Me quedé sin respiración.
— ¡Diamantes! — conseguí murmurar, sin tener apenas fuerzas para alargar la mano, cogerlos y examinarlos más de cerca.
Valja se sentía dueña de la situación. Ella había encontrado el meteorito y descubierto los diamantes. Generosamente, asumió una actitud de modestia.
— ¿Es quizá algún cristal de origen volcánico? Nunca he oído que en los meteoritos hubiese diamantes.
— Entonces no has oído muchas cosas, hija — dijo Nikolaj Spiridonovic, acariciándole afectuosamente la cabeza—, y no es cuestión de envanecerse. Yo ya soy viejo, pero todavía recuerdo que, de joven, me interesaba por los cuerpos celestes. Recuerdo haber leído que en 1886 en un meteorito carbonoso de casi dos toneladas caído en la gobernación de Pensa, se encontraron diamantes. Es verdad, aunque mucho más pequeños, no como éstos.
Rogó a Alejandro que sacase una lente de los gemelos. Con ella se puso a examinar las piedras. Escogió las mayores y, apoyado con todo su cuerpo en la mesa y con un ojo cerrado, observó atentamente los insólitos regalos del cielo.
Al fin me decidí yo también. Tomé un trozo de carbón sobre el que llameaban los diamantes al parecer ya bruñidos, y para probar su propiedad más importante, esto es la dureza, empecé a rayar con los agudos cantos el fondo de un vaso. Se desvaneció toda duda: los diamantes eran verdaderos.
— Por supuesto — dijo Nikolaj Spiridonovic, depositando el fragmento que tenía en la mano—, lo más interesante no está en este tesoro inopinadamente llovido del cielo. ¡Quién sabe si gracias al estudio de estas piezas hallaremos el sistema de fabricar diamantes artificiales!
— ¿En esferas de fuego como la nuestra? — preguntó alegremente Alejandro—. Para hacerlos…
Andrej moderó su entusiasmo y explicó que para la cristalización de los diamantes se precisa una temperatura de miles de grados y una enorme presión del orden de 40–60 mil atmósferas. Nadie había conseguido nunca reunir esas dos condiciones a otras también necesarias.
— Pero tal vez ahora… — Andrej quería llegar hasta el fondo de su pensamiento, pero Valja no le dio tiempo de concluir.
— ¡Maravilloso! — exclamó—. ¡Qué puede haber más noble, más bello, que un diamante! Veo que sonríe, Andrej… Lo sé, los diamantes son necesarios ante todo para la técnica… Imagina que pronto los diamantes artificiales, menos costosos, se utilizarán en barrenas, cizallas, máquinas automáticas de gran velocidad. ¿Recuerda que una vez me habló de ello?
— Sí —admitió Andrej, añadiendo un poco confuso—. Habrá suficientes diamantes para la técnica y para…
En aquel momento tosí, quizá pensando que iba a decir «y para las mujeres amadas», aun cuando su carácter no le permitía expresar sus sentimientos con claridad. Es cierto que después volví a pensar en ello y no vi motivo de que Andrej se turbara. En efecto, la frase podía referirse muy bien a todos los enamorados de la tierra. ¿No merecían todos los dones más bellos, especialmente si los brillantes hubiesen perdido su elevado precio, tan contrario al espíritu de los románticos, y quedando para siempre como una bellísima obra de la naturaleza, del arte y de la mente humana?
Pero Andrej no dijo nada. Se produjo un silencio embarazoso que Egor Petrovic intentó romper con las siguientes palabras:
— Tiene razón, Andrej. Los diamantes son preciosos tanto para la técnica como para adorno. Y los más preciosos son los diamantes de agua pura, tan duros y estables que no arden ni en el fuego. En su tanque, así como en la esfera de fuego, se han cristalizado los caracteres, Y nuestro bien más precioso son efectivamente estos hombres de voluntad dura como el diamante.
Tal vez no debería formular tan inmerecido juicio sobre nuestros actos, pero he pensado que estas palabras se refirieron a muchos héroes auténticos, que en verdad los merecen. Porque los caracteres no se cristalizan sólo en un tanque, éste es un caso particular, sino en cualquier lugar donde haya verdaderos hombres.
He conocido hombres semejantes; son hombres que pueden hacerlo todo. Trabajar, soñar y discutir con ellos era mi único deseo.
En el cielo nocturno brilló de nuevo una estrella fugaz. Su estela luminosa se dispersó lentamente. Pero yo no soñaba ya con viajes más allá de las nubes, no formulaba ingenuos deseos. El deseo que apenas había formulado, se cumpliría igualmente.
Arcadij y Boris Strugackij
El Blanco Cono de Alaid
La embriomecánica es la ciencia que estudia la formación de los procesos de desarrollo biológico y la teoría de la construcción de mecanismos que se autodesarrollan.
Vachlakov dijo a Asmarin:
— Irá usted, a la isla de Sumsu.
— ¿Dónde está? —preguntó ceñudo Asmarin.
— En las Kuriles septentrionales. Partirá en avión hoy a las doce treinta. Con el mixto Novositairsk-Port Providence.
Los embriones mecánicos debían ser experimentados en las más diversas condiciones. El instituto se interesaba sobre todo en asuntos interplanetarios, por lo que treinta grupos de cuarenta y siete habían sido enviados a la Luna y a los planetas. Los restantes diecisiete debían operar sobre la Tierra.
— Bien — murmuró lentamente Asmarin.
Confiaba en ser destinado a un grupo interplanetario, tal vez a la Luna, y tenía muchas probabilidades de ser elegido, pues nunca se había sentido tan bien como en aquellos últimos días. Se hallaba en excelente forma y había esperado hasta el último momento. Pero, quién sabe por qué, Vachlakov había decidido de otra forma. No podía ni siquiera hablar con él de hombre a hombre, porque en el despacho había algunos desconocidos de rostros sombríos.
— Bien — repitió con calma.
— Allí ya están al corriente — continuó Vachlakov—. Recibirá instrucciones en el lugar de la prueba, en Bajkovo.
— ¿Dónde está?
— En Sumsu. Es la capital administrativa de Sumsu. Vachlakov entrelazó los dedos y se puso a mirar la pared.
— También Sermus se quedará en la Tierra — dijo—. Irá a Sacharu.
Asmarin se calló.
— Ya he escogido sus ayudantes — explicó Vachlarkov—. Tendrá dos. Estupendos muchachos.
— Novatos — masculló Asmarin, — Se espabilarán — cortó rápido Vachlakov—. Están bien preparados. Buenos muchachos, se lo digo,
llenos de iniciativa.
Los desconocidos presentes en el despacho sonrieron con respeto. Vachlakov añadió:
— Entre otras cosas, uno ha prestado servicios en Pioneros.
— Bien — dijo Asmarin—, ¿eso es todo?
— Todo. Puede irse. Enhorabuena. La carga y los hombres están en el ciento dieciséis.
Asmarin se acercó a la puerta. Tras un instante de duda, Vachlakov le gritó a sus espaldas:
— Vuelva cuanto antes, camarada. Tengo algo interesante para usted.
Asmarin cerró la puerta tras sí y se entretuvo un poco. Luego recordó que el laboratorio ciento dieciséis estaba cinco plantas más abajo y se dirigió hacia el ascensor. En él encontró a Tazudzo Misima, un japonés rechoncho de cráneo afeitado y gafas azules. Misima preguntó:
— ¿Dónde va su grupo, Fedor Semenovic?
— A las Kuriles — contestó Asmarin.
Misima guiñó los ojitos hinchados, extrajo un pañuelo y se puso a limpiarse las gafas. Asmarin sabía que el grupo de Misima partiría hacia Mercurio, destino Altiplano Ardiente. Misima tenía veintiocho años y aún no había alcanzado el primer millar de millones de kilómetros. El ascensor se detuvo.