En conjunto, la situación de la ciencia-ficción en la URSS es mejor que la estadounidense, donde de treinta y cinco revistas de ciencia-ficción que existían en 1955, sólo quedaban en 1960 unas siete, aproximadamente.
No es raro oír todavía en la URSS cómo adversarios y paladines de la ciencia-ficción expresan un cierto descontento. Todos parecen de acuerdo en afirmar que la producción de ciencia-ficción en la URSS no es aún satisfactoria, en calidad o en cantidad. En el plano cuantitativo, se nota que tal deficiencia obliga a ciertas revistas y periódicos a publicar, como suplemento, obras absolutamente reaccionarias, mal escritas, llenas de espectros, de fantasmas, de vampiros. En el plano de la calidad, la lamentación más frecuente es la falta de personajes humanos, la ausencia, la amplitud de miras y la pobreza de fantasía, la insuficiencia de las construcciones utópicas. Pero me siento tentado de objetar que es preciso ya mucho valor para publicar, en la Unión Soviética, novelas que se desarrollen «después» de la época comunista. Desearía resaltar también que un cierto número de escritores de ciencia-ficción, en particular el Dudincev, de No sólo de pan se vive (1) y de Cuento de Año Nuevo o el Gurevic (2) de ¿Qué tiempo hace bajo tierra? han llegado mucho más allá de la crítica constructiva y de la protesta social de cualquier otro escritor soviético. No es un pequeño título de gloria.
En suma, para terminar, quisiera señalar que, contrariamente a cuanto suele decirse y escribirse, existe también en la Unión Soviética una literatura de fantasía, de imaginación pura, sin justificaciones racionales. Un bellísimo ejemplo de este género es la colección de novelas y relatos de Aleksandr Gris (Grinevskij). En particular, El que corre sobre la ola y El mundo chispeante. Grin, que fue amigo de Gorkij, es ahora admirado e incluso imitado por ciertos jóvenes escritores soviéticos. No debe excluirse la idea que un día no muy lejano se vea aparecer en la URSS una obra semejante a la de la americana Catherine L. Moore.
(1) No es insensato considerar novela de ciencia-ficción a No sólo de pan se vive. En efecto, la estampadora continua de tubos metálicos imaginada en el libro transformaría radicalmente los problemas planteados en la construcción de nuevas ciudades. Por otra parte, una máquina de este tipo ha sido construida por el ingeniero Godenne, en las acerías del Escalda, en Francia. Actualmente está en fase de prototipo.
(2) Una nueva novela de Gurevic, El primer día de la creación ha sido publicada por entregas en Técnica para jóvenes. Se trata de una utopía avanzadísima. Ingenieros planetarios cortan a pedazos los planetas gigantes del sistema solar, para obtener pequeños mundos semejantes a la Tierra y habitables por el hombre. La idea ha sido seriamente propuesta por el astrónomo americano Zwicky. Gurevic se adentra en particulares tecnicismos muy sutiles y crea, además, una serie de personajes válidos desde el punto de vista psicológico, aunque sean muy distintos del género humano terrestre. El primer día de la creación reúne todos los méritos para ser considerada como un acontecimiento de la ciencia-ficción soviética.
Vladimir Dudincev
Cuento de Año Nuevo
Yo vivo en un mundo fantástico, en un país de fábula, en una ciudad creada por mi imaginación. En ella suceden aventuras asombrosas, y yo también he tomado parte en ellas. Les contaré algo aprovechando el hecho de que en Año Nuevo los hombres se muestran propicios a escuchar, confiados, cualquier fábula. Les hablaré de algunas jugarretas que nos juega el tiempo. El tiempo no conoce límites, es ubicuo. Pero en mi mundo imaginario es posible, si se quiere, regular los relojes con la señal horaria de Moscú. Es por eso por lo que me he decidido a contar mí historia. Puede suceder que para algún lector ciertos pasos de mi fábula crucen su vida verdadera y no imaginaria.
Llegó volando a nuestra ciudad un pájaro misterioso, una lechuza, y visitó a algún afortunado. El primero fue mi jefe superior, director del Laboratorio de Investigaciones Solares donde trabajo. El segundo, un médico, especialista en neuropatología, compañero mío de colegio. Para tercero, la lechuza me eligió a mí. Es un pájaro singular. No estaría de más que se estudiasen sus costumbres y que su imagen se reprodujese en las enciclopedias.
En aquella época yo había publicado trabajos científicos sobre ciertas propiedades de la luz solar. Era ayudante de cátedra de ciencias, tomaba parte, en calidad de consejero, en diversas comisiones e intentaba convertirme, lo más pronto posible, en una persona situada. Imitando los modales de nuestros ilustres ancianos, aprendí a mantener, con ellos, la cabeza alta; como ellos meditaba largamente las preguntas que se me formulaban y, como ellos, alzando una ceja, emitía con voz musical mi preciosa y ponderada respuesta. Otro de mis rasgos característicos era el cuidado que dispensaba a mi abrigo. Teníamos armarios en nuestras habitaciones de trabajo y, tal como hacían los viejos, dejaba el mío en un colgador de madera marcado con mis iniciales.
Dada mi condición de hombre no privado de talento, tomé la costumbre, por consejo de un académico, de anotar las ideas que se me ocurrían. Ya es sabido que las ideas más brillantes no son las que llegan con fatiga, tras horas y horas de trabajo en la mesa. A veces, las ideas brillantes llegan como empujadas por el viento. Te pueden sorprender caminando por la calle. Anotaba aquellos pensamientos y luego los olvidaba. En compensación, la mujer que encendía nuestras estufas, recordaba muy bien que en los cajones de mi escritorio se hallaban mágicos papeles que ardían como la pólvora. Tenía el detalle de limpiar mi mesa y con aquellos papeles encender todas las estufas del laboratorio.
Dentro de mí había un ingeniero nato. Y — ¿por qué no? — un profesor de ciencia. Un científico de mejillas mofletudas que a veces hacía novillos, especialmente por la tarde, cuando nosotros, los solteros, nos sentábamos frente al televisor de nuestra habitación e, inmóviles, como hipnotizados, con los ojos abiertos, observábamos durante horas las piernas de los futbolistas que relampagueaban en la azulina pantalla.
Como veis, no me adulo a mí mismo. Exhibo y continuaré haciéndolo, muchos aspectos de mi carácter, para que podáis juzgarlos con pleno conocimiento. Yo soy mi primer juez. De un tiempo a esta parte, es como si se me hubieran abierto los ojos. Justo desde aquel día en que la lechuza me hizo la primera visita. Ha sido ella la que me los ha abierto. Y se lo agradezco.
Por ejemplo, he podido ver desde un ángulo distinto mi polémica con un tal S., miembro correspondiente de una academia científica de provincias. Hace cinco años, en un artículo suyo, definió un trabajo mío como «fruto de ociosas elucubraciones»… Debía replicar. En un nuevo artículo refuté, corno por casualidad, las tesis fundamentales de S. e inserté —a propósito— palabras como éstas: «Es precisamente lo que en vano intenta demostrar el ayudante S.» (Sé con certeza que, como miembro correspondiente, S. es igual que yo, un ayudante). A este ataque mío, S. contestó al punto con un opúsculo, donde, casi de pasada, afirmaba que yo forzaba los resultados de mis experimentos, para darles estado de teoría, colocando la palabra teoría entre comillas. Poco después, publiqué un ensayo sobre mis observaciones sobre el sol, que confirmaba la teoría puesta entre comillas y destruían por completo los cálculos de S. «El crucero ha recibido un torpedo en plena santabárbara», observaron por aquel entonces mis compañeros. No había mencionado el nombre de S. en mi artículo. Sabía que mi adversario no soportaría este segundo torpedo. Me había limitado a decir: «Ciertos autores…» Pero el crucero resistió y contestó…
Y así sucesivamente. Esta escaramuza, empezada cinco años atrás, había sacudido notablemente mis nervios. Y no sólo los míos…