Pero volvamos a los hechos. Una mañana nos reunimos todos en nuestro laboratorio, colgamos nuestros capotes en los percheros y, antes de ponernos a investigar, iniciamos, como de costumbre, la conversación matutina de preparación. Fue nuestro anciano y reverendísimo director, titular de ciencias, el que empezó. A ratos perdidos se dedicaba a las antigüedades, coleccionaba hachas de la edad de piedra, monedas antiguas y libros. Creo que todo el sentido de su plácida vida reposaba más en estas aficiones que en nuestro trabajo.
— ¡Qué curioso! — Dijo, invitándonos a prestar atención—. Hace poco tiempo, al descifrar una inscripción en una lápida de piedra, encontré esta figura.
Y nos enseñó una hoja blanca sobre la que estaba dibujada, con tinta china, una orejuda lechuza.
— También he podido leer la inscripción — continuó el director con orgullo—. Decía: «Y los años de su vida eran novecientos».
— Ya… — murmuró pensativo uno de mis compañeros de grupo, seductor y burlón—. A mí me bastaría con cuatrocientos.
— ¿Para hacer qué? —intervino, de improviso, un hombre de mediana edad, seco y rechoncho, habitualmente silencioso. Se sentaba junto a mí y se distinguía de todos nosotros por una marcada dejadez en el vestir, por un carácter taciturno y una inaudita capacidad de trabajo.
«Esos cuatrocientos años no le servirían de nada — replicó—. Ni siquiera ahora tiene usted prisa.
— Quiero hacerles observar — el director levantó la voz, como reproche por haber sido interrumpido—. Quiero hacerles observar que tales lechuzas han sido halladas, en distintas épocas, en muchos países. En un desierto existe una gigantesca lechuza de granito. Pero en nuestra localidad es la primera que se ha encontrado. Puedo sentirme orgulloso de ello.
En este momento se iluminó con una amplia sonrisa.
— Esta lechuza y esta inscripción son un descubrimiento mío, personal. He encontrado la lápida al excavar en mi jardín.
Nos alegramos con el afortunado descubridor, miramos, una vez más, la lechuza y cada uno volvió a su sitio.
— Haré todo lo posible para comprender el significado de este dibujo — aseveró el jefe—. Luego escribiré un informe.
— ¿Este jeroglífico no pretendería señalar al hombre que mejor hubiera sabido aprovechar el tiempo? — supuse yo.
— Es posible. Pero hay que confirmarlo.
— ¡Pero novecientos años de vida…! No pude contener la exclamación. ¿Había sido posible alguna vez tal longevidad?
— Todo es posible — graznó mi vecino rechoncho, siempre atareado, sin interrumpir su trabajo.
— Y con esto, ¿qué quiere dar a entender? — preguntó cortésmente el director.
— El tiempo es un enigma — fue la enigmática respuesta.
— Sí, el tiempo es un enigma — recalcó el jefe, logrando, al vuelo, la idea. Descolgó de la pared una clepsidra, le dio la vuelta y la colocó sobre su mesa—. Transcurre — dijo, mirando la arena—. Y miren el resultado: el instante en que vivimos puede compararse a un minúsculo granito, a un punto infinitamente pequeño… Desaparece en seguida…
Noté de improviso una dolorosa punzada en el pecho. Durante algunos meses de mi vida gocé de un inesperado, maravilloso amor, y al recordarlos, con dolor, se me aparecen fundidos en un solo instante, se han convertido en un granito de arena caído en el fondo de la clepsidra. No me queda ninguna huella de ellos. Como si nunca hubiesen transcurrido… Suspiré. Si hubiera podido darle la vuelta a la clepsidra…
— Perdóneme. — El jefe de personal interrumpió mis pensamientos—. ¿Cuál es la consecuencia de su teoría? Si el tiempo es un punto, ¿significa esto que no existe nuestro heroico pasado? ¿No existe un brillante porvenir?
Le gustaba formular en voz alta preguntas directas, que parecían acusar al interrogado de algún horrendo crimen.
— Mis disculpas si he dicho algo incorrecto — replicó nuestro pacífico director—. Me parece que no he tenido el tiempo de formular ninguna teoría. Todo era una fantasía…
— Extraña fantasía. También existen algunos límites…
— ¡Lo nuevo, lo que buscamos, está casi siempre fuera de los límites! — gritó de repente uno de nuestros compañeros, y lanzó una carcajada. Descubrimos así un aspecto inédito en su carácter.
Hacía dos años que estábamos sentados con él en la misma habitación y apenas le conocíamos. Sólo veíamos que se afeitaba a veces y que tiraba el abrigo sobre la mesa, al que le faltaban la mitad de los botones. Trabajaba como cuatro de nosotros, pero no habíamos tenido ocasión de tratarle más a fondo.
— Les contaré ahora una historia curiosa — oímos de nuevo la voz del hombre, hasta entonces perennemente ensimismado en su trabajo.
Todos se quedaron atónitos. Era la primera vez que se había decidido a abrirse, a permitirse el lujo de una conversación con nosotros. Resultaba en verdad inesperado que el discurso sobre la longevidad le hubiese conmovido hasta tal punto.
— Un momento, voy al subterráneo para poner en marcha los aparatos, a fin de que funcionen sin desperdicio de tiempo — dijo, y salió rápidamente.
— ¿Es un hombre solitario? — preguntó alguien.
— No lo creo — replicó el burlón—. De vez en cuando viene a verlo una señora. Les veo desde la habitación contigua. Una mujer joven. Una vez me he cruzado con ella por las escaleras. Caminaba sin ver nada. Cegada por el amor.
— Tiene un reloj antiguo, rarísimo. Funciona con una regularidad extraordinaria y se le da cuerda una vez al año — esto lo explicó el jefe.
— Así es, amigos.
Nuestro canoso y desgreñado compañero entró y se sentó en su sitio, tomando la regla de cálculo.
— Novecientos años dicen… Pero, ¿saben que el tiempo puede detenerse y correr con gran rapidez? ¿Han tenido que aguardar durante una cita?
«Sí, el tiempo puede pasar con enorme lentitud — remachó el director.
«Hasta puede detenerse. Recuerden la comunicación hecha por ciertos científicos, que consiguieron hacer crecer semillas de loto que habían permanecido durante dos mil años en una tumba de piedra. Para ellas el tiempo se había detenido. El tiempo puede ser retrasado y acelerado.
Diciendo esto, hizo deslizar la regla y anotó alguna cosa. Incluso hablando se las ingeniaba para trabajar.
— Ahora ilustraré cuanto he dicho con un cuento que, independientemente de su moraleja, escucharán con interés.
Y, al empezar su relato, se volvió, o así me lo pareció, hacia mí, como si sus palabras fuesen dirigidas a mí personalmente.
— Érase una vez…, bien, sucedió en nuestra ciudad hace algunos años el caso siguiente. Un domingo, en uno de los rincones más sombríos del parque de la cultura se reunieron unos sesenta personajes, o quizá un centenar, bien vestidos, para una cierta conversación que habían decidido mantener al aire libre. Más tarde se supo que en nuestro parque se había realizado, durante más de dos horas, una asamblea de bandidos y de ladrones que estaban, como ellos dicen, «en la ley». Estos señores tienen ciertas reglas propias muy severas.
Quebrantarlas significa la muerte. El que es recibido dentro de la «ley» debe ser necesariamente recomendado por otros, que se convierten en sus fiadores. Al nuevo miembro de la hermandad se le tatúa en el pecho una o varias palabras, por las cuales se puede reconocer en el acto que es uno de ellos.
— ¿Qué tiene que ver esta historia con nuestra discusión sobre el tiempo? — Preguntó el director con curiosidad—. O quizá no haya terminado aún.
— En efecto, aún no he terminado. Tiene que ver. Estoy a punto de entrar en materia. La reunión de los bandidos «legítimos» pronunció seis sentencias de muerte, de las cuales cinco fueron ejecutadas. Pero el sexto condenado continúa libre, porque las cosas se han complicado para ellos. Antes les diré quién era y cuál fue su culpa. Era el jefazo, el presidente, el capitoste, como dicen ellos, de toda la sociedad, el más viejo y astuto de todos los bandidos. Cautivo en una lejana prisión, quizá allí, aislado, concibió la idea de que, a fin de cuentas, había hecho poco o nada en la vida, y poco o nada había sacado de ella. Y la vida que le quedaba era breve. Razonaba así: el sentido de la vida de un bandido consiste en apropiarse, con el menor esfuerzo posible, de las riquezas ajenas. Oro y piedras preciosas. Pero, mientras tanto, el valor y el peso de las cosas está bajando catastróficamente en el ámbito de la sociedad humana.