengo una proposición que hacerle, Poliessov. Nos hará falta aquí un piloto con los nervios templados.

— No — contestó Poliessov—. Lo siento, pero debo regresar al «Mercurio». También allí necesitan pilotos con los nervios templados. Iván Ivanovic arqueó las cejas.

— Haga lo que mejor le parezca — murmuró. —Ya están aquí —dijo Berkut.

Del otro lado de la taiga, uno tras otro, aparecieron silenciosamente unos pájaros plateados, sobrevolaron a escasa altura la tierra negra y se posaron plegando las alas. Se abrieron las portillas y empezaron a saltar de ellos hombres con trajes protectores amarillos y grandes cascos.

— Akopian — dijo Berkut—. Vamos, compañeros.

Valentina Zuravleva

El Capitán de la Astronave «Polus»

Soy un médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos. Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astro psiquiatría, como se llama hoy. El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido entre 1970 y 1980. Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año, y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se hacían desde los cohetes, sino desde observatorios especiales instalados sobre satélites artificiales. ¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo creador al que estaban acostumbrados. Fue entonces cuando se pensó en formar las tripulaciones con individuos que tuviesen alguna afición, no importaba cuál mientras les mantuviese ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban todo su tiempo a la poesía. En los formularios que los astronautas debían rellenar fue añadido el famoso punto 12: «¿Cuál es su hobby?»

Pocos años después, con la entrada de la humanidad en la época de los vuelos interestelares, el problema se hizo aún más agudo. En efecto, pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes atomiónicos, que hacían el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más cercanas, viajaban durante años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo con la elevada velocidad de los cohetes, pero de todos modos los viajes duraban ocho, doce y a veces veinte años…

Pero estoy divagando y aún no he empezado mi historia… El punto 12 es el objeto de mi trabajo científico. Y es justamente la historia del punto 12 la que me ha traído aquí, al Archivo Central de Astronáutica.

La misma tarde del día en que llegué, tuve un coloquio con el director del archivo, un hombre joven todavía, a quien el estallido del depósito de combustible de un cohete casi había privado de la vista. Llevaba lentes de contacto de un azul opaco que le escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.

— Bien — dijo, después de haberme escuchado—, desea usted empezar con el material del sector O-14… Ah, perdone, esta es nuestra clasificación interna y no le dice nada. Me referí a la primera expedición a la estrella de Barnard.

Para vergüenza mía debo confesar que no sabía casi nada de tal expedición.

— Sí —continuó el director—, la historia de Jean Zarubin, comandante de la expedición, resolverá muchas de las cuestiones que le interesan. Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen trabajo!

Tras los lentes azules, los ojos no eran visibles, pero la voz tenía un tono triste.

El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido. Pero alguien había restaurado el resto cuidadosamente; se habían adjuntado fotocopias de rayos infrarrojos, cubierto el papel con una película de plástico transparente que se presentaba lisa al tacto y resistente.

La ventana daba sobre el mar. Fuera, las olas crujían dulcemente como páginas deshojadas de un libro…

En la época en que fue realizada, la expedición a la estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada. Distancia: seis años luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en fase de aceleración y la otra mitad en fase de deceleración; aunque este sistema permitía alcanzar una velocidad superior a la de la luz, el vuelo de ida y vuelta requería unos catorce años. Para la tripulación el tiempo aún sería menor y los catorce años se habrían reducido a unos cuarenta meses reales. Un período en sí no excesivamente largo, pero con el peligro de que el motor debía trabajar casi constantemente a pleno régimen durante treinta y ocho meses, de los cuarenta, y el combustible era limitado. Un retraso cualquiera significaba, pues, el fin de la expedición.

Hoy parece una insensatez esta decisión de partir hacia el cosmos con peligro de quedarse sin reservas de combustible, pero entonces no era posible otra cosa. Las naves espaciales no podían cargar más de lo que los ingenieros conseguían colocar en sus compartimentos…

Leo el texto de la reunión del comité encargado de escoger la tripulación. Se presentan candidatos y el comité los rechaza siempre, porque el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán debe ser a la vez un óptimo ingeniero, porque debe reunir una excepcional resistencia, una audacia casi desatinada. Y de pronto, todos asienten.

Vuelvo la página. Empiezan las notas personales del capitán Jean Zarubin.

Zarubin. El apellido es ruso. ¿Por qué Jean? Me hago esa pregunta y al punto hallo la respuesta. El padre, Zarubin, es un ingeniero ruso. La madre es una pintora francesa.

Tres páginas más y empiezo a comprender el motivo de que Jean Zarubin fuese nombrado por unanimidad comandante del «Polus». Era un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría sabiduría del científico y el fogoso temperamento del luchador. Por ello le habían destinado a las más arriesgadas empresas. Sabía salir de las situaciones más arduas y desesperadas. Era justamente el hombre apto para una expedición que muchos consideraban de antemano condenada al fracaso.

Encuentro las fotografías de la tripulación del «Polus». Son fotografías en blanco y negro, en dos dimensiones. El capitán tenía entonces treinta y ocho años. En la fotografía aparece más viejo: una cara llena, ligeramente grueso con anchos pómulos, labios fuertemente apretados, nariz aguileña, pelo rizado y seguramente muy suave y ojos extraños. Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero en los que vagaba una luz impertinente, descarada…

Los restantes astronautas eran más jóvenes. Los ingenieros, marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban siempre juntos. El piloto tenía una mirada absorta de músico. El médico de a bordo era una muchacha: quizá yo también tenía aquel aspecto serio en la primera fotografía que me hicieron al ingresar en la Flota Astral. El astrofísico mostraba una mirada obstinada sobre un rostro manchado de quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso en Dion, satélite de Saturno.