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La portilla se abrió con estrépito y sobre nuestras cabezas apareció entre nubes de humo un rostro enmascarado. Era el conductor del carro que nos había remolcado. Permaneció esperándonos cerca de la encrucijada.

Estábamos salvados.

Una vez repuestos gracias al oxígeno de las pesadas botellas que nos proporcionaron inmediatamente, el conductor nos explicó que el teniente coronel había enviado a nuestro encuentro una división de tanques.

En efecto, un minuto después, casi a la vez, aparecieron por doquier los perfiles de las máquinas de guerra con los faros encendidos. Parecía como si esperasen ocultos tras los árboles, esperando la señal de ataque.

Alejandro saltó fuera de la portilla y, de pie sobre la coraza, gritó algo a los otros tanques. Me acerqué a él.

— ¿Sabes? Si tuvieran motores eléctricos como nosotros, los llevaría inmediatamente a la taiga.

— ¿Por qué? ¿Ha quedado alguien aun? — exclamó maravillado.

— ¿Cómo por qué? ¡Ha quedado el fuego! — Alejandro sacudió el pie con indignación, mostrando un puño amenazador a la taiga—. ¡Maldito fuego! ¡Hay que destruirte con bombas, atacarte con tanques… — gritó enardecido.

— No soy práctico en esta materia, pero creo que con los acumuladores de Jarcev, se podrían construir máquinas antiincendio para bosques, estepas, yacimientos de turba… Y no harían falta muchos…

Ya era de noche. El tanque quemado, manchado de hollín, nos llevaba cansadamente a remolque. Y tras él, saltando sobre las asperezas del camino como una pelota gigantesca, rodaba la esfera. Sobre su superficie de color guinda se encendían y apagaban aún chispas de oro.

Por la tarde, el teniente coronel nos invitó a su casa. Vivía cerca de la escuela, junto a la orilla del río.

Llegué un poco antes y, esperando a mis amigos, salí a la veranda. Una pantalla azul extendía una luz suave sobre la mesa preparada para la cena, mientras mariposas nocturnas revoloteaban alrededor de la lámpara.

Reinaba un silencio insólito, casi sereno y límpido, que nada parecía poder romper. Todo reposaba, los campos, los abedules, el río que corría perezoso.

La frescura de la noche producía agradables estremecimientos. Sentía la frescura del rocío, un sabor de menta en la boca; las gotas de rocío sobre los cabellos me producían esa sensación de ligero cansancio que se experimenta tras un baño.

Sentado en una esquina a la sombra, donde no llegaba la luz de la lámpara, miraba la esfera, ahora ya fría y apenas perceptible entre los matorrales y los arbustos. Parecía como si también ella reposase.

Nunca había saboreado la alegría de un silencio tan profundo, tras los fragores del tanque y el aullido del fuego.

Se oyó un ligero tintineo de vasos sobre la mesa. Vi a Andrej con una muchacha desconocida. Pero no. ¡Era Valja! Parecía otra sin la máscara…

Con un traje blanco de estrecha cintura, con una faja dorada, un pañuelo de seda del mismo color alrededor del cuello, nada en ella recordaba la testaruda pasajera del tanque ininflamable.

El pelo claro, los ojos y los labios sonrientes, los movimientos dulces, todo la hacía extrañamente atractiva.

Sin verme, la joven tomó amistosamente del brazo a Andrej y le llevó a la veranda.

— Por la mañana la esfera estará completamente fría. El teniente coronel me ha dicho que los enviados de la academia de Ciencias no llegarán hasta mañana… No dormiré en toda la noche. Si fuese el mensajero de otro planeta…

— Es posible que adivine hasta dónde llegarán estas fantásticas hipótesis — sonrió Andrej y en su voz noté una afectuosa ironía—. ¿No se ofende?

— Dígamelo — le animó Valja, echándose a reír—. Espero que no me veré obligada a escuchar impertinencias…

— Ignoro cómo lo tomará, pero se lo diré igualmente. Es probable que de pequeña le regalaran un huevo de chocolate con sorpresa… Ya la veo sacudiendo el huevo para saber lo que contiene, veo cómo empujada por una irresistible curiosidad lo rompe, y encuentra un relojito de juguete o un anillo de latón. Por eso pretende ahora romper esa esfera y ver lo que se oculta en su interior…

Me sentí incómodo al escuchar la conversación y me levanté.

Valja me miró maravillada, mientras que Andrej sonriente me presentó:

— Sólo como formalidad… Ya se conocen porque las pocas horas pasadas juntos en el tanque valen por muchos años de relaciones…

Cambiamos un apretón de manos. Valja me examinó sin ceremonias y luego, de improviso, estalló en una carcajada. Confieso que me sentí cortado.

Valja se excusó en seguida y me explicó que su hilaridad era debida a recordarnos con las máscaras puestas, que nos hacían semejantes a monstruos. Estaba contenta de no haberse equivocado al imaginarme tal como me veía ahora.

La explicación no me pareció muy convincente, pero Andrej intervino en favor de la muchacha:

— Dejémoslo, no la obliguemos a justificarse… ¡Hace una noche tan hermosa!

Sí, recordaré aquella noche toda mi vida. A fin de cuentas Jarcev, Alejandro, incluso yo en cierto modo, habíamos hecho todo lo posible para salvar aquellas dos personas del fuego. Evitamos este tema no por modestia, sino simplemente porque nos fastidiaban las palabras solemnes: «heroísmo», «abnegación»… Sí, por casualidad, a Valja o a Nikolaj Spiridonovic se les hubiesen escapado de improviso… Por otra parte, a decir verdad, no se podía decir quién demostró más valor, si nosotros o ellos.

Por fortuna, la conversación se centró en el misterioso meteorito, en las ondas radio reflejadas y los acumuladores de Jarcev.

Llegaron luego el teniente coronel Stepanov y un radiante Nikolaj Spiridonovic.

El profesor había conseguido ponerse en contacto con la vecina estación ionosférica, la cual había confirmado la exactitud de sus hipótesis sobre determinados reflejos. Según parece, sus observaciones habían resultado muy valiosas.

— Han grabado en cinta todas mis emisiones. Mañana volveré a la isla para coger el diario de observaciones. ¡Será muy interesante! — nos dijo entusiasmado, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz.

A mí me interesaban los acumuladores. Yo también quería examinar al día siguiente el diario seguido por Jarcev sobre los experimentos del laboratorio. Pero lo más importante era que los acumuladores constituían; un invento maravilloso. Quién sabe si habría llegado igualmente a la misma conclusión con sólo leer los informes sobre los experimentos del laboratorio…

— Han funcionado en condiciones de temperatura verdaderamente infernales, demostrando una excepcional robustez — exclamé.

— Tampoco se han resentido cuando el tanque cayó en el barranco… — añadió Nikolaj Spiridonovic, rascándose involuntariamente la nuca.

En la puerta apareció Alejandro con una guerrera de un blanco deslumbrante y hombreras de plata. La impecable raya de los pantalones caía sobre la punta de los brillantísimos zapatos.

Recordé las negras manchas de hollín sobre su traje de amianto y no pude retener una sonrisa.

Estábamos todos contentos y a veces reíamos sin motivo. Pero Alejandro no se dejó contagiar por nuestro buen humor y, tras haber lanzado una ojeada a su uniforme sin encontrar ningún defecto, se acercó a Egor Petrovic.

— Teniente coronel. El alférez Beridze se presenta a sus órdenes. Permítame mañana ir a apagar el incendio. Los acumuladores ya están preparados.

Sonriendo, Egor Petrovic le ofreció una silla, — En primer lugar no le he ordenado nada, sólo le he invitado a cenar. En segundo lugar, el incendio ya está apagado desde hace una hora. Ha llegado tarde, Alejandro… Por favor, a la mesa, amigos. Compañeros — exclamó cuando estuvimos todos sentados—, ha pasado mucho tiempo desde que pronuncié el último brindis. Fue para anunciar el fin de la guerra y la paz. Tal vez alguno de vosotros, más jóvenes, hayan creído que terminaron los tiempos del heroísmo, la época de las empresas heroicas. Pero nuestra vida es luminosa y llena de imprevistos. Y no sólo en condiciones excepcionales, como las que hoy hemos encontrado, es posible realizar una empresa… También para poseer los secretos de la naturaleza, para obligar a la naturaleza a servir al hombre, son necesarios los héroes…