— Perdone, profesor — exclamó Nimayer—. No pretenderá afirmar que sobre la Tierra existen sólo locos y suicidas…
— Tiene usted razón — admitió Bern, con una sonrisa amarga—. Pero un solo loco puede provocar tantas desgracias, que mil sabios no serán suficientes para salvar a la Humanidad. Me limito a afirmar que habrá otra Humanidad. El relé de mi instalación — y Bern hizo un gesto en dirección al pozo— contiene el isótopo radiactivo de carbono con un período de semi escisión de unos ocho mil años. El relé ha sido calculado de forma que se agote dentro de ciento ochenta siglos; al término de este período, la radiación del isótopo quedará reducida de tal modo, que las laminitas del electroscopio se unirán y cerrarán el circuito. Mientras, este desierto muerto será otra vez una región subtropical floreciente, para ofrecer las mejores condiciones de vida a los nuevos simios antropoides.
Nimayer se incorporó de un salto y empezó a hablar con agitación:
— De acuerdo. Los belicistas son unos insensatos. Pero, ¿y usted? ¿Y su decisión de permanecer congelado durante dieciocho mil años?
— ¿«Congelado»? ¿Por qué simplificar así las cosas? — Preguntó, tranquilamente, Bern—. Se trata de un fenómeno complejo de muerte reversible: enfriamiento, modorra, anabiosis…
— ¡Es un suicidio! — Gritó Nimayer—. No conseguirá persuadirme. Aún hay tiempo…
— No. El riesgo no es superior al de cualquier experimento complicado. Recuerde que hace unos cuarenta años, en la tundra siberiana se encontró en un estado de congelación eterna el cuerpo de un mamut. Su carne estaba tan bien conservada, que los perros se la comieron muy a gusto. Si el cuerpo de un mamut ha podido conservar su frescor en condiciones naturales durante decenas de miles de años, ¿por qué no puedo conservarme, en condiciones científicamente calculadas y controladas? Además, nuestros termo elementos semiconductores de último modelo pueden transformar el calor en corriente eléctrica y, además, resolverán el enfriamiento. Supongo que no me traicionarán durante esos dieciocho mil años, ¿no le parece?
Nimayer se encogió de hombros.
— Los termo elementos no le traicionarán, de acuerdo. Son dispositivos de una extrema sencillez; además, las condiciones mismas del pozo no pueden ser más favorables: variaciones muy reducidas de temperatura, ausencia de humedad… Se puede apostar que resistirán tanto como el mamut. Pero hay otros aparatos, ¿no es verdad? Si en el curso de los dieciocho mil años se rompe uno solo de ellos…
Bern se enderezó, — Estos aparatos no están obligados a resistir todo este tiempo. Sólo deberán funcionar dos veces: mañana y dentro de ciento ochenta siglos, al principio del próximo ciclo de vida de nuestro planeta. El resto del tiempo permanecerán conservados en la cámara junto a mí.
— Dígame, profesor, ¿continúa creyendo realmente en el fin de nuestra Humanidad?
— Es horrible hacerlo — respondió, pensativo, Bern—. Pero además de científico soy también hombre. Y por eso quiero actuar por mi cuenta… Bien, vamos ahora a dormir. Mañana nos espera un gran trabajo.
A pesar del cansancio, Nimayer durmió mal aquella noche. El calor o la impresión que le habían causado las palabras del profesor habían excitado su cerebro y el sueño no llegaba. Apenas los primeros rayos del sol tocaron la tienda, se levantó turbado. Bern, acostado junto a él, abrió los ojos instantáneamente.
— ¿Empezamos?
Desde la fresca profundidad del pozo se veía un trocito de cielo extraordinariamente azul. El estrecho pozo se ensanchaba en la parte inferior, donde estaba preparada, en un nicho, la instalación que Nimayer y Bern habían montado durante los últimos días, enlazada por medio de algunos cables con los termo elementos dispuestos en las paredes arenosas del pozo.
Bern comprobó por última vez el funcionamiento de todos los aparatos de la cámara. Siguiendo sus indicaciones, Nimayer practicó en la parte superior del pozo una pequeña excavación, introdujo dentro la carga y empalmó los hilos con la cámara. Con ello, todos los preparativos quedaron terminados y los dos hombres salieron a la superficie. El profesor encendió un cigarrillo y miró a su alrededor.
— El desierto tiene hoy un buen aspecto, ¿no es verdad?… Mi querido ayudante, parece que todo está dispuesto. Dentro de algunas horas suspenderé mi vida, hecho que usted, con absoluta falta de agudeza, ha llamado un suicidio. Tiene que considerar las cosas más sencillamente. La vida, esta cosa misteriosa cuyo sentido se intenta hallar constantemente, sólo es una breve línea en la cinta infinita del tiempo. Quiero que mi vida consista en dos de esas líneas. Bien, dígame algo como despedida, no ponga esa cara.
Nimayer se mordió el labio.
— No sé, de veras… Apenas puedo creer que lo consiga. Me da miedo creerlo.
— ¡Pues ha logrado reducir mucho mi aprensión! — exclamó, con una sonrisa, Bern—. Cuando alguien se preocupa por uno, se siente menos miedo. No nos amarguemos con largos adioses. Cuando vuelva arriba, explique la catástrofe del helicóptero tal como lo hemos acordado. Comprenda que el secreto más absoluto es la condición esencial de este, experimento. Dentro de quince días empezarán las borrascas invernales… Adiós… Pero no se quede mirándome así: ¡les sobreviviré a todos ustedes!
El profesor tendió la mano a Nimayer.
— ¿La cámara está calculada para una sola persona? — preguntó Nimayer, de repente.
— Sí, para una sola… — En el rostro del profesor apareció una expresión algo conmovida—. Creo que ahora empiezo a lamentar el no haberle convencido antes, Bern puso un pie en la escalerilla—. Dentro de quince minutos, aléjese. — Su cabeza canosa desapareció en ¡as profundidades del pozo.
Bern cerró la puerta a su espalda, se puso una escafandra especial con una infinidad de tubitos y se tendió sobre el lecho, una masa de plástico que moldeaba exactamente su cuerpo. Se movió un poco. No sentía la menor presión por ninguna parte. Delante de su rostro, sobre un soporte adecuado, difundían tranquilamente su luz las lamparitas de señalización, indicando que todos los aparatos estaban dispuestos.
El profesor buscó a tientas el botón del detonador y, tras un instante de vacilación, lo pulsó. Una leve sacudida: el sonido no había penetrado en la cámara. Ahora, el pozo estaba cegado. Con un último movimiento, Bern enchufó las bombas de enfriamiento y de narcosis, colocó los brazos en las cavidades correspondientes del «lecho» y, mirando la bolita brillante colocada, en el techo de la cámara, empezó a contar los segundos.
Nimayer vio salir del pozo una pequeña columna de arena y de polvo. La cámara de Bern estaba sepultada a una profundidad de quince metros bajo tierra… Nimayer miró en torno suyo y se sintió solitario y a disgusto en medio del desierto, repentinamente silencioso. Inmóvil por unos instantes, se dirigió con calma hacia el helicóptero.