— Sayonara, Tazudzo. Yorosiku — dijo Asmarin. Misima sonrió de oreja a oreja.
— Sayonara, Fedor-san — dijo.
El laboratorio ciento dieciséis, una sala luminosa, estaba desierto. En una esquina a la derecha se hallaba el huevo, una esfera pulida de casi un metro de altura. En el ángulo izquierdo estaban sentados dos hombres. Al entrar Asmarin se levantaron. Asmarin se detuvo para mirarlos. Tendrían unos veinticinco años, todo lo más. Uno era alto, de cabellos claros, de cara roja y fea. El otro, más bajo, de tez oscura y tipo español, vestía un chaleco de piel agamuzada y pesadas botas de montaña. Asmarin se metió las manos en los bolsillos, se levantó sobre las puntas de los pies y luego volvió a apoyarse sobre los tacones.
«Novatos», se dijo. De improviso sintió un dolor en el costado derecho, en el lugar en el que le faltaban dos costillas.
— Hola — saludó—. Soy Asmarin. El hombre de la tez oscura mostró sus blancos dientes.
— Ya lo sabemos, Fedor Semenovic — cesó de sonreír y se presentó—: Kuzma Vladimirovic Sorocinskij.
— Galcev Viktor Sergeevic — le siguió el joven de los cabellos claros.
«¿Quién de los dos estaría en Pioneros? — se preguntó Asmarin—. Tal vez el tipo español, Kuzma Sorocinskij.»
— ¿Cuál de vosotros ha estado en Pioneros?
— Yo — respondió Galcev.
— ¿Y por qué le han…? — preguntó Asmarin—. Si no es un secreto…
— No lo es — contestó Galcev—. Por disciplina.
Miró a Asmarin fijamente a los ojos. Galcev tenía ojos azul claros bajo largas pestañas femeninas. Contrastaban singularmente con el rudo rostro sonrosado.
— Sí —aseveró Asmarin—. Un pionero debe ser disciplinado. Todos deben ser disciplinados. Esta es mi opinión. ¿Qué sabe hacer?
Vio que las cejas de Galcev se movieron, y tuvo una cierta satisfacción. Repitió:
— ¿Qué sabe hacer, Galcev?
— Soy biólogo — contestó Galcev—. Especialista en nemátodos.
— Ah… — murmuró Asmarin, volviéndose hacia Sorocinskij—. ¿Y usted?
— Ingeniero gastrónomo — explicó Sorocinskij, mostrando de nuevo los dientes blancos.
«Estupendo — pensó Asmarin—. Un experto en gusanos y un cocinero. Un pionero indisciplinado y un chaqueta de gamuza. Buena pasta, especialmente aquel pionero fracasado. Caramba con Vachlakov. Se imaginaba a Vachlakov escogiendo con meticulosidad entre dos mil voluntarios a los elementos destinados a los grupos interplanetarios, echando una ojeada final a las listas, mirando el reloj y diciendo: «El grupo de Asmarin irá a las Kuriles. Asmarin es experto, es formidable. Le bastará con tres hombres, o con dos. Las Kuriles no son Mercurio, no son la Altiplanicie Ardiente. Bien, démosle este Sorocinskij y este Galcev. Además este Galcev ha sido pionero».»
— ¿Conocen el trabajo? — preguntó Asmarin.
— Sí —asintió Galcev.
— Bueno, Fedor Semenovic — dijo Sorocinskij—, nos han instruido.
Asmarin se acercó al huevo y tocó su fría superficie pulimentada. Luego preguntó:
— ¿Saben qué es esto? ¿Galcev?
Galcev levantó los ojos hacia el techo, pensó un poco y dijo con voz monótona:
— Conjunto embriomecánico M 3–8. Embrión mecánico modelo 8. Sistema mecánico autónomo de auto desarrollo que comprende el dispositivo MCV — mecano cromosoma de Vachlakov—, un sistema de órganos perceptivos y ejecutivos, un sistema director y un sistema energético. El M3-8 es un conjunto embriomecánico que puede desarrollarse en condiciones cualesquiera y con cualquier materia prima en cualquier construcción comprendida en el programa. El M3-8 está destinado…
— Usted — indicó Asmarin a Sorocinskij, quien contestó sin pararse a pensar:
— Este ejemplar del M3-8 está destinado a ser empleado sobre la Tierra. Programa standard. Modelo 64. El embrión se desarrolla en una cúpula de cierre hermético, para seis personas, con plataforma y filtro de oxígeno.
Asmarin miró a través de la ventana y preguntó:
— ¿Peso?
— Cerca de un quintal y medio.
Los operarios del grupo experimental podían no saber estas cosas.
— Bien — explicó Asmarin—. Ahora les diré lo que no saben. Primero, el «Huevo» cuesta diecinueve mil horas de trabajo especializado. Segundo, pesa efectivamente un quintal y medio y si es necesario deberán empujarlo incluso a fuerza de brazos.
Galcev asintió con la cabeza. Sorocinskij dijo:
— Muy bien, Fedor Semenovic.
— Así me gusta — dijo Asmarin—. Empiecen en seguida. Empújenlo hasta el ascensor y bajenlo al andén. Luego vayan al almacén para recoger los aparatos de registro. Preséntense con todo el cargamento en el aeropuerto a las veinte horas. Les recomiendo puntualidad.
Se volvió y salió. A sus espaldas resonó un fuerte rumor. El grupo de Asmarin empezaba a ejecutar la primera orden.
Al amanecer el estrato plano mixto, mercancías y pasajeros, descargó el grupo sobre un terocarro en el segundo estrecho de las Kuriles. Con mucha habilidad, Galcev sacó al terocarro del picado y miró en torno suyo, echando una ojeada al mapa y otra a la brújula hasta divisar Bajkovo, unas pocas filas de edificios de dos pisos de litoplástico blanco y rosa dispuestas en semicírculo alrededor de]a pequeña pero profunda bahía. El terocarro se posó sobre el malecón. Un paseante madrugador (un jovencito de torso desnudo con un par de pantalones de tela encerada) les indicó la sede de la administración. El administrador de servicio, un viejo agrónomo del lugar, les acogió cordialmente.
Después de escuchar a Asmarin, propuso escoger algunas pequeñas alturas junto a la costa septentrional. Hablaba el ruso bastante bien, sólo de vez en cuando dudaba en alguna palabra como si estuviese inseguro o tal vez porque tartamudeaba un poco.
— La costa septentrional está bastante lejana — declaró el administrador—. No hay buenas vías de acceso, pero dispone del terocarro. Por otra parte, no puedo sugerirle otra localidad más cercana. No entiendo de experimentos físicos, pero la mayor parte de la isla está cultivada y por doquier trabajan los escolares. No puedo correr riesgos.
— No existe el menor peligro — aseguró Sorocinskij—. En absoluto.
Asmarin recordó que una vez, dos años antes, se vio obligado a permanecer durante una hora entera agarrado a una escalera de incendios, para salvarse del plástico fundido que el protoplasma necesitaba para perfeccionarse. Aunque es cierto que entonces no existía el «Huevo».
— Gracias — dijo—, la costa septentrional irá muy bien.
— Sí —dijo el viejo—, allí no hay campos cultivados. Sólo abedules. Unos arqueólogos también trabajan allí por alguna parte.
— ¿Arqueólogos? — preguntó asombrado Sorocinskij.
— Gracias — concluyó Asmarin—. Pienso partir inmediatamente.
— Pero antes vamos a comer — indicó el viejo. Consumieron la comida en silencio.
— Gracias — dijo Asmarin, levantándose—. Ahora debemos irnos ya.
— Hasta la vista — se despidió el viejo—. Si necesitan algo no hagan cumplidos.
— No, no haremos cumplidos — afirmó Sorocinskij. Asmarin le miró de reojo y se volvió de nuevo hacia el viejo.
— Hasta la vista — dijo.
En el terocarro, Asmarin advirtió:
— Jovencito, como vuelva a permitirse otra salida por el estilo, le expulsaré de la isla.
— Perdóneme — rogó Sorocinskij.
El rubor aparecía aún más bello sobre su cara olivácea y lisa.
A lo largo de la costa septentrional no había efectivamente campos cultivados, sino sólo abedules. El abedul de las Kuriles crece «extendido», se tiende a lo largo del suelo y sus troncos, sus ramas húmedas y nudosas, forman mallas espesas e insalvables. Desde lo alto, las manchas de vegetación parecen inofensivos prados verdes, aptos para el aterrizaje de aparatos no muy grandes. Ni Galcev, que guiaba el terocarro, ni Asmarin ni Sorocinskij con los abedules de la Kuriles. Asmarin indicó un monte en lo redondo. Sorocinskij echó una tímida ojeada a Asmarin, respondiendo: