— La inspección puede darse por terminada — dijo Davydov, que se secaba continuamente la cara, llena de sudor—. Por aquí tampoco hay nada nuevo, igual que en el segundo sector. Otro montón de huesos. Hace veinte años, más al norte, cerca de las fuentes del Bozaba, en la orilla derecha del Chu, inspeccioné una cantidad aún mayor: treinta kilómetros de longitud. Estos enormes cementerios existen también en el valle del río Ili, en el Kara-Tau y cerca de Taskent. Pero todos son iguales. Entre millones de fragmentos óseos de variada naturaleza, no hay ni un solo esqueleto o un cráneo completo. Es material poco útil. Se trata de cementerios de dinosaurios cuya grandiosidad supera toda imaginación, destruidos en épocas remotas por las fuerzas de la naturaleza.
— ¿Tendrá nuevas consideraciones que hacer sobre estos «campos de la muerte», Ilja Andreevic? — Preguntó su colaborador—. En las obras que ha publicado…
— ¿He sido poco claro? — Le interrumpió Davydov—. Sí, poco claro y, además, erróneo. Entonces no tenía una idea precisa de las proporciones del fenómeno.
— ¿Y ahora qué piensa de ello, lija Andreevic?
— No sé… ¡No sé! —Contestó, con tono brusco, Davydov—. Debo irme dentro de tres horas, si quiero estar por la tarde en Lugovaja. El tren de Moscú sale a la una de la madrugada.
— ¿Debo continuar la vigilancia?
— Por supuesto. Búsquese ayudantes. Es posible que entre tanto material salga algo bueno. Quizá se pueda descubrir algo también en los otros sectores, pero confieso que ya no tengo más esperanzas en esta cantera. Espero más de la número cinco. En ella, los sedimentos tienen un carácter distinto: se trata de depósitos de cursos de agua pequeños y tranquilos, en parte, debidos también al viento. Pero Starozilov está allí desde hace seis meses y aún no me ha comunicado nada interesante.
Parece como si estuviera perdiendo el tiempo. El pobre se estará aburriendo…
En la gran sala de ejercicios para los doctorados había tres jóvenes. Uno, agachado sobre una mesa, conversaba animadamente con una muchacha sentada en una esquina.
— Un descubrimiento verdaderamente histórico — decía el joven, sentado sobre la mesa, mesándose nerviosamente los espesos cabellos rojizos—, que tiene un efecto determinante sobre la futura suerte de la Humanidad. La energía atómica en manos de los agresores amenaza el fin de la civilización de todas las conquistas de la cultura. La geología, la paleontología, no son hoy las disciplinas más importantes: temo haberme equivocado en la elección. Me siento como si estuviese fuera de la verdadera vida. Quisiera formar parte de aquellos que crean la energía atómica. ¿No es verdad, Zenja?
— Sí —contestó la muchacha—, pero si no valemos para las matemáticas… ¿Por qué sacudes la cabeza?
Y se volvió hacia el otro licenciado, que seguía en silencio la conversación.
— Sin embargo, ¡qué interesante es la paleontología! — Suspiró la muchacha—. Es cierto que la física será más importante, pero me parece que también nuestra especialidad puede prestar muchos servicios… El saber..
La puerta se abrió con estrépito, dejando paso a una muchacha bien formada, esbelta, con un rollo de papel milimetrado en las manos.
— ¡Muchachos, ha llegado Ilja Andreevic! Le he visto en el despacho. Ha dicho que viene en seguida con nosotros. Hay que prepararse, y vosotros perdiendo el tiempo con Miska…
Zenja volvió la vista hacia la recién llegada.
— Con Michail hablábamos de cosas serias.
— Ya sé cuáles son vuestras cosas serias. Abandonar la paleontología por la energía atómica. ¡Ya te descubrirán, genio incomprendido! Vamos, preguntemos a lija Andreevic su opinión sobre el particular. ¡Dicen que cuando se enfada las suelta más gordas que nadie!
— ¡Estás loca, Tam! — Protestó el inquieto Michail—. Nunca se le puede decir a un científico: «Su ciencia nos parece poco importante». ¡Somos sus alumnos!
— ¡Pues verás cómo se lo digo! — insistió, testaruda, Támara—. Ya es hora de acabar con tus charlas. No haces otra cosa que fastidiar a Benja, y ya estoy harta…
Se oyeron fuertes golpes en la puerta. Michail saltó inmediatamente de la mesa. Con un gesto espontáneo, Zenja se arregló el cabello. Entró Davydov con una amplia sonrisa, vivaz y alegre. Tras saludar, refirió con pocas palabras su viaje.
— Bien. ¿Habéis hecho progresos? ¿Tenéis preguntas que hacerme? Empecemos por ti, Támara Nikolaevna. Támara sonrió, un poco emocionada.
— ¿Podemos hacerle antes una pregunta de carácter general, Ilja Andreevic? — empezó—. ¿No tiene prisa?
Tras la espalda de Davydov, Michail giró los ojos con cómico terror.
— No tengo ninguna prisa, y sabéis que me asustan vuestras preguntas — contestó Davydov.
— Ilja Andreevic, Michail…, todos nosotros hemos discutido sobre nuestra vocación. Queremos estar seguros… Hoy, los fósiles… En resumen, Michail dice que deberíamos estudiar física… Hemos estudiado el informe de Petrov, no lo hemos entendido, pero es extremadamente interesante. — Támara había hablado con precipitación, confundiéndose. Con la garganta tensa, se apresuró a terminar—. Me gustaría conocer su opinión. ¿Qué nos aconseja?
Davydov se puso serio, frunció el ceño, pero, en contra de lo que esperaba Támara, no se enfadó.
Lentamente, sacó la petaca del bolsillo.
— La ventana está abierta, podemos fumar… La pregunta es sería. Os comprendo. En una época de grandes revoluciones técnicas, las disciplinas no directamente implicadas deben parecer de escasa importancia. Y vosotros, los jóvenes, estáis indecisos, a pesar de la especialización ya adquirida. Yo también haría lo mismo…
Davydov encendió el cigarrillo y quedó mirando, pensativo, la nubecilla de humo.
— Para ciertas personas — empezó, lentamente—, elegir una profesión no plantea particulares problemas. Se ocupan indiferentemente de cualquier cosa, muchas veces con éxito, con buenos resultados. Pero no creo que lleguen a ser nunca buenos científicos. La elección de una rama científica, digan lo que digan, viene determinada por las aficiones, por la capacidad, por los gustos personales. Sólo cuando vuestro cerebro necesite el saber y lo busque como lo hace una persona en trance de ahogarse, sólo entonces seréis verdaderos artífices de la ciencia, que no escatiman sus fuerzas con tal de progresar, que identifican su propia persona con la ciencia. Yo mismo, al principio, tuve mis dudas. Soy ingeniero, me apasiona la técnica, pero mis inclinaciones fundamentales son de carácter histórico. Porque me ocupo también de la historia más antigua de la Tierra y de la vida. Para bien o para mal, esto colma por completo toda mi existencia. Es una pena, quizá, que no sea físico, que no haga las cosas más importantes del momento, pero aquí se trata de combinar mis capacidades con mis intereses, y mis capacidades producirán el máximo fruto si se hallan en armonía con mi elección. No hay que disminuir la importancia de nuestra ciencia.