…Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al director. Recordaba que me había hablado de otros cuadros de Zarubin.
El director no dormía.
— Sabía que iba a venir — me dijo, poniéndose las gafas—. Vamos, es aquí cerca.
En la habitación contigua, iluminada con lámparas fluorescentes, estaban colgados dos pequeños cuadros. En un primer momento creí que el director se había equivocado. Me parecía que Zarubin nunca pintaría cuadros semejantes. No se asemejaban en nada a los que había visto durante el día, no eran estudios de colores ni temas fantásticos. Eran dos paisajes comunes. Uno representaba una calle y un árbol; el otro, el margen de un bosque.
— Sí, son de Zarubin — afirmó el director, como si hubiese adivinado mis pensamientos—. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue una solución dura, pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta, como ex astronauta. — El director se ajustó las gafas azules y guardó silencio—. Y luego Zarubin hizo…, ya sabe… En cuatro semanas suministró una energía calculada para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al «Polus» a su ruta exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad inferior a la de la luz, y empezó la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de la nave. Pero los micro reactores de Zarubin ya no producían energía. Todo había terminado… Fue entonces cuando Zarubin pintó estos cuadros… Amaba a la Tierra, la vida…
Un cuadro representaba una calle, una calle en cuesta en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina retorcida, pintada al estilo de Jules Dubre, al estilo de la escuela de Barbizon: chaparra, nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes despeinadas. En la cuneta lateral descansa una gran piedra, y parece como si un momento antes algún viandante se hubiese sentado en ella… Cada detalle está pintado con cariño, con amor, con una riqueza poco común de colores y matices.
El otro cuadro no está terminado. Representa un bosque en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor… Sorprendentes tonalidades doradas… Zarubin conocía el alma de los colores.
— Yo traje estos cuadros a la Tierra — dijo el director, casi en un murmullo. — ¿Usted?
— Sí.
Su voz era triste, como si traicionase un sentimiento de culpa.
— El material que ha examinado no tiene conclusión. El resto se refiere a otras expediciones El «Polus» llegó a la Tierra y en el acto fue enviada una expedición de socorro. Durante el viaje tuvimos una avería… — el director levantó una mano hasta sus lentes—. Pero llegamos Descubrimos la bodega, los cuadros… También encontramos una nota del capitán…
— ¿Qué decía?
— Sólo unas palabras: ADELANTE, A TRAVÉS DE LO IMPOSIBLE.
Vladimir Savcenko
El despertar del profesor Bern
En 1952, cuando el mundo estaba oprimido por la mayor estupidez del siglo XX, la llamada «guerra fría», el profesor Bern citó ante un numeroso público esta frase poco alegre del gran Einstein:
— Si en la tercera guerra mundial se le ocurre a alguien utilizar bombas atómicas, en la cuarta sólo se podrán emplear piedras…
En los labios de Bern, considerado como «el científico universal del siglo XX», aquellas palabras adquirieron un significado más profundo. Por este motivo le enviaron muchísimas cartas, pero Bern ya no estaba en condiciones de contestar. En efecto, en otoño de aquel mismo año pereció en el curso de su segunda expedición geofísica al Asia central.
El ingeniero Nimayer, superviviente de la pequeña expedición, contó más tarde todo cuanto sigue:
— Estábamos transportando nuestra base en helicópteros al interior del desierto de Gobi. Después de cargar los aparatos y los explosivos para las investigaciones sismológicas, el profesor partió con el primer vuelo. Yo me quedé atrás para custodiar el resto del material. Apenas el helicóptero había despegado, se produjeron averías en el motor, que empezó a repicar. El helicóptero aún no había podido tomar velocidad, y cayó a plomo desde una altura de algunos centenares de metros. En cuanto el aparato tocó tierra, se produjo una fuerte explosión y dos detonaciones. El descenso debió ser tan rápido que, a causa del choque contra el suelo, la dinamita explotó. El helicóptero, todo su cargamento y el profesor Bern quedaron literalmente pulverizados.
Nimayer repetía este relato palabra por palabra, sin añadir ni quitar nada, a todos los corresponsales de los periódicos que le asediaban. Los especialistas le creyeron. Efectivamente, el descenso de un helicóptero cargado, en el aire recalentado y enrarecido de un desierto situado a gran altura, debía efectuarse con una velocidad muy por encima de lo normal. Un choque podía tener trágicas consecuencias. La comisión llegada en avión al lugar del desastre confirmó tales suposiciones.
Pero Nimayer sabía que, en realidad, todo sucedió de forma muy diferente. Pero ni siquiera al morir traicionó el secreto del profesor Bern.
La parte del desierto de Gobi que alcanzó la expedición del profesor Bern no difería del área circundante. Existían las mismas ondulaciones sobre la arena que indicaban la dirección del último viento que las había levantado; la misma arena amarillo-gris que chirriaba bajo los pies y entre los dientes; el mismo sol, de una blancura cegadora durante el día y purpúreo por la tarde, que describía una trayectoria casi vertical en el cielo. No se veía ni un arbusto, ni un pájaro, ni una nubécula, ni siquiera una piedrecilla sobre la arena.
El profesor Bern quemó la página de su libreta de apuntes donde estaban escritas las coordenadas de aquel lugar, en cuanto los exploradores hubieron encontrado el pozo excavado en la precedente expedición. Aquel punto del desierto difería de los otros únicamente en el hecho de que allí se encontraban dos personas, Bern y Nimayer, sentados sobre dos taburetes plegables delante de la tienda. En las cercanías brillaban el cuerpo plateado y las palas de las hélices del helicóptero, que parecía una enorme libélula que descansase sobre la arena del desierto. El sol esparcía sus últimos rayos casi horizontalmente, de forma que la tienda y el helicóptero proyectaban largas sombras fantásticas, que sobrepasaban la línea de las dunas.
Bern explicaba a Nimayer:
— Mucho tiempo atrás, un médico medieval propuso un método muy sencillo para prolongar la vida indefinidamente. Bastaba con hacerse congelar y conservarse en tal estado durante noventa años en algún subterráneo, para luego resucitar al calentarse. De esta manera se podría vivir una decena de años en el nuevo siglo y congelarse de nuevo para esperar tiempos mejores… Es verdad que el médico, se ignora el motivo, no quiso prolongar su propia vida durante mil años y falleció de muerte natural hacia los sesenta. — Bern guiñó, con malicia, los ojos, limpió la boquilla y volvió a meter otro cigarrillo—. Y eso, en el medioevo… Nuestro increíble siglo XX no hace otra cosa que convertir en realidad las ideas más alocadas de la edad media. El radio se ha convertido en la piedra filosofal que puede transformar el mercurio y el plomo en oro. No hemos inventado el movimiento continuo, esto es contrario a las leyes de la naturaleza, pero hemos descubierto fuentes eternas y auto generadoras de energía nuclear… En el año mil, casi toda Europa aguardaba el fin del mundo, pero si en aquellos tiempos la razón de aquella espera sólo se debía al significado cabalístico de la cifra mil y a la fe ciega en el Apocalipsis, la idea del «fin del mundo» tiene hoy una base sólida gracias a la bomba atómica y la bomba de hidrógeno… Pero si estaba hablando de hibernación… Aquella idea ingenua del médico medieval ha adquirido también hoy un significado científico.