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Asmarin se lo agradeció y le rogó que se ocupase de la comida. Sentado a la sombra del tero carro, masticando una brizna de hierba, Asmarin miraba con ojos entornados el blanco cono de la lejana montaña. Sorocinskij despertó a Galcev y ambos se apartaron para conversar en voz baja.

— Yo prepararé la sopa — decidió Sorocinskij—, tú ocúpate del segundo plato, Vitja.

— Tenemos pollo por alguna parte — murmuró soñoliento Galcev.

— Aquí está —dijo Sorocinskij—. Los arqueólogos son muy simpáticos. Uno es todo barba, no se le ve ni siquiera un poco de piel. Hacen excavaciones en las fortificaciones japonesas de 1940. Parece que allí hubo una fortaleza subterránea con una guarnición de veinte mil hombres. Luego las tropas soviéticas los expulsaron, capturando todos sus cañones y sus tanques. El barbudo me ha regalado un cartucho de pistola. ¡Mira!…

Galcev dijo molesto: —Déjame en paz, por favor. Tira esa chatarra.

Se sintió un olor de sopa.

— Su jefe — continuó Sorocinskij— es una muchacha formidable. Una rubita con un cuerpo… Me hizo bajar a la casamata para obligar a mirar por la tronera. Desde allí, me dijo, se dominaba toda la costa septentrional.

— Y bien — preguntó Galcev—. ¿Es verdad?

— ¿Quién sabe? Tal vez sea verdad, pero yo la miraba a ella. Luego hemos medido juntos el espesor de la fortificación.

— ¿Y has tardado dos horas?

— ¡No! De repente pensé que ella tendría el mismo apellido que el barbudo y lo he dejado correr. Pero te digo que aquellas casamatas son una verdadera porquería. Oscuras, llenas de moho. ¿Dónde está el pan?

— Aquí —indicó Galcev—. Podría ser únicamente la hermana del barbudo, ¿no?

— A lo mejor — admitió Sorocinskij—. Fedor Semonovic, a la mesa, por favor.

Durante la comida, Sorocinskij afirmó que la palabra japonesa totika deriva del término ruso ognevaja tocka, y que la palabra rusa dot está tomada del inglés con el mismo significado de «centro de fuego». Luego se extendió sobre el tema de los centros de resistencia, habló de casamatas, de troneras, de densidad de fuego por metro cuadrado, lo cual impulsó a Asmarin a comer de prisa y a renunciar a la fruta. Después de comer, Asmarin dejó a Galcev observando el «Huevo». Se introdujo en el tero carro y se adormeció. A su alrededor reinaba un extraordinario silencio, roto sólo de vez en cuando por la voz de Sorocinskij que, mientras lavaba los platos, entonaba una canción. Galcev, sentado con los prismáticos, no separaba la vista de la cima de la colina.

Cuando Asmarin se despertó, el sol estaba a punto de salir; por el sur avanzaba un crepúsculo violeta oscuro y hacía fresco. Las montañas del oeste se habían vuelto negras, el cono del lejano volcán se marcaba sobre el horizonte como una nube gris. El «Huevo» estaba rodeado de una aureola escarlata. Sobre los campos de sandías se extendía una niebla azulada. Galcev estaba sentado aún y escuchaba a Sorocinskij.

— En Astrakán — decía Sorocinskij— he comido la «Rosa del Shah». Era una sandía de gran belleza. Tenía un sabor de piña.

Galcev de vez en cuando tosía.

Asmarin permaneció aún inmóvil algunos minutos, escuchando su sordo dolor del costado. Recordó los tiempos en que comía sandía en Venus con Gorbovskij. Desde la Tierra habían enviado una nave entera para el centro planetológico. Gorbovskij y él se las habían comido hundiendo los dientes en la blanda pulpa, mientras a lo largo de las mejillas caían chorros de zumo, y luego se tiraban los unos a los otros las cortezas grises.

— ¡Era para chuparse los dedos, te lo digo a ti que eres gastrónomo!

— Silencio — advirtió Galcev—. Despertarás al viejo.

Asmarin se puso cómodo, apoyó la barbilla sobre el respaldo del asiento anterior y entornó los ojos. En el habitáculo hacía calor y el aire era un poco sofocante. El plástico metalizado que constituía el aparato se enfriaba lentamente.

— ¿Nunca habías volado con el viejo? — preguntó Sorocinskij.

— No — negó Galcev.

— Me da un poco de pena. Y al mismo tiempo le envidio. Ha tenido una vida como yo no tendré nunca. Pero ahora está acabado.

— ¿Por qué acabado? — preguntó Galcev—. Sólo ha dejado de volar.

— Cuando un pájaro deja de volar… — Sorocinskij calló—. Se puede decir que ahora todos los Pionerosestán acabados — añadió, de improviso.

— Tonterías — objetó, tranquilo, Galcev. Asmarin escuchaba cómo Sorocinskij insistía en el tema.

— Míralo — decía, señalando el «Huevo»—, los harán a centenares y los lanzarán sobre mundos desconocidos y lejanos. Y cada «Huevo» construirá allí una ciudad, un cohetedromo, un astroplano, explotará minas, recogerá y estudiará también tus nemátodos. Los Pioneros no tendrán más que recoger informaciones y sacar fotografías.

— Tonterías — repitió Galcev—. Ciudades, minas… ¿Y la cúpula hermética para seis personas?

— ¿Qué tiene que ver la cúpula hermética?

— ¿A quién sirve?

— No importa — insistió Sorocinskij—. Es el final de los Pioneros. La cúpula hermética es sólo el principio. Enviarán primero máquinas automáticas que lanzarán los «Huevos», y cuando todo esté listo, llegarán los hombres.

Se puso a discutir las posibilidades de la embriomecánica, citando claramente la conocida relación de Vachlakov. Hoy se hablaba mucho de ella, pensaba Asmarin. Es verdad. Se insiste cada vez más en que, una vez probadas las primeras naves interplanetarias automáticas, a los interplanetarios sólo les quedará sacar fotografías. Cuando Akimov y Sermus lanzaron el primer SCIBE — sistemas cibernéticos exploradores—, Asmarin quiso retirarse de los Pioneros. Esto sucedió veinte años antes. Desde entonces, en infinidad de ocasiones había estado a punto de irse al infierno tras los fragmentos de los SCIEE, teniendo que llevar a cabo lo que las máquinas no habían logrado hacer. Es cierto que las astronaves automáticas, los SCIBE, la embriomecánica, aumentarán el poder humano, pero los mecanismos no están en situación de sustituir completamente el cerebro y la sangre caliente del hombre. Un novato, pensó Asmarin de Sorocinskij. Un charlatán.

Cuando Galcev dijo por cuarta vez «tonterías», Asmarin salió del aparato. AI verlo, Sorocinskij se calló y se puso en pie. Tenía entre las manos la mitad de una sandía, aún verde, en la que había clavado un cuchillo. Galcev se quedó sentado con las piernas cruzadas.

— ¿Quiere un poco de sandía, Fedor Semenovic? — preguntó Sorocinskij.

Asmarin negó con la cabeza y, metiéndose las manos en los bolsillos, se puso a mirar la cima de la montaña. La pulida superficie del «Huevo» enviaba pálidos reflejos rosados. Ya era oscuro. Entre la niebla surgió de improviso una estrella luminosa que se puso a correr lentamente por el cielo azul intenso.

— El satélite número ocho — murmuró Galcev.

— No — repuso, con seguridad, Sorocinskij—. Es el número 17. ¿Qué digo? Es el «Satélite Espejo».

Sabiendo que, efectivamente, era el satélite número 8, Asmarin apretó los labios y se fue hacia la colina. Sorocinskij le aburría terriblemente; además, debía controlar las cámaras.

Volviéndose hacia atrás, vio un fuego. El inquieto Sorocinskij aventaba el brasero, agitando los brazos con una pose pictórica.