— ¡Demonios! — explotó Davydov; era su imprecación favorita.
Satrov no abandonó su aire solemne:
— Un fenómeno increíble que se relaciona con otro se convierte en real. Creo tener el derecho de afirmar que, durante el período Cretáceo, nuestro sistema planetario se aproximó a otro sistema poblado por seres racionales, por hombres desde el punto de vista intelectual, y que estos seres han llegado por sus propios medios a nuestro planeta. Con el transcurso de otro largo período de tiempo los dos sistemas planetarios se han alejado nuevamente. Aquellos seres han permanecido poco tiempo sobre la Tierra y por eso no han dejado huellas perceptibles. Pero han estado aquí, han sido capaces de superar el espacio interestelar setenta millones de años antes de que nosotros intentásemos hacer lo mismo… ¿Está de acuerdo?
Davydov se levantó, miró a su amigo en silencio y le tendió la mano:
— Me ha convencido, Aleksej Petrovic, pero aún no lo veo todo claro. Por ejemplo, ¿por qué vinieron precisamente aquí, a nuestra Tierra, mosca minúscula entre tantas otras estrellas y planetas? Podría hacer también otras preguntas, pero, en líneas generales, me parece usted bastante convincente. Es inaudito, increíble, pero real. ¿Cree que esto se podrá publicar?
Satrov sacudió la cabeza:
— ¡De ninguna manera! Las prisas lo estropean todo y en un descubrimiento como éste la prisa es inadmisible.
— Justo, justo, amigo. Es siempre más prudente esperar que precipitarse. Pero hay que estar preparado para todo. Necesitamos argumentos sólidos, tanto como aquel nuestro de Leningrado…
Satrov se acordó del «argumento» que Davydov guardaba en una esquina del estudio en la época en la que trabajaban juntos. Era un gran montante de hierro, en un tiempo apoyo de un esqueleto, con el que Davydov pretendía persuadir a su testarudo amigo durante sus interminables discusiones. Satrov dejó escapar una sonrisa.
— ¡Lo recuerdo! Pero precisamente ahora empieza la segunda parte de mi razonamiento. No soy geólogo, no estoy acostumbrado a trabajar al aire libre, soy ante todo una rata de biblioteca. Esta empresa la podrá emprender sólo usted y nadie más. Su autoridad…
— ¡Ah! En una palabra, habría que excavar en el lugar de la batalla de los extraterrestres con los dinosaurios… ¡Muy bien!
Tras una pausa, Davydov continuó:
— El Sikang es un lugar interesante, sobre todo para paleontólogos como nosotros. ¡Quién sabe lo que podríamos encontrar! Aleksej Petrovic, al final de la era Terciaria coexistían allí formas viejas y nuevas de mamíferos hoy extinguidos. Una desordenada mezcolanza de lo que, en otros puntos de la Tierra había ya desaparecido con lo aparecido más recientemente. ¡Y qué lugar! — añadió animadamente—. Altas montañas cubiertas de nieve, heladas mesetas áridas y desiertas separadas por profundos valles cubiertos de una lujuriante vegetación tropical. Barrancos insuperables separan los pueblos. Entre un pueblo y otro hay, por ejemplo, una distancia de dos kilómetros, pero el valle que los separa es tan profundo e impracticable, que los habitantes de los dos pueblos nunca se encuentran, aunque se vean desde lejos.
Extraños animales, aun desconocidos por la ciencia, viven en lo profundo de los bosques, sobre el fondo de los valles, mientras en lo alto se desencadenan glaciales tormentas. Allí tienen su origen los mayores ríos de la India, de la China y del Siam: el Bramaputra, el Yang-Tze, el Mekong.
Davydov sacó un grueso reloj de tipo antiguo.
— Aún no son las dos. Pero la emoción ha sido tan grande…, ¡me parece como si hubiese pasado ya todo el día! — Se levantó para entregar un aro con unas llaves—. Esconda la caja en aquel armario, a la izquierda… Pase lo que pase, debemos hacer lo imposible. Vamos a ver si Tusilov nos recibe… ¿Se quedará en Moscú, Aleksej Petrovic, hasta que sepamos algo? Alrededor de una semana, es difícil que se tome antes alguna decisión. ¿Será mi huésped, no es verdad? Ahora llamo a mi secretario y luego a casa. ¡Llegaremos tarde!
En el amplio apartamento de Davydov, modestamente amueblado, reinaba el silencio. Por las grandes ventanas entraba la azulada penumbra del crepúsculo estival. Satrov caminaba en silencio arriba y abajo por la habitación. Davydov, hundido en una butaca frente a su gran escritorio, estaba sumergido en sus pensamientos.
Los dos amigos pensaban cada uno en sus propios problemas. No habían querido encender la luz, como si la oscuridad que iba cayendo lentamente atenuase su amargura.
— Me iré mañana — dijo al fin Satrov—. No puedo perder más tiempo- La negativa ha sido irrevocable… Había pocas probabilidades de conseguirlo… Ya se preocuparán nuestros descendientes de aclarar este asunto, cuando esas malditas fronteras no existan, Davydov, sin contestar, miró por la ventana donde, sobre los techos de la casa cercana, brillaban tímidamente las pequeñas y pálidas estrellas en el cielo de la ciudad.
— Es triste quedarse a la puerta de un gran descubrimiento, como un mendigo y no tener la posibilidad de entrar — continuó Satrov—. Ya no volveré a tener paz hasta que muera…
Davydov agitó de improviso por encima de su cabeza los puños cerrados.
— ¡No podemos renunciar! ¡Nos ayudarán! ¡Al diablo el Kam! A fin de cuentas, ¿qué seguridad tenemos de volver a encontrar las huellas de «ellos» en el lugar donde se han conservado los restos de los dinosaurios muertos? Ninguna. Si, por alguna razón, «ellos;» vinieron a la Tierra, no tenían por qué haberse quedado siempre en el mismo sitio. ¿Por qué no buscarlos entre los sedimentos del período Cretáceo, aquí mismo? Podría afirmar, sin más, que si tales restos existen, sólo podrán encontrarse en las regiones donde surjan sistemas montañosos elevados y de reciente formación. El descubrimiento se ha reducido al Kam. ¿Por qué? Porque sólo donde la corteza terrestre se halla fracturada en numerosos fragmentos pequeños, de los que unos se hayan elevado y otros humedecido, puede darse el caso que incluso los modestos sedimentos escapen a la acción de las inevitables inundaciones y erosiones. Si una pequeña depresión cualquiera se hundió en el período Cretáceo y quedó luego encerrada entre las montañas, gracias a la continua sedimentación podría salvarse lo que en otras localidades, en una llanura, por ejemplo, sería barrido y destruido por la acción de los agentes naturales. Tenemos puntos que responden a tales requisitos en las montañas del Kazachstán, de los Kirghises, del Uzbekistán, casi en toda Asia Central. Estas montañas se remontan exactamente a la gran época de formación alpina, que tuvo su inicio al final del período Cretáceo. Tenemos donde buscar, con la condición de saber hacerlo, de otra forma…
— ¡Caramba! No le comprendo, lija Andreevic — le interrumpió Satrov.
— ¿No cree que lo único seguro sea a quien buscar?
— Bueno, no tanto. Hay que descubrir el aspecto de estos extraterrestres, quizá eran una especie de protoplasma incapaz de conservarse… Esto en primer lugar. En segundo, ¿qué hacían aquí? La contestación a la primera pregunta nos dirá la clase de restos que podríamos encontrar excavando, la segunda nos indicará dónde podremos encontrarlos con más facilidad, si tales restos existen efectivamente. ¿En qué punto de nuestro planeta se han estacionado? Desde este punto de vista, nuestra empresa parece desesperada… ¡Pero esto no significa que tengamos que renunciar a ella! Vamos a dividirnos el trabajo como en los viejos tiempos, cuando escribíamos juntos. Usted se ocupará del primer problema, la parte biológica. Yo me encargaré del segundo, la parte geológica, la dirección y el desarrollo de las investigaciones. Tengo algunas ideas, porque ya me ocupé en una ocasión de los grandes yacimientos de dinosaurios del Asia central.
— ¡Vaya trabajo fácil! — Exclamó Satrov—. ¡Nada menos que establecer las formas de vida que puedan existir en otros mundos! En este campo nadie podría decir nunca nada exacto…