Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es un compositor; la pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstinadamente las lenguas, ya posee cinco a la perfección entre las cuales el latín y el griego antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas…
La pregunta 12 también halla respuesta en el formulario del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había topado con nada semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura: es natural considerando que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no, se interesa por otra cosa. Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media, con recuperar la composición de sus colores, sus mezclas. Y hace investigaciones químicas, siempre con la obstinación del científico y el temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes, seis destinos distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás le quieren, tienen fe en él, le imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos, imperturbables y desenfrenadamente audaces.
Partida. El «Polus» apunta hacia la estrella de Barnard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles… El cohete está en fase de aceleración, se nota continuamente la sobrecarga. Durante los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condiciones del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere poco tiempo. Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones; el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero, el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original…
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard aumentando progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico funciona tal como estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado, ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso.
Durante el octavo mes de vuelo se verificó una variación en el régimen de trabajo del reactor con el consiguiente aumento del consumo de combustible. En el diario de a bordo apareció una breve anotación: «No sabemos la causa de tal reacción accesoria».
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebufan impacientes batiendo la costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento de que los hechos se desarrollaron así:
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido oscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador. El capitán examinaba atentamente una probeta que contenía un polvo rojo oscuro. Se abrió la puerta. La llama del quemador tembló. El capitán se volvió. En la entrada se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre que sabía controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña, sonora, desacostumbradamente firme. El ingeniero intentaba mantener la calma, pero no lo conseguía.
— Siéntate, Nikolaj — el capitán le acercó una butaca—. He hecho estos cálculos ayer y he obtenido el mismo resultado. Por lo tanto, siéntate.
— ¿Es ya la hora?
El capitán miró el reloj.
— Faltan cincuenta y cinco minutos para la cena. Tenemos tiempo de hablar. Avisa a todos, por favor.
— Muy bien — contestó mecánicamente el ingeniero—. Se lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán. La velocidad del «Polus» aumentaba segundo a segundo y había que tomar inmediatamente una decisión.
— Mira — explicó el capitán, acercándole la probeta—. Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endiabladamente seductor. Pero suele oscurecerse a la luz… Ya lo he encontrado; todo el secreto está en el grado de dispersión…
Y se extendió en una disertación acerca de cómo había conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero le escuchó con impaciencia, atormentando la probeta con las manos, y con los ojos fijos en el reloj de la pared: treinta segundos, la velocidad había aumentado en dos kilómetros por segundo; un minuto más y habría aumentado otros cuatro kilómetros por segundo…
— Me voy — dijo por fin—, debo advertir a los otros, Mientras descendía la escalerita comprendió de pronto que no tenía prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina, introdujo distraídamente las probetas en el trípode y pensó con una sonrisa: «El pánico es como una reacción en cadena. Todo lo que le es extraño, lo retrasa… "
Diez minutos después, el capitán bajó al salón. Cinco personas le saludaron poniéndose en pie. Y por el modo de levantarse, por el hecho de que todos llevaban el uniforme de los astronautas, cosa que sucedía raras veces y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán comprendió que ya no era necesario explicar la situación.
— Bueno — murmuró—, parece que sólo yo me he olvidado de ponerme el uniforme… Nadie sonrió.
— Sentémonos — indicó el capitán—. Consejo de guerra. Como está prescrito, que hable primero el más joven: Lenocka, ¿qué debemos hacer? ¿Qué piensa de la situación?
La muchacha contestó con toda seriedad:
— Soy médico, Jean Pavlovic, y nuestro problema es, ante todo, técnico. Permítame expresar mi opinión después.
El capitán asintió con la cabeza.
— De acuerdo, Oigamos a Sergej.
El astrofísico abrió los brazos:
— Tampoco concierne a mi especialidad. No tengo una opinión bien definida, pero sé que el combustible debería bastar para alcanzar la estrella de Barnard. ¿Por qué volver a mitad de camino?
— ¿Por qué? —Repitió, a su vez, el capitán—. Porque desde allí ya no podríamos volver. Desde la mitad del trayecto, sí; desde la estrella de Barnard, no.
— No lo comprendo — insistió el astrofísico, pensativo—. ¿Por qué no? Nos vendrían a buscar. Verán que no volveremos y vendrán por nosotros. La astronáutica está en continuo desarrollo.
— Sí —contestó, riendo, el capitán—. Pero hará falta tiempo… Por lo tanto, es usted del parecer de continuar…, ¿no es así? Bueno. Ahora usted, Georgej. ¿Entra el asunto dentro de su especialidad?
El piloto saltó en pie, separando la butaca.
— Siéntese — ordenó el capitán—. Siéntese y hable con calma. No salte. ¿Y bien?
— ¡No debemos volver! — El piloto casi gritaba—. Hay que seguir adelante… ¡Adelante a través de lo imposible! ¿Cómo podemos pensar en volver? Sabíamos que la expedición era muy difícil. Lo sabíamos, ¿no? Y ahora, en cuanto surge la primera dificultad, ¡se habla de volver! ¡No, no, adelante!
— Adelante a través de lo imposible — murmuró el capitán—. Bien dicho… ¿Qué opinan los ingenieros? ¿Nina Vladimirovna? ¿Nikolaj?
El ingeniero miró a su mujer. Esta hizo un gesto y él tomó la palabra. Habló con calma, como si pensase en voz alta.