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El viejo me escuchó sonriente, como habían hecho tantos otros, pero con una bonachona condescendencia. Luego, me dijo:

— El problema, Radij Grigorjevic, es que corre usted demasiado. Realmente, no tenemos necesidad de asentamos en los planetas del sistema solar: sobre la Tierra estamos bien y hay espacio. Sus ideas podrán ser útiles dentro de trescientos años. Tal vez se sentirá orgulloso de ello y pensará: ¡Qué intuición! Pero se equivoca. No tiene mérito ocuparse de los problemas a destiempo. Cuando sea necesario y posible, los hombres se preocuparán de la reconstrucción de los planetas. Entonces resolverán sin fatigas todos los problemas que desea usted afrontar hoy.

No estaba de acuerdo, pero no me enfadé. Vivir con el pensamiento puesto en los siglos futuros me parecía honorable. Y seguí insistiendo a Pavel Aleksandrovic sobre los detalles del proyecto. El viejo, sonriente, demolía mis ideas, pero al mismo tiempo se animaba a proseguir. Tal vez le gustaba mi fogosidad belicosa. Y, además, la villa estaba solitaria. En verano era distinto: llegaban nietos y bisnietos y en el jardín resonaban alegres voces infantiles. Pero en invierno, sólo había algunas cartas y el timbre del teléfono.

Pavel Aleksandrovic me escuchó, luego le escuché yo a él, mientras dictaba a la secretaria electrónica sus famosas memorias. Justo entonces empezaba a publicarlas en Komsomlskaja Pravda. Estoy seguro de que recordarán el principio, la primera línea:

«Nuestra expedición salió hacia la Luna para empezar los preparativos…»

Observé:

— Pavel Aleksandrovic, no se procede de manera tan… Todos inician las memorias en su niñez, en el día de su nacimiento; muchos, incluso, en el árbol genealógico, Pero usted se salta la cuarta parte de su vida y empieza en el día en que partió hacia la Luna…

Entonces fue cuando le oí decir por primera vez:

— Radij, nosotros, los hombres del cosmos, tenemos nuestro propio modo de contar. No medimos la vida por años, sino por descubrimientos, por viajes. Por eso comienzo el libro con mi primera empresa.

— Pero al lector le interesa saber cómo es usted, qué hizo de joven, cómo se ha convertido en un explorador del espacio.

El viejo no estaba de acuerdo. — No es verdad. Al lector no le intereso yo, sino lo que yo he hecho. Cada época se ha inclinado por una profesión. Hubo la época de los navegantes, la época de los escritores, de los aviadores, de los inventores. Nosotros los cosmonautas somos los favoritos del siglo XXI. No recuerdan siempre, somos los primeros en ser invitados y habitualmente se nos reserva el lugar de honor. Estas palabras las encontrarán en el Postsonplim del primer volumen de las Memorias, en donde se dice, entre otras cosas:

«He tenido la suerte de nacer con el alba de la época de los grandes descubrimientos cósmicos. Los años de mi juventud coinciden con los años jóvenes de la astronáutica. La Luna fue conquistada antes de que yo creciera. Cuando era joven, soñé con conocer Venus; de adulto, con Júpiter; de anciano, el viejo Neptuno.

La técnica me ha permitido realizar todos mis sueños. En menos de un siglo, en el transcurso de mi vida, las velocidades han crecido desde ocho hasta 8.000 kilómetros por segundo. Las posesiones de la Humanidad se han engrandecido inconmensurablemente. A mitad del siglo pasado dominaba un solo planeta con un radio de 6.300 kilómetros. Hoy posee una esfera cuyo radio es de cuatro mil millones de kilómetros.

Nos hemos hecho más fuertes e inteligentes, hemos enriquecido la física, la astronomía, la geología, la biología, a través de la comparación de nuestro mundo con los otros. Sólo un sueño no se ha realizado: no hemos encontrado hermanos racionales. Aún no estamos cansados, es cierto. Pero hoy por hoy, es imposible continuar más adelante. Ahora hemos alcanzado ya los confines del sistema solar, hemos visitado todos los planetas, frente a nosotros está el espació interestelar. Hemos recorrido cuatro horas-luz pero para alcanzar la estrella más cercana hacen falta cuatro años-luz. Podemos alcanzar una velocidad de 800 kilómetros por segundo, pero ahora nos haría falta una velocidad cientos de veces mayor. Evidentemente, no alcanzaremos los demás soles tan pronto, algunos sostienen que nunca lo conseguiremos. El cohete de fotones y otros proyectos aún más atrevidos, por ahora no pasan de proyectos. La época de los descubrimientos cósmicos deberá marcar el paso, tal vez, durante tres o cuatro siglos.»

Los hombres van al cosmos con fines diferentes. Yo, por ejemplo, como ingeniero, pensaba en construcciones a escala planetaria. Carusin, sin embargo, confiaba en hallar seres racionales, y con esta esperanza en el corazón pretendía descubrir nuevos mundos. Pero nada había que descubrir y limitarse a actuar como piloto cósmico no era para él. Le convenía más el descanso, los honores, los nietos, las memorias, la casita… Y así habría terminado su vida, en un callejón sin salida, de no haber pensado yo de improviso en la posible existencia de infra-soles.

En realidad, él mismo había provocado en mí aquella idea con su obstinación de no querer admitir el hecho de que no quedase nada más por explorar.

Este es mi razonamiento. Hasta los confines del sistema solar hay cuatro horas-luz; hasta la estrella más cercana, cuatro años-luz. Un desmedido océano de vacío. Pero, ¿estamos realmente seguros de que sólo haya un vacío? Únicamente sabemos que en este espacio no hay estrellas luminosas; de existir, serían visibles. ¿Y si existiesen cuerpos no luminosos u oscuros? ¿No podría suceder en los mapas celestes, al igual que en los de la Tierra, que estén indicadas sólo las estrellas-ciudades y omitidas las estrellas-pueblos?

Tomemos, por ejemplo, una esfera de diámetro de quince años-luz. Estarán comprendidos en ella cuatro soles: el nuestro, el Alfa de Centauro, Sirio y Proción. También podríamos contar siete soles, porque, a excepción del nuestro, los demás son estrellas dobles.

Pero en el mismo espacio se observan también una decena de estrellas poco luminosas: enanas rojas, subenanas, enanas blancas. Son estrellas próximas, casi todas invisibles a simple vista, cuya existencia sólo hemos conocido en el siglo XX.

Por lo tanto, a simple vista se ven unas pocas, y con el telescopio, algunas decenas. ¿No existen en el espacio centenares de cuerpos celestes invisibles incluso con telescopio? Entre los miles de millones de estrellas poco luminosas conocidas por nosotros, es difícil localizar un centenar de ellas más pequeñas y cercanas.

También las temperaturas sugieren la misma conclusión.

En el mundo de las estrellas rige esta regla: cuanto mayor es la estrella, tanto más caliente será; cuanto más pequeña, tanto más fría. Las enanas rojas son unas diez veces más pequeñas que el Sol, tienen una temperatura de 2 a 3.000 grados. Supongamos que existan cuerpos diez veces más pequeños que las enanas rojas. ¿Cuál será su temperatura? Probablemente, 1.000, 600, 300, 100 grados. Las mayores tendrán una luminosidad insignificante; las otras, cero. A una temperatura inferior a los 600 grados, los cuerpos emiten únicamente rayos infrarrojos; es decir, invisibles. Soles invisibles, negros como el carbón… Y nos interesarían aquellos que tuviesen una temperatura en la superficie de treinta grados sobre cero, planetas oscuros pero calientes, calentados desde dentro.

¿Por qué no los hemos descubierto aún? En parte, porque no los hemos buscado; en parte, porque es difícil encontrarlos. Desde la Tierra es absolutamente imposible verlos. En efecto, la Tierra emite también una luz infrarroja, vivimos en medio de llamas infrarrojas. ¿Es acaso posible, estando entre llamas, ver la luz de pequeñas estrellas lejanas?

Expuse con excitación todas estas consideraciones a Pavel Aleksandrovic. Por el rabillo del ojo vi pasearse por sus labios una sonrisa condescendiente, mientras fruncía las espesas cejas. ¡Y yo que pensaba haber razonado con lógica! Conseguí terminar y esperé la sentencia.