Nunca hubiera imaginado que la vida fuera a ligarme a aquella historia, que hubiese hecho de mí su segundo protagonista, el sosias.
Para asegurarme de una duda imprevista, una hora más tarde bajé al subterráneo e hice girar la puerta, tras la cual se hallaba el hombre, rodeado de brillantes aparatos de vidrio y de cobre. La puerta casi no había chirriado, pero él sufrió un violento sobresalto, rompiendo algunas probetas.
— Discúlpeme — le rogué.
— ¿Quiere aclarar sus dudas? — repuso, calmándose.
— Es usted un imprudente — contesté.
— No le tengo miedo. — Y se volvió hacia sus aparatos. Lo que había sido sólo una sospecha, era ahora certidumbre. Comprendí lo que hasta entonces había sido un misterio.
Poco antes de estos acontecimientos, había notado que mi persona provocaba un incomprensible interés en alguien. Una sombra me seguía, de lejos, por todas partes, por las calles de la ciudad. Pero nunca había conseguido ver una sola vez el rostro del perseguidor, aunque no tuviera prisa en ocultarse. El desconocido escogía como punto de observación un arco o un portón oscuro. Salía a plena luz del sol, pero apenas me llevaba la mano al bolsillo, donde guardaba mis gafas, se escondía en un portal. Muchas veces me había acercado a la cancela o a la entrada por donde había desaparecido aquel individuo, pero sin hablar a nadie. Hacía pocos días que cayó la primera blanda y purísima nieve. Caminaba, ya de noche, por la desierta calle, cuando oí pasos a mis espaldas. Antes de que tuviese el tiempo de volverme, comprendí: era él, o ella. Giré la cabeza y adiviné algo como una capa o una cola de frac, que se esfumaba tras la esquina. Me puse a seguirlo, pero al llegar al otro lado de la calle vi una callejuela blanca completamente desierta. Miré la nieve y no encontré ninguna huella. Más tarde recordé que en aquella ligera y espumosa nieve se adivinaban algunas huellas cruciformes, semejantes a las de una inmensa pata de gallina.
Expliqué todo esto con un susurro a mi compañero. Me estrechó la mano y contestó:
— Gracias. Yo también he comprendido algo. Y ahora váyase. Debo darme prisa. Como ve, el tiempo me aprieta. Tampoco haría usted mal en acelerar los tiempos. No sabemos qué puede suceder.
Ambos trabajábamos en el mismo problema, pero desde puntos de vista diferentes. Uno de nosotros tenía razón, el otro se equivocaba. Pero el problema era de tal magnitud, que justificaba un error mientras indicase a los otros el justo camino. Buscábamos el modo de condensar la luz solar. El producto que hubiésemos obtenido habría asegurado meses y años de fúlgida luz solar y de calor al lejano continente cuyos habitantes no sabían lo que era el sol. Porque una parte de nuestro planeta nunca es iluminada por el sol. Allí reinan eternos la noche y el invierno. El hecho de que mi compañero hubiese afrontado precisamente este esencial problema constituía para mí una prueba suplementaria de su verdadera identidad: el extraordinario jefe de bandidos que tenía prisa por vivir. ¿Sería capaz de realizar en un año, incluso en dos, su plan?
Siempre he considerado las cosas con sobriedad, contando el paso de cada año, pensando continuamente por dónde había que empezar, pues el inicio de una investigación significa dejar a un lado cualquier otro trabajo y encerrarse en el laboratorio durante una buena docena de años. Si hubiese podido movilizar al laboratorio entero con este objetivo… Pero por ahora podíamos agradecer a Dios que nos hubieran permitido, por lo menos a nosotros, ocuparnos de esta idea. Teníamos muchos oponentes. Casi todos los miembros del consejo científico nos consideraban como unos visionarios. Esto significaba diez años. ¿Cómo podría él hacerlo sólo en dos?
Pero ni siquiera le quedaban dos años, sino unas pocas horas. A la mañana siguiente me telefonearon desde el hospital. Mi singular amigo había aparecido, desangrado, la noche anterior, cerca de nuestro portal (vivíamos en la misma casa). Presentaba profundas heridas de cuchillo en la espalda. Todo el instituto estaba alborotado. Se pidió consejo a los más célebres médicos del policlínico. Demasiado tarde. Hacia mediodía los empleados del instituto dieron ya aviso a la funeraria.
Su muerte, que en cierto modo él mismo había predicho, nos conmovió por la mañana, cambiábamos miradas significativas. Descubrí mi carácter pusilánime: desde un principio cedí ante el pánico, hasta adelgacé. No podía soportar ningún diálogo que no se refiriese estrictamente al trabajo, al que me entregué con ensañamiento durante una semana. Pero transcurrida ésta, al recibir el último número de nuestra revista científica y leer en el índice el nombre del miembro correspondiente, S., me sentí enrojecer y olvidé todo lo que no fuera aquel trozo de papel cubierto de signos impresos.
Hojeé nerviosamente la revista y vi en seguida la nota, compuesta en menudos caracteres (las expresiones más cáusticas siempre están compuestas en tipos minúsculos). Rodeado de palabras corteses y venenosas, 15 leí mi apellido. Mi vida volvió a su curso habitual. ¡Papel, papel, quién te ha inventado! Abandoné mi trabajo. Instigado por mis partidarios, escribí un artículo e incluí en él no una, sino tres notas. Estaban destinadas a anonadar a mi adversario. Todo el personal participó en la redacción de aquellas notas. Si quieren ver ustedes aquel trabajo, les sugiero que vayan a la galería Tretjakov y den una ojeada al cuadro de Repin, Los Zaporojci, En aquel cuadro está pintado todo nuestro grupo: nuestro director, que se ríe aguantándose el vientre, y yo, sentado a la mesa, con gafas y pluma en mano.
Olvidé completamente a aquel individuo que me había seguido, escondiéndose tras las esquinas, bajo los arcos y en los portones. Después de las penosas jornadas que ya conocen y que finalizaron con el funeral, no volvió a aparecer. Comprendí que me había seguido uno de los miembros de la hermandad, cuya misión era ejecutar la condena.
Pero, poco después de haber recibido el periódico con el artículo de respuesta a mi inveterado enemigo S., un día en que salí de la redacción en donde se me había encargado un nuevo artículo, me di cuenta de que se me espiaba. Me giré, pero no vi a nadie. Al mirar más atentamente, descubrí en una casa semidestruida que demolían unos obreros, en una brecha oscura del primer piso una figura que se alejó en seguida, desapareciendo tras el muro.
Justamente aquel día iba a celebrar mi trigésimo cumpleaños. Quería invitar a mis compañeros con tal motivo, pero como verán, aún no se había hecho de noche que ya sobre mi fiesta caía la primera sombra.
Volví a casa, subí al primer piso. En la sala común, donde por la noche mirábamos todos la televisión, me esperaba un compañero: el petimetre amante de las bromas.
— Bueno, ¿hay juerga hoy?
— Me siento un poco indispuesto — contesté—. Lo dejaré correr.
— No hay que poner esa cara en un día como hoy. Treinta años es la mejor edad para un hombre, Y me regaló una chillona corbata.
— ¿Y si organizásemos una fiestecita? Te juro que pescarás una castaña… — prometió—. He conseguido un vino estupendo.
Pero, mientras hablaba, divisé en el rincón más alejado a una mujer desconocida. Parecía esperarme desde hacía rato, no sé cómo lo adiviné. Se levantó, dio unos pasos hacia mí, y ya no oí nada más de lo que decía mi compañero. Era una mujer que frisaba la treintena, de hombros muy torneados, bellísima. Su belleza residía en ciertas atrayentes irregularidades del rostro y, sobre todo, en su mirada recta y melancólica. Esa misma belleza se reflejó al punto, como un eco, en la voz baja y tranquila de la mujer. Recordé de repente a la otra el granito de oro, que hacía ya mucho tiempo cayó en el fondo de la clepsidra. Aquélla yacía olvidada, inexistente, mientras ésta salía a mi encuentro.
— Me han pedido que le entregue esto para su cumpleaños — dijo — con voz casi oficial y me entregó el yafamiliar reloj, pesado, con la cadenita de acero—. Y además esto otro…