— Nuestro vuelo a la estrella de Barnard es una expedición científica. Si entre todos podemos saber algo nuevo, si hacemos algún descubrimiento, nuestro esfuerzo habrá sido útil. Pero este esfuerzo sólo será verdaderamente útil si nuestro descubrimiento es conocido por otros hombres, por la Humanidad. Si llegamos hasta la estrella de Barnard y luego no es posible volver atrás, ¿qué valor tendrán nuestros descubrimientos? Sergej ha dicho que al final alguien nos vendrá a recoger. Lo admito. Pero entonces, el mérito será suyo, de quienes vengan a recogernos. ¿Qué méritos tendremos nosotros? ¿Qué hará por la Humanidad nuestra expedición?… En una palabra, sólo produciremos molestias. Sí, molestias. En la Tierra esperarán nuestro regreso, y lo harán en vano. Si volvemos inmediatamente, la pérdida de tiempo se reducirá al mínimo. Partirá una nueva expedición. Quizá seamos nosotros mismos. Habremos perdido, eso sí, algunos años. Pero, por el contrario, proporcionaremos a la Tierra el material recogido. Pero ahora no tenemos esa posibilidad… ¿Continuar? ¿Para qué? Nina y yo nos oponemos. Hay que volver en el acto.
Siguió un largo silencio. Luego, la muchacha preguntó:
— ¿Qué piensa usted, capitán? Zarubin sonrió con tristeza.
— Creo que nuestros ingenieros tienen razón. Las bellas palabras sólo son palabras. Y el buen sentido, la lógica, el cálculo, están de parte de los ingenieros. Hemos venido a hacer descubrimientos. Si la Tierra no tiene noticia de ellos, no valdrán nada. Nikolaj tiene razón, toda la razón.
El capitán se levantó y atravesó pesadamente la cabina. Era difícil caminar. La sobrecarga tres veces mayor, provocada por la aceleración del cohete, dificultaba los movimientos.
— Cabe también la espera de un socorro — continuó—. Quedan dos soluciones. La primera es volver a la Tierra; la segunda es alcanzar la estrella de Barnard…, y luego, regresar de algún modo. Regresar, pese a la pérdida de combustible.
— ¿Cómo? — preguntó el ingeniero. Zarubin se acercó a la butaca, se sentó e hizo una pausa antes de contestar.
— No lo sé. Pero tenemos tiempo. Para llegar a la estrella de Barnard aún faltan once meses. Si ustedes deciden que volvamos ahora, lo haremos. Pero si creen que durante esos once meses yo puedo pensar, inventar, descubrir alguna cosa que nos permita resolver esta situación, entonces…, ¡adelante a través de lo imposible! Esto es todo, amigos… ¿Qué les parece? ¿Lenocka?
La muchacha le miró con malicia.
— Como todos los hombres, es usted muy listo. Apostaría algo a que ya tiene preparada alguna solución. El capitán soltó una carcajada.
— ¡Perdería! Aún no he encontrado nada. Pero lo encontraré, estoy seguro.
— Lo creemos. Estamos convencidos de ello. — El ingeniero calló un momento—. Aunque no puedo imaginar cómo saldremos de este embrollo. Nos queda el dieciocho por ciento del carburante. El dieciocho por ciento, en vez del cincuenta… Pero después de lo que ha dicho, capitán, es suficiente. Vamos a la estrella de Barnard. Como dice Georgej, ¡adelante a través de lo imposible!
…Las ventanas se abren sin ruido. El viento vuelve las páginas, atraviesa la habitación, llenándola con el fresco olor del mar. Ese olor es algo maravilloso. En los cohetes no existe. Los acondicionadores depuran el aire, mantienen la humedad necesaria, la temperatura conveniente. Pero el aire acondicionado no tiene sabor, como el agua destilada. Se han probado muchas veces generadores de olores artificiales, pero hasta ahora sin resultados satisfactorios. El olor común del aire terrestre es demasiado complejo y no es fácil reproducirlo. Ahora, por ejemplo… Siento el olor del mar, de las húmedas hojas otoñales, de perfumes apenas perceptibles. A veces, cuando el viento se hace más fuerte, percibo el olor de la tierra y hasta el débil perfume de los colores.
El viento vuelve las páginas… ¿Con qué contaría el capitán? Soy médico, he volado y sé que no suceden milagros. Cuando el «Polus» llegase a la estrella de Barnard, sólo le quedaría el dieciocho por ciento de combustible. El dieciocho en vez del cincuenta…
A la mañana siguiente rogué al director que me enseñase los cuadros de Zarubin.
— Hay que subir arriba — explicó—, ¿Ya lo ha leído todo?
Escuchó mi respuesta y asintió con la cabeza.
— Lo comprendo. Yo también lo pensaba. Desde aquel momento, la historia empieza a tener un carácter excepcional. Sí, el capitán asumió una gran responsabilidad…
Calló durante largo rato, mordiéndose los labios. Luego se levantó y se ajustó las gafas.
— Bueno, vamos.
El director cojeaba. Recorrimos lentamente los corredores del Archivo.
— Leerá otras cosas sobre el particular — dijo el director—. Si no me equivoco, segundo volumen, página cien y siguientes. Zarubin quería descubrir el secreto de los maestros italianos del Renacimiento. A partir del siglo XVIII empezó la decadencia de la pintura al óleo, desde el punto de vista de la técnica de los colores, quiero decir. Muchas cosas se consideraron irremediablemente perdidas. Los pintores ya no sabían obtener colores luminosos y al mismo tiempo persistentes. Particularmente, en lo que respecta al celeste y al azul. Zarubin..
Los cuadros de Zarubin estaban reunidos en una estrecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo, azul, verde…
— Son estudios para probar los colores — explicó el director—. Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ultramarino.
En un cielo azul volaban juntas dos delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba pintado en azul. Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El cielo aparecía nocturno, azul oscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro y transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto. En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes, violetas. Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras veces, dulces, tenues, transparentes. En comparación, el estudio de Degas: Las bailarinas azules hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores.
Admiré luego otros cuadros. Estudio en tonos rojos dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un caos de sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio en tonos ocres: amontonamientos de rocas oscuras, severas. Estudio en tonos verdes: un bosque irreal, mágico…
— Zarubin fantaseaba — dijo el director—. Al principio pretendía probar los colores. Pero después…
SI director calló. Miré los azules, impenetrables cristales de sus gafas.
— Siga leyendo — dijo, por fin, en voz baja—. Luego le enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá…
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las cosas principales y adelante, adelante…
El «Polus» continuó su viaje. La velocidad del cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en régimen de deceleración. A juzgar por las breves notas del diario de a bordo, todo seguía normalmente, ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al capitán la promesa hecha. Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí mismo y alegre. Como antes, dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los colores y pintaba estudios…
El cohete alcanzó la estrella de Barnard diecinueve meses después de su partida. Cerca de la débil estrella rosada se descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas a las de la Tierra, pero cubierto de hielos. El «Polus» se preparó a posarse sobre él. El flujo de iones emitido por las toberas del cohete fundió los hielos y el primer intento no tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado… Por fin, tras seis tentativas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.