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— En esta dirección se halla el centro de la galaxia — explicó Belskij—, a una distancia de treinta mil años luz. El verdadero centro es invisible para nosotros. Hasta hace poco no se ha logrado fotografiar con rayos infrarrojos el indistinto y vago contorno de este núcleo. A la derecha, esta mancha negra de enormes dimensiones es la masa de materia oscura que cubre el centro de la galaxia. En torno suyo giran todas las estrellas, así como el Sol, a una velocidad de doscientos cincuenta mil kilómetros por segundo. Si no existiera esa cortina oscura, aquí, la Vía Láctea sería muchísimo más luminosa y por la noche nuestro cielo no parecería negro, sino de color ceniza… Sigamos adelante…

En el telescopio, entre los enjambres de estrellas, se veían intervalos negros a distancias de millones de kilómetros.

— Aquélla es una nube de polvo oscuro y de fragmentos de materia — explicó Belskij—. Las estrellas las atraviesan con sus labios infrarrojos, como se ha demostrado al fotografiar con placas especiales… Aunque hay también numerosas estrellas que no brillan. Nosotros hemos comprobado sólo la presencia de las más próximas gracias a las ondas de radio que éstas emiten.

Satrov contemplaba una gran nebulosa. Semejante a una espira de humo luminosa, surcada con profundos vacíos negros, se cernía en el espacio como una nube embestida por un torbellino. En lo alto y a la derecha se veían copos más lúcidos, amarillentos, lanzados en los infinitos espacios interestelares.

Daba miedo pensar en las inmensas dimensiones de aquella nube de polvo cósmico que reflejaba la luz de las estrellas lejanas. En una cualquiera de sus negras zonas de vacío, todo nuestro sistema solar resultaría una entidad imperceptible.

— Echemos ahora una mirada más allá de los confines de nuestra galaxia — dijo Belskij.

El campo visual se engrandeció. Sólo en muy escasos momentos aparecían en lo profundo del cielo puntos luminosos apenas perceptibles, tan débiles que su luz moría en el ojo, sin conseguir casi provocar una sensación visual.

— Este es el espacio que separa nuestra galaxia de las otras islas de estrellas. Son mundos estelares parecidos a nuestra galaxia, pero excepcionalmente lejanos. Allí, hacia la constelación de Pegaso, se halla la zona más profunda del espacio que conocemos. Ahora miramos la galaxia más vecina a nosotros, que tiene dimensiones y forma semejantes a nuestro gigantesco sistema. Está formada por miríadas de estrellas de diverso tamaño y luminosidad, presenta los mismos cúmulos, la misma faja de materia oscura que se extiende sobre el plano ecuatorial y está también rodeada de cúmulos estelares esféricos. Es la llamada nebulosa M 31, en la constelación de Andrómeda. Está inclinada oblicuamente con respecto a nosotros, de forma que así la vemos en parte ladeada y en parte plana…

Satrov vio una nebulosa pálida de alargada forma oval. Observándola con atención, pudo distinguir haces luminosos dispuestos en espiral y separados por zonas oscuras.

En el centro de la nebulosa era visible una masa de estrellas más compacta y luminosa, que se fundía en un único grupo a una distancia abismal. De esta partían ramificaciones en espiral apenas perceptibles. Alrededor de la masa compacta, separados por anillos oscuros, se extendían haces más claros y pálidos, rotos en las extremidades por una serie de pequeñas manchas redondas, en particular hacia el límite inferior del campo visual.

— Mire… Para un paleontólogo como usted, esto le resultará particularmente interesante. La luz que llega ahora a nuestros ojos ha salido de aquella galaxia hace un millón y medio de años. Cuando aún no existía el hombre sobre la Tierra…

— ¿Y aquélla es la galaxia más próxima? — preguntó Satrov, maravillado.

— ¡Exacto! Conocemos otras, situadas a distancias del orden de centenares de miles de millones de años luz, La luz ha tenido que correr durante miles de millones de años a la velocidad de diez trillones de kilómetros al año para llegar hasta nosotros. Hemos observado estas galaxias en la constelación de Pegaso…

— ¡Inconcebible! Apenas cabe imaginar distancias semejantes. Espacios infinitos, inconmensurables…

Belskij le mostró aún durante largo rato los astros nocturnos. El profesor dio las gracias calurosamente a su Virgilio celeste y volvió a su habitación. Más tarde, se acostó, pero se quedó fantaseando sin conseguir dormirse.

En sus ojos cerrados saltaban enjambres de miles de astros, aparecían colosales nebulosas, negras cortinas de materia fría, gigantescos copos de gases luminosos…

Durante billones, trillones de kilómetros, todo estaba esparcido a distancias inimaginables en el vacío monstruoso y frío, en la eterna tiniebla, surcada sólo por arroyos de potentes radiaciones.

Las estrellas…, enormes masas de materia que se mantienen compactas por la gravedad que una desmesurada presión lleva a una altísima temperatura. La elevada temperatura provoca reacciones atómicas que aumentan la emisión de energía. A fin de poder resistir, para no explotar y conservar el equilibrio interior, las estrellas deben liberar cantidades enormes de energía, que es irradiada en el espacio bajo forma de calor, luz, rayos cósmicos. Y como si fueran centrales atómicas, alrededor de las estrellas giran los planetas, a los que éstas dan su calor.

En las monstruosas profundidades del espacio, los sistemas planetarios, junto a miles de millones de estrellas aisladas y de materia oscura y fría, forman un colosal sistema semejante a una rueda: la galaxia. A veces las estrellas se acercan, luego se alejan de nuevo por millones de años, naves de una misma galaxia. A distancias aún mayores navegan las galaxias, también parecidas a enormes navíos que se cambian los saludos de sus luces en un océano interminable de tinieblas y de hielo.

Observando el universo de modo tan vivo y directo, con sus espacios helados, las masas de materia incandescente, llevadas a temperaturas inconcebibles, haciéndose una clara idea de las distancias inaccesibles, de la increíble duración de los procesos celestes, en los que granitos de arena corno la Tierra tienen una importancia insignificante, Satrov había notado una sensación casi desconocida.

AI mismo tiempo, la orgullosa admiración hacia la vida y su más alta conquista, la mente humana, superaba en él todo extravío. La pequeña llama de la vida, tan fugaz, tan frágil, en grado de existir sólo sobre planetas semejantes a la Tierra, debe arder también en diversos puntes de aquellas muertas y negras profundidades del espacio.

Toda la estabilidad y la fuerza de la vida residen en su compleja organización, que apenas hemos empezado a comprender. Una organización alcanzada gracias a millones de años de evolución, de lucha de las contradicciones internas, de infinito sucederse de fuerzas nuevas más perfeccionadas que las antiguas. En esto reside la fuerza de la vida, su superioridad sobre la materia inerte. La terrible hostilidad de las fuerzas cósmicas no puede obstaculizar la vida, la cual engendra, a su vez, el pensamiento susceptible de comprender las leyes y (con su ayuda) de vencer las fuerzas de la naturaleza.

Aquí, sobre la Tierra, y allí, en las profundidades del espacio, florece la vida, poderosa fuente del pensamiento y de la voluntad, en el futuro capaz de transformarse en un torrente que se verterá sobre todo el universo. Un torrente que unirá los arroyos aislados en un inmenso océano de pensamiento.

Satrov comprendió que las sensaciones de aquella noche habían despertado la fuerza adormecida de su pensamiento creador. Le empujaba el descubrimiento encerrado en la caja de Tao Li…

Continuaría actuando sin temor a lo nuevo, por increíble que fuese.

El segundo del vapor Vitim estaba negligentemente apoyado en la baranda, brillante al sol. Sobre el agua verde, la nave parecía adormecida, acunada por el ritmo del oleaje, rodeada por movedizos fulgores luminosos. Junto a él, un largo barco inglés de alta proa ondeaba perezosamente en el aire las dos blancas cruces de los gruesos mástiles, soltando por la chimenea volutas de denso humo.