Pero, al mismo tiempo, el científico era consciente que el largo aislamiento, la consentida limitación de su interés, le costaría una pérdida de fuerzas y de valor intelectuales. Su retiro voluntario le daba la probabilidad de concentrarse más, pero le mantenía, por otra parte, sepultado en una oscura habitación lejos de todas las cosas del mundo.
Estupendo aficionado, siempre había encontrado la serenidad en la pintura. Pero tampoco una composición compleja y estudiada en todos los detalles conseguía ahora vencer su tensión nerviosa. Satrov cerró el álbum con violencia, se levantó y tomó un paquete de usadas partituras. Poco después, el viejo armonio llenó la habitación con las notas melodiosas del intermedio de Brahms. Satrov tocaba mal y raras veces, pero elegía valerosamente las piezas de más difícil ejecución, tai vez porque solía tocar en soledad y para sí mismo. Mirando las notas con los ojos miopes semicerrados, el profesor recordó todos los detalles de su reciente viaje, un viaje extraordinario para una persona sedentaria como él.
Un antiguo alumno suyo pasado a la sección de astronomía había elaborado una original teoría sobre el movimiento del sistema solar en el espacio. Entre el profesor y Viktor (tal era el nombre del ex alumno) se habían establecido firmes relaciones de amistad. Al estallar la guerra, Viktor se había enrolado como voluntario y fue enviado a la Escuela de Carros Armados, donde siguió un largo curso de adiestramiento. Por aquella época había completado su teoría. A principios de 1943, Satrov había recibido de Viktor una carta, en la que el ex alumno le comunicaba haber conseguido llevar a buen término su trabajo, prometiendo enviarle un cuaderno con la exposición detallada de su teoría, en cuanto tuviese tiempo de hacer una copia. Pero aquélla había sido su última carta; pero después, su ex alumno murió en una grandiosa batalla de tanques.
Por eso, Satrov nunca recibió el cuaderno prometido.
Las activas gestiones emprendidas para recuperar un eventual pliego expedido a su nombre no dieron ningún resultado. El profesor se convenció por fin de que Viktor, enviado al frente con gran urgencia, no había tenido tiempo material de mantener su promesa. Inmediatamente después de la guerra, Satrov consiguió localizar al comandante del grupo de Viktor. Este había participado en la misma batalla en la que el ex alumno perdió la vida, y se encontraba hospitalizado en Leningrado, donde trabajaba Satrov. El militar le aseguró que el tanque de Viktor, pese a haber sido alcanzado de lleno, no se había incendiado; si, efectivamente, los papeles del difunto estaban allí, aún existía la esperanza de recuperarlos. Según el comandante, el tanque seguiría aún en el campo de batalla, porque la zona fue abundantemente minada.
El profesor se trasladó, junto con el comandante, al escenario de la muerte de Viktor.
Y ahora, como si salieran de las ajadas partituras, desfilaban delante de sus ojos las imágenes del viaje apenas terminado.
— ¡Quieto, profesor! ¡No dé un paso más! — gritó el comandante, a su espalda.
Satrov obedeció.
El campo, batido por el sol, estaba cubierto de gruesas yerbas. Gotas de escarcha brillaban sobre las hojas, sobre los pétalos aterciopelados de las blancas flores de olor dulzón, sobre las cónicas fiorituras de los epilobios. Con el calor del sol matutino, los insectos zumbaban atareados sobre el follaje. Más lejos, el bosque mutilado por los proyectiles tres años atrás extendía 1a sombra de su verdor, rota por desiguales y frecuentes claros, recuerdo de las heridas de guerra en lenta curación. El campo era un completo fermento de vida vegetal, pero bajo la hierba vigorosa, se escondía la muerte, aún no borrada, no vencida por el tiempo y por la naturaleza.
La hierba crecida rápidamente escondía la tierra herida, cubierta de proyectiles, minas y bombas, arada por las cadenas de los carros armados, sembrada de astillas y bañada de sangre…
Satrov vio los tanques destrozados. Semicubiertos por la hierba, aparecían mustios en medio del campo en flor, con chorros de herrumbre roja sobre la coraza destrozada, con los cañones apuntados hacia el cielo o inclinados hacia el suelo. A la derecha, en un pequeño declive, se perfilaban las masas negras de tres máquinas quemadas e inmóviles. Los cañones alemanes apuntaban a Satrov, como si un odio ya muerto todavía les obligase a apuntar rabiosamente sobre los blancos y jóvenes abedules del margen del bosque.
Más allá, sobre un pequeño alto, un carro se había volcado al embestir una máquina caída sobre un costado. Entre las matas de epilobios sólo se veía una parte de su torre con la cruz blanca sucia. A la izquierda, la manchada masa gris oscura de un «Ferdinand» doblaba hacia abajo su cañón, cuya boca se hundía en la espesa hierba.
El florido campo no estaba atravesado por ningún sendero; entre la espesa hierba no aparecía la menor huella de hombre o de animal, no se escuchaba ningún rumor. Sólo una garza, asustada, dejaba escuchar su grito estridente desde algún lugar indeterminado. Lejano, roncaba un tractor.
El comandante se subió a un tronco de árbol caído y permaneció inmóvil largo rato. También su chofer callaba.
A Satrov le vino involuntariamente a la memoria, en su solemne tristeza, la inscripción latina que los antiguos solían esculpir en la entrada del teatro anatómico: «Hic est locus ubi mors gaudet sucurrere vitam», que significaba: «Este es el lugar en el que la muerte se complace en venir en socorro de la vida.»
Un sargento de baja estatura que mandaba la escuadra de zapadores se acercó al comandante. Su euforia le pareció a Satrov fuera de lugar.
— Camarada comandante, ¿podemos empezar? — preguntó el sargento, con voz sonora—. ¿Desde dónde?
— Desde aquí. —El comandante hundió el bastón en un arbusto de espino blanco—. En dirección hacia aquel abedul…
El sargento y los cuatro soldados que le acompañaban empezaron a localizar las minas.
— ¿Dónde está el tanque de Viktor? — Preguntó Satrov, en voz baja—. Aquí sólo veo tanques alemanes.
— Venga, mire — el comandante indicó con la mano a la izquierda—, allí, cerca del grupo de álamos. ¿Ve aquel pequeño abedul de arriba? El carro está a la derecha.
Satrov se fijó en el punto indicado. Un pequeño abedul, aún en pie por milagro, en el que había sido campo de batalla, parecía palpitar apenas con el temblor de las tiernas hojas nuevas. Y sobre la hierba, a unos dos metros de distancia, despuntaba una masa metálica deforme que, desde lejos, parecía una gran mancha roja con estrías negras.
— ¿Lo ve? — preguntó el comandante. Tras el gesto afirmativo del profesor, añadió—: Más a la izquierda está el mío. Allí está, está quemado. Aquel día yo…
En aquel momento llegó el sargento, que había terminado su trabajo.
— Terminado. El sendero está dispuesto.
El profesor y el comandante se pusieron en marcha. A Satrov, el carro le pareció como una calavera deformada, surcada por las negras sombras de grandes heridas. La coraza, retorcida y fundida en muchos sitios, presentaba rojas manchas de óxido.
Con ayuda del conductor, el comandante se encaramó sobre la máquina destruida, observó el interior largo rato con la cabeza metida por la escotilla abierta. Satrov se encaramó tras él y quedó a la espera, de pie sobre la coraza.
El comandante sacó la cabeza de la escotilla y dijo áspero, cerrando los ojos, deslumbrados por el soclass="underline"
— Es inútil que baje. Espere aquí. El sargento y yo lo buscaremos. Si no lo encontramos, aunque sólo sea para que se convenza, podrá bajar si lo desea.