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El primer golpe aplastó a los hombres contra las barandillas; un instante después, el agua se revolvió con furia, ensordeciéndolos y cegándolos.

Agarrado a la barandilla, medio asfixiado, el profesor sintió que la nave se doblaba sobre el flanco izquierdo, para luego enderezarse y doblarse sobre el flanco derecho; finalmente, se enderezó de nuevo para salir del abismo de agua que la había engullido. Poco a poco, el Vitim huyó del turbulento caos gris hacia el cielo claro y sereno.

El ensordecedor rugido terminó con desconcertante rapidez. El barco empezó a descender dulcemente a lo largo de la espalda del caballón, que huía hacia la costa. Del mar llegaban nuevas filas de olas, pero no parecían ya temibles. El capitán suspiró ruidosamente y estornudó con satisfacción. Davydov, empapado hasta los huesos, vio a su derecha al barco inglés, que surcaba velozmente las olas; acordándose de algo, corrió al extremo de la cubierta. Desde allí podían divisar el muelle y la ciudad abandonados poco antes. Con horror, el científico observó cómo la ola aún más gigantesca, al llegar a la costa, cubría con su mole el verdor de los jardines, las casitas blancas y la línea recta y clara de los muelles…

— ¡Otra! ¡Otra! — gritó el segundo, casi en la oreja de Davydov.

Efectivamente, una segunda ola enorme se echaba sobre la nave. Su llegada no había sido advertida, como si hubiese brotado de improviso del fondo del océano.

La montaña líquida de la cima redondeada se alzaba rugiendo, como para desahogar la ira que hervía en ella. Y de nuevo la nave fue frenada, sacudida por el peso del alud de agua, y luchó desesperadamente para sobrevivir. El caballón se deslizó hacia popa, mientras el Vitim se enfrentaba con una serie de olas menores. Después de dos o tres minutos, una tercera ola gigantesca se levantó del mar. Esta vez, las máquinas, obedientes al teléfono del capitán, dieron marcha atrás a tiempo; el choque fue menos fuerte y la nave se encabritó con mayor facilidad sobre la montaña líquida.

La lucha contra aquellas misteriosas olas, que surgían sin que soplase un hálito de viento y en un día tranquilo, continuó algún tiempo. El Vitim salió por fin de la aventura completamente empapado, pero con pocos daños; se mantuvo un rato al largo, y hasta que el capitán no se persuadió de que el peligro había pasado, no volvió a entrar en el puerto.

Había transcurrido apenas una hora desde el momento en que Davydov admiró la bella ciudad desde el puente del barco. Ahora, la costa estaba desconocida. Los parterres floridos, las lindas veredas, habían desaparecido. En su lugar se veían montones de maderos; fragmentos de techos deformados y ruinas mezcladas con largos troncos retorcidos indicaban el lugar en el que se derrumbaron las casas vecinas al mar. El espeso bosquecillo en el límite de la bahía, allí donde Davydov había visto a los jóvenes bañistas reír y bromear, quedó transformado en un pantano lleno de troncos arrancados. Las pocas casas de mampostería edificadas a lo largo del muelle parecían mirar tristemente a través de los vacíos ojos de sus ventanas. A sus pies yacían los restos de las casas más pequeñas y de las tiendas de madera destrozadas por la furia de las aguas.

Una gran lancha motora volcada sobre la orilla completaba el pavoroso cuadro como un monumento en recuerdo de la victoria del terrible mar.

Riachuelos de agua salada, que se abrían paso tortuosamente entre estratos de arena apenas depositados por el mar, brillaban al sol. Entre las ruinas hormigueaban míseras sombras en busca de los muertos, ansiosas de salvar los restos de sus bienes.

Emocionados, los marineros soviéticos se agolpaban sobre el puente y miraban silenciosos la orilla, incapaces ahora de alegrarse por su triunfo ante el peligro. En cuanto el Vitim atracó de nuevo en el muelle, milagrosamente intacto, el capitán exhortó a la tripulación a que acudiese en socorro de los habitantes, disponiendo que en la nave quedaran sólo los hombres de guardia.

Davydov volvió a bordo con los tripulantes hacia la noche. Tras lavarse con aire sombrío, se vendó una mano herida y empezó a pasear por cubierta, donde permaneció largo tiempo fumando.

La isla aún no había desaparecido en el horizonte, cuando se presentó al científico el oficial de máquinas, que presidía el comité de a bordo, para pedirle que «explicase a los muchachos lo que había pasado». Se decidió organizar una reunión en cubierta. El profesor nunca había tenido ocasión de dirigirse a un auditorio tan singular. Los marineros estaban reunidos junto a la primera bodega, unos sentados, otros en pie, otros tumbados por el suelo, mientras Davydov se apoyaba en el forro del cabestrante que le servía de cátedra. El océano, tranquilo y silencioso, ya no detenía el curso de la nave, que regresaba a la patria.

El profesor habló a los marineros del océano Pacífico, gigantesca depresión ocupada por la mayor masa líquida del planeta. A su alrededor, no lejos de los continentes, surgen cadenas de gigantescos plegamientos de la corteza terrestre, que emergen lentamente desde el fondo de profundísimas cavidades. Todas las cadenas de islas, las Aleutianas, las islas japonesas, el archipiélago de la Sonda, son precisamente pliegues de la corteza terrestre en vía de formación.

El proceso de formación de los pliegues es continuo: cada uno de ellos, cuya cima no es otra que la propia isla, se alza continuamente, a veces con una velocidad de dos metros anuales; al mismo tiempo se inclina siempre en dirección al océano.

— Imaginaos que por un instante las aguas del océano se retiran… — explicó el profesor—. En ese caso, veríais, en vez de las islas, cadenas de altas montañas inclinadas hacia el centro del océano y peligrosamente pendientes sobre las cavidades inferiores, parecidas a inmensas olas petrificadas. El declive opuesto, frente al continente, es menos fuerte, pero forma también una cavidad bastante profunda, ocupada por el mar. Tal es, por ejemplo, la estructura del mar del Japón. A lo largo de las vertientes situadas de cara al continente se forman cadenas volcánicas. En el interior de los plegamientos, la presión es tan grande que funde las rocas del núcleo interno; la materia fundida irrumpe por fisuras bajo la forma de lava incandescente. Las cavidades frente al océano se hacen cada vez más profundas bajo la presión de la base de los pliegues, y en ellas se sitúan los centros de los grandes terremotos.

«Precisamente uno de esos terremotos fue la causa de la desgracia de ayer. En un punto indeterminado del Norte, probablemente en la fosa de las Aleutianas, en la base de los plegamientos aleutianos, la fuerte presión de que he hablado ha roto un sector del fondo del océano, provocando un fuerte terremoto submarino. El empuje provocó una ola gigantesca que se ha extendido en el océano, hacia el Sur, a miles de millas del punto de origen, y pocas horas después alcanzó las islas Hawai. En mar abierto, nuestro Vitim hubiese pasado por encima de ella sin darse cuenta siquiera; en efecto, el diámetro de la ola era tan grande — cerca de 150.000 kilómetros— que la nave hubiese podido remontarla hasta su máxima altura sin notarlo siquiera. Pero frente a tierra firme es muy diferente. Cuando la ola halla un obstáculo, se levanta, crece y se lanza sobre la costa con inaudita violencia. No es preciso hablar de ello porque todos vosotros habéis visto ya los efectos. El aspecto y el carácter de las olas vienen determinados por los bancos de arena existentes en las proximidades de las costas.

Estas olas no son raras en el océano Pacífico, precisamente porque en el fondo de este mar están en curso procesos de formación de nuevos plegamientos en la corteza terrestre… Durante los últimos ciento veinte años, las islas Hawai han sufrido la violencia de las olas en veintiséis ocasiones. Las olas provenían de distintas direcciones: las Aleutianas (como la nuestra), el Japón, Kamchatka, las Filipinas, las islas Salomón, América del Sur, incluso la costa de México. Esta última se remonta a noviembre de 1938. La velocidad media de estas olas se calcula en trescientos a quinientos nudos… Los marineros, interesados, hicieron a Davydov numerosas preguntas, y la conversación se hubiese prolongado mucho tiempo, de no provocar el cambio de guardia la disolución del auditorio. El profesor se entretuvo en la cubierta, reflexionando intensamente, con la frente arrugada y los dientes apretados.