El sargento se metió ágilmente en la máquina y ayudó al comandante a hacer otro tanto. Satrov se inclinó, preocupado, sobre la escotilla. En el interior del carro, el aire era sofocante, impregnado de podredumbre, con un ligero olor de aceite mineral y grasa. Aunque a través de las rasgaduras de la coraza penetrase un poco de luz, el comandante había encendido, para mayor seguridad, una linterna eléctrica. Inclinado, intentó, dentro del caos de metal retorcido, descubrir lo que no hubiese sido totalmente destruido. Intentó colocarse en el lugar del comandante, imaginando que se veía obligado a esconder algo valioso. El sargento se había metido en el habitáculo del conductor, donde estuvo largo rato revolviéndose y jadeando.
De improviso, el comandante descubrió sobre un asiento intacto una bolsa de reconocimiento colocada tras la almohadilla en el travesaño del respaldo. La sacó rápidamente. La piel, desteñida e hinchada, parecía aún en buen estado. Bajo la funda de celuloide, deteriorada por el tiempo, se veía un plano. El comandante arrugó la frente, presintiendo una desilusión, y forzó los oxidados botones automáticos. Satrov siguió sus movimientos con clara impaciencia. Bajo el plano topográfico, doblado varias veces, había un cuaderno con una gruesa tapa de color gris.
— ¡Lo he encontrado!
El mayor llevó la bolsa de reconocimiento hasta la escotilla.
Satrov sacó con premura el cuaderno, abriendo con cuidado sus arrugadas páginas. Al ver series de cifras y reconocer la escritura de Viktor, lanzó un grito de alegría.
El comandante salió del carro.
Se había levantado un ligero vientecillo que traía el dulce perfume de las flores. El delgado abedul temblaba, inclinándose sobre el carro como presa de enorme tristeza. Sobre el cielo flotaban espesas nubes blancas, y a lo lejos, somnoliento y rítmico, se oía el canto de un cuclillo…
… Satrov no advirtió que la puerta se había abierto y que en la habitación había entrado su mujer. Esta miró con amables ojos azules, orlados de una sombra de preocupación, al marido, absorto en sus pensamientos.
— ¿Comemos, Alesa? Satrov cerró el armonio.
— Otra vez tus pensamientos, ¿verdad? — le preguntó, dulcemente, su esposa, sacando los platos del aparador.
— Pasado mañana iré dos o tres días al observatorio para visitar a Belskij.
— No te reconozco, Alesa. Tú, siempre metida en casa…, durante meses sólo he visto tu espalda inclinada sobre la mesa, y ahora… ¿Qué te ha pasado? Aquí veo la influencia de…
— ¿De Davydov? — Se rió Satrov—. No, no, Oljuska, él no tiene ninguna relación. No le he visto desde el cuarenta y uno.
— ¡Pero si os escribís cada semana!
— No exageres, Oljuska. Davydov está ahora en América, en el congreso de geólogos… Por cierto, me haces recordar que vuelve dentro de unos días. Hoy mismo le escribiré.
El observatorio había sido reconstruido hacía poco, tras la bárbara destrucción provocada por los hitlerianos.
Satrov fue acogido con cordialidad y cortesía. Le recibió el propio director, el académico Belskij, quien puso a su disposición una habitación en su no muy espaciosa casa. Durante dos días, Satrov observó todo cuanto le rodeaba, tomó contacto con los instrumentos, los catálogos de las estrellas y los mapas celestes. Al tercer día le proporcionaron uno de los más potentes telescopios, por cuanto aquella noche era favorable a las observaciones. Belskij se brindó para servirle de guía en los sectores del cielo citados en el manuscrito de Viktor.
La sala en la que estaba dispuesto el telescopio parecía más el taller de una gran fábrica que un laboratorio científico. Las complejas construcciones metálicas superaban cumplidamente el alcance de los conocimientos técnicos de Satrov, quien pensó que su amigo, el profesor Davydov, apasionado por cualquier clase de máquinas, seguramente las habría apreciado más. En la gran torre circular destacaban algunos paneles con aparatos eléctricos. El ayudante de Belskij maniobró con rapidez y habilidad diversos interruptores y botones. Se escuchó el ruido sordo de los motores eléctricos, la torre giró sobre sí misma y el gran telescopio, semejante a un cañón con el tubo tapado, se abatió sobre el horizonte. El rumor de los motores cesó, seguido de un ligero silbido. El movimiento del telescopio se hizo casi imperceptible. Belskij invitó a Satrov a subir por una ligera escalerita de aluminio. Sobre la plataforma estaba fijada una cómoda butaca, lo suficientemente ancha como para albergar a los dos científicos. AI costado había una mesita con algunos instrumentos. Belskij atrajo hacia sí una barra metálica que llevaba en su extremo dos binoculares, semejantes a los que solía usar Satrov en su laboratorio.
— Este instrumento permite la observación simultánea a dos personas — explicó Belskij—. Los dos veremos la misma imagen proporcionada por el telescopio.
— Ya lo sé. También nosotros, los biólogos, lo utilizamos — contestó Satrov.
— Hoy recurrimos raramente a la observación visual — continuó Belskij—; el ojo se cansa en seguida y no conserva la imagen. Todo el trabajo astronómico moderno se basa en la fotografía, especialmente la observación de las estrellas, que es la que le interesa… Para empezar, puede ver alguna estrella. Aquí tiene una bonita pareja, azul y amarilla, en la constelación del Cisne. Regule el foco, como de costumbre… Espere; será mejor apagar la luz, para que sus ojos se acostumbren…
Satrov acercó los ojos al binocular y con mano experta reguló rápidamente los tornillos. En el centro de la negra circunferencia del campo visual brillaban claramente dos estrellas muy próximas. Satrov se dio cuenta inmediatamente de que el telescopio no estaba en situación de aumentar las estrellas tanto como la Luna o los planetas, a causa de las inmensas distancias que las separan de la Tierra. El telescopio recogía y concentraba sus rayos, haciéndolos más brillantes, más nítidamente visibles, y permitiendo ver mejor millones de estrellas de menor tamaño, absolutamente invisibles a simple vista.
Ante Satrov, sobre un fondo intenso, brillaban dos puntos luminosos de un bonito color azul y amarillo, incomparablemente más espléndidas que las más bellas piedras preciosas. Aquellos minúsculos puntos luminosos proporcionaban una indecible sensación de luz purísima y de infinita distancia, sumergidos en el insondable abismo de las tinieblas atravesadas por sus rayos. Satrov quedó fascinado por aquella palpitación de mundos lejanos, hasta que Belskij, apoyándose cómodamente contra el respaldo de la butaca, le distrajo al decirle:
— Continuemos nuestras observaciones. Difícilmente tendremos otra noche tan buena, y además, el telescopio ya no estará libre. ¿Quiere ver el centro de nuestra galaxia, el eje sobre el que gira esta rueda de estrellas?
Los motores volvieron a funcionar. Satrov sintió cómo se desplazaba la plataforma. En las lentes del binocular apareció un enjambre de veloces luces. Belskij aminoró la marcha del telescopio y la enorme máquina se movió imperceptible, silenciosamente. Ante los ojos de Satrov desfiló la parte de la Vía Láctea situada en los sectores de las constelaciones de Sagitario y de Escorpión.
Las breves aclaraciones de Belskij le ayudaron a orientarse en el acto y a comprender lo que veía. La cinta lechosa de la Vía Láctea estaba rociada de innumerables puntos luminosos, que se espesaban en una gran nebulosa oblonga dividida por dos zonas oscuras. Aquí y allá, sendas estrellas más cercanas a la Tierra brillaban con mayor intensidad, como si hubiesen salido de las profundidades del espacio.
Belskij paró el telescopio y amplió los aumentos del ocular. El campo visual apareció casi enteramente ocupado por una nube de estrellas, una densa masa luminosa en la que ya no se distinguían las estrellas separadas. A su alrededor hormigueaban millones de estrellas en grupos compactos y enrarecidos. A la vista de esta abundancia de mundos, no inferiores a nuestro Sol en dimensiones y luminosidad, Satrov notó una cierta opresión.