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Sacó del bolso un pliego y me lo entregó.

— ¿De parte de él? — preguntó.

— Sí —contestó la mujer.

¿Pensé en asegurarme por precaución de que el amigo que ya no existía hubiese conocido totalmente el amor de otro ser humano, un amor que no se pudiera comprar ni robar? No tuve tiempo para ello. Ella leyó lapregunta en mi rostro y con un gesto de la mano me detuvo.

— En efecto, así ha sido — susurró—. Y es. ¡Y será! Pero él no estaba seguro… Yo jugaba. ¿Me entiende…? Cuando me permitieron entrar en el hospital, le estuve gritando una hora entera. ¡Sí, sí, sí! Pero ya no me oyó.

Incliné la cabeza. Pobre compañero. Sí, yo sabía bien de qué se trataba.

Me metí el reloj en el bolsillo y acompañé a la mujer hasta el vestíbulo. Luego regresé.

— Es ella — murmuró nuestro petimetre—. La que venía a visitar al bandido. No se fijaba en nadie. Si te cruzabas en su camino, seguía en línea recta, como si pretendiera traspasarte. Ciega de amor.

Y añadió, sonriendo:

— Pero sí se ha fijado en ti. ¡Permanece al tanto!

Me encerré en mi habitación y rompí el sobre.

«Esta carta le será entregada si me matan — escribía mi difunto amigo—. Es usted un hombre de talento. Por eso le escribo, porque sabe más de mí que los otros y quizá sabrá valorar el tiempo en mayor medida que los demás. Sólo se vive una vez. Hay que apurar la vida sin perder el aliento, a grandes sorbos. Hay que aferrar lo que tiene de más precioso. No es el oro, ni los adornos. Desearía que viviese hasta la gran alegría. Deberá recordar el continente oscuro donde hoy viven millones de hombres. Puede que el día en que reciba esta carta sea el día de su verdadero nacimiento…»

No terminé de leer la carta. Un pensamiento vigoroso, feliz, me sacudió de improviso, interrumpiéndome.

«Soy más feliz que él — se me ocurrió pensar—. Ahora tengo media vida ante mí, dos tercios como máximo. No necesito apresurarme. Habrá tiempo para todo.»

En aquel momento una densa masa oscura cubrió mi ventana. Seguramente los pintores habían subido un andamio hasta aquel nivel del edificio. Volví la página para seguir leyendo, acercándome a la ventana otra vez con luz.

«¿Pero qué hacen los pintores fuera, en invierno?», pensé de repente. Alcé la vista y sentí un escalofrío. Al otro lado de la ventana, sobre un hierro clavado en la pared, se posaba una gigantesca lechuza de orejas peludas, con mechones grises y, hecho extraño, muy deformada, como si hubiera sido esculpida por un hombre primitivo. Era mi lechuza. Fue entonces cuando la vi por primera vez, viva. Con toda mi fuerza, agité el brazo con la carta. Pero mi gesto no la impresionó lo más mínimo.

Una duda fulminante y profunda me asaltó, y me sentí inundado de sudor a causa de imprevisto dolor y miedo. Recobré la respiración a duras penas y me sequé la frente. La lechuza seguía en su sitio, inmóvil, vertical, como todas las lechuzas. Respiré otra vez, me enjugué de nuevo la frente y salí con cautela de la habitación. No recuerdo cómo llegué a la calle, cubierto de hielo. ¿Adonde ir? Ah, sí, allí abajo, donde trabaja mi compañero de colegio, neuropatólogo experto, hombre de espíritu dinámico. Mi caso le interesará, se ocupará de mí.

Caminé rápidamente a lo largo de la calle envuelto en el crepúsculo violáceo hasta que, a mis espaldas, oí unos pasos saltarines. Giré la cabeza. Alguien estaba detrás del árbol más cercano. Por fin vi claramente una oreja peluda y un ala levantada. ¡La lechuza era tan grande como yo!

El médico estaba ocupado. Esperé largo tiempo sentado cerca de la puerta blanca del estudio, mientras oía más allá rápidos pasos medidos. Finalmente la puerta se abrió, y apareció mi compañero de colegio, con camisa blanca, un sombrero hundido hasta las cejas, adelgazado y empalidecido por las insomnes noches de trabajo.

— ¡Muy bien! — oí gritar no sé dónde.

— Siempre lo mismo — murmuró él con una mueca nerviosa, mirando sin verme—. Tampoco esta vez es nada importante.

Me incorporé. El médico giró lentamente sobre sí mismo. Advirtió mi presencia. Al reconocerme, tendió la mano.

— Si vienes a visitarme, no es el momento.

— No estoy para visitas.

— Acércate un poco — me tomó la mano, observando la punta de los dedos—. ¿Cuántos años tienes?

— Treinta…

— Ya, me olvidaba de que tenemos la misma edad. ¿Qué te preocupa? ¿Te persigue alguien?…

— ¡Si supieras quién! Un ser muy extraño… Te vas a reír.

— Lo conozco. ¿Quieres que te lo enseñe? Ven conmigo-.

Me acompañó al estudio y me hizo volver hacia la ventana.

— Mi lechuza — murmuré.

Estaba encaramada allí afuera.

— No sólo es tuya — explicó el médico—. Es mía también. Ahora dame las manos, quiero verlas.

Dio un paso hacia el escritorio, volviéndose de espaldas durante un cierto tiempo. Luego se dirigió hacia mí.

— De todos modos más tarde o más temprano lo sabrás. Bien, es mejor que lo sepas ahora. Te queda un año de vida.

El suelo se hundía bajo mis pies, y me habría caído si no me hubiese sujetado, dejándome sobre una silla.

Sé que hay hombres que no temen a la muerte; son valientes que no tienen nada que perder. Os lo confieso, me puse a temblar de miedo. Al terminar mi trabajo hubiera aceptado la muerte. ¡Pero ahora no!

— No te creo — susurré.

— Harías mejor en levantarte y correr — replicó, levantando una ceja, visiblemente nervioso—. Tienes un año de vida.

— No te creo.

— ¡Vete! — Gritó de repente—. No me hagas perder el tiempo. Yo también estoy enfermo, sólo me queda un año y medio de vida…

Sin embargo, en la puerta me detuvo y me habló muy excitado:

— Es una vieja enfermedad y sólo la padecen los hombres de ingenio. En ellos adquiere una forma aguda. Tiene un proceso más lento para los perezosos, y la muerte sobreviene sin que se den cuenta.

— ¿Y aún no habéis descubierto nada?

— Sí, pero aún no sabemos curar. Sin embargo, hemos descubierto algo…

Y me dijo las siguientes e incomprensibles palabras:

— Quien vea claramente a la lechuza está medio salvado.

Luego la puerta se cerró detrás de mí.

«¿La distingo con toda claridad? Será preciso que mire», pensé.

Entonces oí un tictac en el silencio: el reloj cumplía su trabajo. Marcaba claramente los segundos. Al escuchar aquel sonoro latido, saqué la pesada cebolla de acero, metí la clavija cincelada y le di cuerda. Giré la llave una veintena de veces hasta notar que resistía. El reloj tenía cuerda para un año.

— ¡Debo apresurarme! Hay que meditarlo todo — dije para mí. Por primera vez en mi vida, me apresuraba de veras, con plena sangre fría.

La pura y helada noche me acogió con las alegres luces, con el ruido de los automóviles, con el lejano brillo de las estrellas.

— Meditaré mientras miro las estrellas — decidí. Y el cielo estrellado pareció acercarse a mí para que pudiese ver mejor en el grandioso infinito.

— Muy bien. La carne morirá. Que muera. Pero el pensamiento. ¿Es posible que desaparezca el pensamiento? — cerré los ojos.

" ¡No desapareceré!» — gritó en la oscuridad mi pensamiento. Era modesto, cosa que no ocurre con las ideas.

—Mira — resonó su voz—. El mundo de los hombres existe desde hace miles de años. Pero, ¿cuánto viven las cosas hechas por los hombres? Máquinas, muebles, objetos… Todo se desvanece en unos pocos años. ¿Cómo hemos acumulado todo lo que nos rodea? Muy sencillo. Hemos reunido los pensamientos: los secretos de la fusión de los metales, las fórmulas de las medicinas, el misterio de la solidificación del cemento… Quema los libros, destruye los secretos de los oficios, permite que pasen los años necesarios para que se olviden definitivamente, y la humanidad reemprenderá el camino de siempre, empezando por el hacha de piedra. Y tu hijo, tu hijo, recuérdalo bien, no tu nieto, desterrando el engranaje que habías fabricado en tu juventud, la adorará como un milagro creado por los dioses.