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— El fin sólo es un medio — oyó Asmarin—. La felicidad no está en la felicidad misma, sino en la búsqueda de la felicidad…

— He leído eso en algún sitio — dijo Galcev.

Yo también, pensó Asmarin. Decidid ordenar a Sorocinskij que se fuese a la cama. Asmarin miró el reloj. Las agujas luminosas señalaban la medianoche. La oscuridad era ya completa.

El «Huevo» se rompió a las dos cincuenta y tres. Era una noche sin luna. Asmarin dormitaba cerca del fuego con el costado derecho expuesto a la llama. El rojo Galcev estaba junto a él, medio adormilado también, mientras que Sorocinskij, al otro lado del fuego, leía un periódico. En aquel momento, el «Huevo» se rompió.

Se oyó un ruido fuerte y penetrante. Luego, la cima de la colina se iluminó con una luz anaranjada. Asmarin miró el reloj y se levantó. La cima de la colina se delineaba con bastante nitidez sobre el fondo del cielo estrellado. Y cuando los ojos, deslumbrados por el brasero, se adaptaron a la oscuridad, vieron un gran número de pequeñas luces rosadas, que se difundían lentamente desde el punto en el que se encontraba el «Huevo».

— ¡Ya empieza! — exclamó Sorocinskij—. ¡Ya empieza! ¡Vitja, despiértate, ya empieza!

— ¿Quieres callarte un poco? — gruñó Galcev.

De los tres, sólo Asmarin sabía lo que pasaba allá arriba. En las primeras diez horas posteriores a la activación, el embrión mecánico se habituaba al ambiente. Los mandos abstractos colocados en el conjunto positrónico se modificaban y se sintonizaban con la temperatura externa, la composición y la presión de la atmósfera, la humedad y muchos otros factores determinados por los receptores. El sistema digestivo — un maravilloso «estómago de alta frecuencia»— se adaptaba a la transformación de la lava y de la toba en litoplástico polimerizado, mientras los acumuladores neutrónicos se disponían a suministrar la exacta cantidad de energía para cada proceso. Terminada la fase de sintonización, el mecanismo empezaba a desarrollarse. Todo cuanto en el «Huevo» no fuese necesario para el desarrollo en una determinada situación, se transformaba e iba a beneficiar los órganos actuantes ocupados en el proceso. Luego, se rompía la cáscara y el embrión mecánico empezaba a asimilar alimentos del suelo.

Los fuegos se hicieron cada vez mayores y su movimiento más rápido. Se oyó un zumbido: los ejecutantes roían el suelo y transformaban en polvo fragmentos de toba. Sin ruido, se levantaban de la cima, lanzándose al cielo estrellado volutas de humo luminoso. Un reflejo desigual, tembloroso, iluminó durante un segundo formas extrañas que rodaban pesadamente. Luego, todo desapareció de nuevo. El fragor aumentó en intensidad.

— ¿No podemos acercarnos más? — preguntó Sorocinskij, en tono de súplica.

Asmarin no contestó. Había recordado el primer experimento hecho con un embrión mecánico tipo «Huevo», hecho algunos años atrás. Entonces, Asmarin era aún un novato en cuestiones de embriomecánica. El embrión mecánico había sido preparado en un amplio pabellón junto al instituto: dieciocho casetas, semejantes a armarios incombustibles a lo largo de las paredes y una gran masa de cemento en el centro. En la masa de cemento estaban sepultados los sistemas actuante y digestivo. Vachlakov había hecho una señal con la mano y alguien había pulsado el interruptor. Permanecieron todos en el pabellón hasta altas horas de la noche. La masa de cemento se había fundido. Por la noche surgió del vapor y del humo el perfil de una casita de litoplástico de tres habitaciones con calefacción de vapor y su propia fuente de energía eléctrica. Una casita igual a las fabricadas con los sistemas normales, sólo que en el baño había quedado un cubo de cerámica — «el estómago»— y las complejas articulaciones de los actuantes emomecánicos. Tras haberla examinado, Vachlakov había empujado a los actuantes con el pie, diciendo:

— Basta ya de pruebas. Hay que hacer el «Huevo».

Por primera vez se pronunció aquella palabra. Luego, mucho trabajo, muchos éxitos y también muchos fracasos. Los sistemas embriomecánicos habían aprendido a sintonizarse por sí solos, a adaptarse al ambiente, a reintegrarse. Habían aprendido a servir dócilmente al hombre en las condiciones más complejas y peligrosas. Habían aprendido a desarrollarse en casas, excavadoras, cohetes. Habían aprendido a no romperse al caer de grandes alturas, a no averiarse en olas de metal incandescente, a no temer al cero absoluto. Centenares de hombres, decenas de institutos y laboratorios habían ayudado al embrión mecánico a transformarse en lo que era ahora, el «Huevo». No, era una suerte que le hubiese tocado a Asmarin quedarse en la Tierra. ¿Quién era, después de todo, para pretender algo más?

Sobre la cima de la colina, las volutas de humo luminoso se hacían más frecuentes. Los diferentes rumores del proceso se fundían en un solo murmullo metálico. Los rojos fuegos errantes formaban cadenitas, las cadenitas se entrecruzaban en extrañas líneas móviles. Un resplandor rosa se encendía sobre ellas, permitiendo distinguir alguna cosa enorme y curvada que fluctuaba como una barca sobre las olas.

Asmarin miró de nuevo el reloj. Eran las cuatro menos cinco. Sin duda, la lava y la toba eran materiales aptos porque la cúpula crecía con mucha mayor rapidez que en el cemento. Habría sido interesante observar las variaciones de temperatura… El mecanismo construía la cúpula de arriba a abajo, por lo que los actuantes ahondaban siempre más en la colina. Para que la cúpula no quedase enterrada, el embrión mecánico debía preocuparse de colocarla sobre pilotes o de desplazarla junto a la fosa excavada por los actuantes. Asmarin se imaginaba los bordes incandescentes de la cúpula, a los cuales las paletas de los actuantes iban soldando nuevas partículas de litoplástico fundido.

Durante un minuto, la cima de la colina quedó sumida en el silencio. Los golpes cesaron, dejando paso a un vago rumor. El mecanismo reorganizaba el trabajo del sistema energético.

— Sorocinskij — llamó Asmarin.

— Sí —contestó la voz de Sorocinskij, en la oscuridad.

— Vaya a la derecha de la colina y observe desde allí, No suba a la cima por ningún motivo.

— Voy corriendo, Fedor Semenovic.

Le oyó pedir en voz baja una linterna a Galcev; luego, el circulito amarillo de luz se reflejó sobre las piedras y desapareció.

Volvió el ruido. De nuevo se encendió un resplandor rosado sobre la cima de la colina. Asmarin creyó que la cúpula negra se había desplazado un poco, pero no estaba seguro. Pensó con despecho que debería haber enviado a Sorocinskij antes, en cuanto el embrión salió del «Huevo». Pero no importaba, las cámaras se lo revelarían todo a su tiempo.

De pronto resonó un estrépito ensordecedor. Sobre la cima de la colina brilló un relámpago rojo. La luz escarlata iluminó las pendientes y se apagó. El resplandor rosa se hizo amarillo y luminoso y fue envuelto por un humo denso. Otro golpe ensordecedor, y Asmarin vio con pánico cómo se levantaba una enorme sombra entre el humo y las llamas que se desprendían de la colina. Algo macizo y pesado, de superficie pulida, flotaba en unas patas delgadas e inestables. Otro trueno ensordecedor, seguido de un rayo que serpenteó en el cielo. La tierra tembló y la sombra suspendida en el resplandor del humo cayó.

Asmarin corrió entonces hacia la colina. Allí algo zumbaba y crepitaba. Resoplidos de aire caliente chocaban con sus piernas. En la ondulante luz rosa, Asmarin vio caer, arrastrando consigo trozos de lava, las cámaras tomavistas, únicos testigos de cuanto había sucedido en la cima.

Tropezó con una cámara, que caía estirando las patas replegadas del trípode. Asmarin avanzó con más lentitud hacia los guijarros ardientes que se acumulaban a lo largo de la cuesta. En lo alto reinaba ahora el silencio, mientras algo ardía todavía en el humo sin llama. Luego resonó otro golpe y Asmarin vio una débil chispa amarilla.