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Satrov calló.

— ¿Eso es todo? — preguntó Davydov con impaciencia.

— Todo. Tan breve como grande es la importancia del descubrimiento.

— Un momento, Aleksej Petrovic. Déme tiempo a recuperarme… ¡Parece un sueño! Sentémonos y hablemos de ello con calma, porque siento como si me hubiera vuelto idiota…

— Sí, lo comprendo, lija Andreevic. Hay que tener un gran valor para deducir conclusiones de este hecho. Implica derribar conceptos bien arraigados… No tengo su audacia, pero veo que usted también…

— Bien. Razonemos con valor. Por fortuna estamos solos. Así nadie pensará que dos lumbreras de la paleontología han perdido la cabeza… Estos dinosaurios fueron muertos por alguna arma potente. Evidentemente la fuerza de penetración de esta arma era superior a la de los poderosos fusiles modernos. Por otra parte, sólo un ser racional, llegado además a un alto grado de civilización, podría construir un arma semejante, ¿correcto?

— Absolutamente. Ergo, ¡un hombre! — dedujo Satrov.

— Ahora bien, los dinosaurios vivieron en el período Cretáceo, digamos hace setenta millones de años. Todos los datos a nuestra disposición afirman, por otra parte, sin sombra de duda, que la aparición del hombre sobre la Tierra, uno de los últimos anillos de la cadena de la evolución del mundo animal, se verificó hace unos sesenta y nueve millones de años y que durante muchos centenares de miles de años el hombre permaneció en estado animal, hasta que su última especie no aprendió a pensar y a trabajar. La aparición del hombre no pudo suceder antes, mucho menos la de un hombre capaz de construir instrumentos técnicos. Absolutamente excluido. En consecuencia, sólo puede haber una conclusión: los que mataron a los dinosaurios no eran terrestres, venían de otro mundo…

— Sí, de algún otro mundo — confirmó Satrov—. Y yo…

— Un momento. Hasta aquí todo entra aún en los límites de la razón. Es después cuando la cosa se hace increíble. Las recientes conquistas de la astronomía y de la astrofísica han trastornado los viejos conceptos. Se han escrito muchas novelas sobre los habitantes de otros mundos. La tesis compartida hasta ahora por la mayoría de los científicos, esto es, que nuestro planeta sea una excepción, ha sido del todo superada. Hoy no tenemos ninguna razón para creer que muchas estrellas posean un sistema planetario propio, y dado que el número de las estrellas en el universo es infinitamente grande, también lo será el número de los sistemas planetarios. Por lo tanto, seguir pensando que la vida sea una prerrogativa exclusiva de la Tierra es absurdo. Se puede ya afirmar que en el universo existen otros mundos habitados. Hasta aquí todo va bien. Pero al mismo tiempo hemos descubierto que la distancia que nos separa de las estrellas más próximas dotadas de sistemas planetarios es pavorosamente grande. Tan grande que para cubrirla hacen falta decenas de años a la velocidad de la luz, es decir, a trescientos mil kilómetros por segundo. Esta velocidad es, por una ley física, inalcanzable, y un viaje a velocidades inferiores requeriría miles de años…

— Recientemente se han descubierto estrellas oscuras, visibles sólo gracias a las radiaciones que emiten. En la periferia de nuestro sistema solar existen muchas, pero, en primer lugar, su distancia es demasiado grande para que se puedan alcanzar con cohetes y, en segundo lugar, es poco probable que éstas tengan planetas habitados, a causa de la debilidad de sus radiaciones, insuficiente para calentar de forma adecuada un planeta, En cuanto a nuestro sistema planetario, fuera de la Tierra sólo Marte y Venus podrían estar habitados. Pero las probabilidades son pocas. Venus es demasiado caliente, gira alrededor del Sol con lentitud y su atmósfera es densa y sin oxígeno en estado libre. Aunque se pudiesen desarrollar formas de vida, está excluida en Venus la presencia de seres racionales con un alto nivel de civilización. Y también en Marte. Su atmósfera está demasiado enrarecida, el planeta es frío y si existe vida, sólo sería en formas inferiores. No hay duda de que Marte carece de la impetuosa energía vital que posee nuestra Tierra. Es inútil hablar de los planetas más lejanos. Saturno, Júpiter, Urano y Neptuno son mundos horrendos, fríos, oscuros, como los círculos inferiores del infierno dantesco. Saturno, por ejemplo, está formado por un núcleo rocoso recubierto por un estrato de hielo de un espesor de diez mil kilómetros y el conjunto está rodeado por una densa atmósfera de veinticinco mil kilómetros de altura, impenetrable a los rayos del sol y rica en gases venenosos: amoníaco y metano. Esto significa que bajo aquella atmósfera sólo hay tinieblas y hielo a ciento cuarenta grados bajo cero y con una presión de un millón de atmósferas… Da miedo pensar en ello…

— También creo — le interrumpió Satrov—, que en nuestro sistema planetario no existen mundos semejantes al nuestro. Y yo…

— Por lo tanto, excluyamos a nuestros planetas. Llegar a la Tierra desde los sistemas estelares más lejanos es imposible. ¿De dónde entonces venían aquellos seres? ¡Este es el problema!

— No me deja hablar, Ilja Andreevic. Aunque no tengo su erudición, hubiese pensado más o menos en las mismas posibilidades. Las estrellas, sin embargo, no son inmóviles. Se desplazan en el interior de nuestra galaxia; la misma galaxia gira alrededor de su propio eje y se mueve en el espacio hacia un punto indefinido, como hacen todas las innumerables galaxias. Durante el curso de millones de años las estrellas pueden, por lo tanto, alejarse y acercarse sensiblemente…

— Bien, no veo de qué nos servirán… El espacio ocupado por la galaxia es muy grande y no creo que el acercamiento de nuestro sistema solar a otro pueda tener una importancia práctica. Y además, ¿cómo establecer las trayectorias de las estrellas?

— Eso es cierto, pero sólo si el movimiento de las estrellas no está sometido a leyes, si las estrellas no siguen órbitas determinadas. Pero, ¿y si fuese así? Si se pudiera calcular.

— ¡Hum! — gruñó escéptico Davydov.

— Está bien. Descubriré mis cartas. Un ex alumno mío, que abandonó el curso en el tercer año para dedicarse a las matemáticas y a la astronomía, se ha ocupado del movimiento de nuestro sistema solar dentro de la galaxia, y ha conseguido enunciar ana interesante teoría apoyada en bases sólidas. Seré breve. Nuestro sistema solar describe, en el interior de la galaxia, una enorme órbita elíptica con un período de revolución de doscientos veinte millones de años. Esta órbita está ligeramente inclinada con respecto a la superficie horizontal que pasa por el ecuador de la «rueda de estrellas» de nuestra galaxia. Por eso el Sol, con sus planetas, corta en un determinado momento la colcha de materia oscura, polvo y fragmento de materia enfriada, que se extiende a ¡o largo de la superficie ecuatorial de la «rueda galáctica». Durante este período se aprecian a los sistemas estelares acumulados en algunas zonas. Es por tanto posible, que nuestro sistema solar se acerque a otros sistemas desconocidos, tanto como para hacer posible un vuelo interplanetario…

Davydov escuchó a su amigo, inmóvil, con una mano contraída sobre la varilla del binocular.

— Esta es la teoría — continuó Satrov—. Acabo de regresar del lugar donde murió mi ex alumno y donde hallé su manuscrito.

Satrov se detuvo y encendió un cigarrillo.

— Esta teoría nos indica sólo una hipótesis, pero aún no nos permite considerar como realidad un hecho increíble. Sin embargo, al ver que dos observaciones de naturaleza diferente se concatenan, tenemos razones para creer que estamos en el camino justo.

Satrov levantó el mentón y continuó con aire solemne:

— Basándose en su teoría, mi alumno afirmaba que el acercamiento del sistema solar a los cúmulos centrales de la rama espinal interior de la galaxia, se ha producido hace unos setenta millones de años…