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Sentí la necesidad de alentar a Egor Petrovic. Levanté la copa brindando por la alegría de la investigación creadora y por el éxito del invento de Jarcev.

Andrej habló de la amistad que nos debe unir en nuestra vida pacífica. Sobre su rostro brillaba una luz interior tan apasionada, que no pude por menos de admirarlo.

Intenté no mirar a Valja y mucho menos de admirarla, porque sabía que no le habría gustado a Andrej. Debía regresar a Moscú con él, pero ella se quedaría. Quién sabe lo que podría suceder, pues las jóvenes son tan inconstantes… Aunque Valja no manifestaba por Andrej ningún sentimiento, ni de palabra ni con la mirada.:

Una amistad normal y nada más.

Me gustó ver que la muchacha se mantenía fiel a sí misma cuando volvió al tema del meteorito.

— Egor Petrovic ha hablado de los misterios de la naturaleza. En la Tierra existen aún muchas cosas misteriosas, pero la naturaleza no espera que nosotros las resolvamos y nos manda otros misterios del cielo — arrugó la frente con satisfacción y preguntó—: Egor Petrovic, ¿cuándo llegarán sus científicos? ¿Por la mañana o por la tarde? ¡No tengo intención de esperarles!

— El huevo de chocolate… — exclamó Andrej, sonriendo.

Valja parecía enojada y, para evitar una posible disputa, le pregunté cuándo terminaba en la Universidad.

— Espero pasar el curso por correspondencia. Me he buscado un trabajo.

— ¿Dónde?

Con asombro y secreta alegría por mi parte, Valja nombró el instituto científico donde yo trabajaba. Tal vez la destinarían a nuestro laboratorio.

Discutimos luego, cuando de repente nos callamos.

Del jardín llegaba un extraño rumor. Se produjo entonces un estruendo penetrante como si a dos pasos de nosotros se cortasen planchas de acero, mientras una llama cegadora violeta iluminaba toda la escena.

Nos incorporamos para lanzarnos a la balaustrada. La llamarada violeta brotaba de un gran agujero que se había abierto en la esfera.

La esfera se desplazó de su lugar, rodó a lo largo del sendero arenoso, saltó sobre un parterre y, rota la red de alambre, resbaló silbando sobre el campo de tenis.

Una verdadera lástima que los representantes de la academia de Ciencias no hubiesen llegado aquella misma tarde. Aunque el profesor Cernikov fuese un científico notabilísimo, de vasta y enciclopédica cultura, no pudo ayudarnos a explicar el enigma del meteorito.

¡Y qué podíamos decir! Cuando tuve ocasión de hablar de nuestro meteorito con algún especialista, dedicado toda su vida al estudio de los cuerpos celestes, la respuesta fue que la ciencia nunca había conocido ningún precedente parecido.

Y, sin embargo, nosotros habíamos visto con nuestros propios ojos el «caso». Seguramente, no se volvería a repetir, pero, ¿por qué menospreciarlo? ¿Acaso no existen también otros misterios científicos?

Recuerdo que aquella tarde se nos plantearon también otros enigmas, que intentamos explicar, aun de modo primitivo, basándonos en nuestros conocimientos científicos.

Nuestro meteorito se comportó de forma bastante extraña, desde luego. ¿Qué necesidad tenía de rodar sobre el campo de tenis?

Ante mis ojos se hallaba el parterre aplastado, los tallos despedazados de las dalias, la línea de los cálices requemados, la arena del sendero vitrificada, el conjunto iluminado por una alarmante llama violeta semejante a la luz de una lámpara de mercurio, formando un cuadro irreal.

Aún no nos habíamos recuperado de la sorpresa, cuando la esfera se inmovilizó. La llama se apagó. La oscuridad sólo era rota por el disco incandescente del agujero que se había abierto en la superficie de la esfera, parecido al respiradero de un motor a reacción. En la parte opuesta se advertía una negra fisura, que recordaba la huella de una portilla semi cerrada.

— ¡Fíjense! — balbuceó Nikolaj Spiridonovic, sacudiendo la cabeza—. ¡Estamos en plena metafísica!

El teniente coronel recogió del suelo un bastón y giró alrededor de la esfera, golpeando ligeramente sobre su superficie. El interior estaba vacío.

El bastón empezó a quemarse; relucientes chispas brillaron sobre el fondo oscuro del meteorito.

— No se ha enfriado del todo aún — dijo con calma Egor Petrovic.

— Habría que sujetarla con un cable — murmuró Alejandro, como hablando consigo mismo.

— ¿Por qué? —rió Andrej—. ¿Y si saliera volando? — Pero al notar la expresión airada de Valja, contuvo al punto la carcajada—. Habrá que montar vigilancia, desde luego…

Egor Petrovic dio muchas vueltas en torno a la esfera, examinándola atentamente. Por fin se detuvo, sacó una pitillera y, al ver que estaba vacía, la volvió a meter en el bolsillo.

— No se acerquen — advirtió y notando que Valja se había movido—. Atrás todos…, llamen a la guardia…

— Perdone, Egor Petrovic — le interrumpió el profesor—. ¿Por qué la guardia? ¿De quién tenemos que defendernos? Lo único que tenemos que hacer son observaciones científicas.

— Naturalmente…, pero mi deber es prevenir cualquier contingencia.

Alejandro se puso en posición de firmes.

— Permítame quedarme aquí.

— Muy bien — consintió Egor Petrovic—. Pero no se acerque. Vigílelo desde un punto a cubierto. Tomó a Valja de la mano, diciendo:

— Ya son suficientes aventuras. ¿Por qué quiere correr riesgos inútiles?

Valja le miró con una sonrisa maliciosa.

— Me parece que también usted se ha puesto a fantasear. Todos esperábamos algo extraordinario de este extraño meteorito.

En los escalones de la terraza la muchacha empezó a toser; sin duda sentía aún en la garganta el humo de la taiga ardiente. Al sacar un pañuelo del bolsillo, dejó caer algo.

Me incliné y entregué a Valja un fragmento de metal azulado.

— Gracias — me dijo—. ¿Cómo he podido olvidarme de esto? Lo había traído expresamente para enseñárselo.

Nos explicó que había recogido el trocito de metal junto al meteorito, pensando que se trataba de un fragmento de éste.

Andrej lo estuvo examinando mucho rato, lo rascó con un cuchillo, lo estudió atentamente y, al fin, suspiró aliviado:

— Desde el punto de vista de ingeniero, comprendo ahora que el meteorito, aun siendo hueco, no haya saltado en pedazos.

Todos aguardamos en silencio. En los labios de Valja bailaba una sonrisa escéptica: sabía que Andrej intentaría diluir sus fantasías románticas con aquel regalo del cielo.

— Es un metal ligero y muy estable, que no se ha quemado en su contacto con la atmósfera — explicó Andrej en tono árido, profesional—. Con toda evidencia constituía la envoltura externa del meteorito…

La hipótesis no me parecía convincente, pero una vez que Andrej hubo desarrollado su idea estaba casi de acuerdo con él. Explicó que la envoltura del meteorito, al encontrarse en estado de fusión, había actuado en cierto modo como amortiguador, suavizando el golpe. El meteorito la había perdido, luego al caer al barranco.

— ¿Está de acuerdo conmigo, Nikolaj Spiridonovic? — preguntó Andrej al terminar su explicación.

— ¿Por qué me lo pregunta a mí? Mañana podrá exponer su hipótesis a los especialistas. Yo habría estudiado muy a gusto la cola ionizada de los meteoritos, de tener alguno de ellos entre las manos… Pero sólo hoy se nos ha concedido esta suerte…, los científicos han estudiado ya la conductividad de la llama en un mechero de gas, y eso que me interesó…, ¿comprende, Víctor Sergeevic? Las altas frecuencias…