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– ¿Lo cuálo?

– ¿Sabes lo que ha tardado la naturaleza en poder dotarte de esas tetas que tú desprecias? Con el orden cósmico no se juega, bonita…

– A ti porque te gustan gordas. Además, ¿no habías dicho que estaba tan buena?

– Antes estabas requetebuena, has perdido exactamente un «requete».

Aquella noche precisamente forcé el paso de los dos para cruzar Guillamet en diagonal y ahorrar el rodeo hasta el semáforo de Travesera. Inevitablemente me fijé en la casa del número 15, con su tapia y su jardincillo, y al pasar por delante vi algo que me llamó la atención.

– Espera un momento -le dije a la Fina, mientras hacía gesto de desembarazarme de ella. Rodeé el coche aparcado frente a la entrada y, apartando un poco la hiedra, miré en el poste de la electricidad que se alzaba junto a la tapia. Atado a él volvía a haber un trapito rojo, pero éste estaba limpio, como nuevo.

No sé qué me dio en aquel momento: bromas de borracho: lo desaté del poste y se lo puse a la Fina colgando del escote mientras seguíamos caminando calle arriba.

– Peligro: carga delantera sobresaliente -dije, con voz de Magulla Gorila traducido al guanchindango.

La Fina se rió un montón, y yo también, pero no tanto, porque lo que uno puede considerar casual siempre tiene un límite. Claro que, ahora que lo pienso, creo que la verdadera paranoia no empezó a rondarme hasta el día siguiente.

PATÉ DE CIERVO

El despertador sonaba -seguro: no podía ser otra cosa ese pi-pip horrísono-, pero mi sistema operativo tenía instrucciones precisas para no despertarme así como así. Rodaba el programa de generación de eventos oníricos: en pantalla una inmensa llanura de color blanco, folio infinito; caen del cielo diminutos rayos que más bien parecen pequeños tornados, se desploman lentamente sobre el suelo de papel y lo perforan. Al principio son tenues y espaciados, una molestia que obliga a avanzar con tiento para no meter el pie en los agujeros; pero la lluvia arrecia, el suelo está cada vez más perforado, el avance se hace difícil.

Agobio totaclass="underline" zas: manotazo al despertador.

Estaba tendido en la cama, destapado, con la camisa puesta y los pantalones a medio bajar. Al menos había llegado a la cama, principio y fin de todos mis rumbos; incluso había alcanzado a conectar la alarma del despertador. Imagen desoladora del dormitorio. Resaca severa. Dolor de cabeza, ardor de estómago. Muchos agujeros: la Fina, agujero insondable; borzogs que perforaban el suelo con sus piernas convertibles; lluvia de torbellinos taladradores; y ahora otro agujero en el desagüe del fregadero, a cuyo grifo me amorré sediento. Las doce. Lo mejor que le puede pasar a una pieza de mantequilla es que la unten en un cruasán. Pero no había cruasanes. Siempre falta algo. Jueves 18 de junio, Día Internacional del No-Ser. Sólo me consoló el pensar que estaba a punto de cobrar el resto de mis cincuenta mil pelas. Me afeité, tomé café, fumé un porro, me vestí con la misma ropa de la noche anterior y salí a la calle tratando de ajustar mi vida a algo que pudiera parecer un guión cinematográfico: acción, diálogo y las mínimas comidas de coco posibles.

El Luigi estaba al pie del cañón:

– ¿Ya has amanecido?

– No me hables, haz el favor… Y ponme un cortao. -¿A qué hora te acostaste?

– Ni idea.

– O sea, que no has mojao…

– No me jodas mucho, Luigi, que tengo que ir a casa de mis padres y me he de poner a tono. -Huy, mal de pasta te veo…

– No: mi padre, que se ha roto una pierna. Oye, me voy que tengo que pasar antes por el despacho a cobrar una faena. Luego te pago.

Por suerte no hacía mucho sol y pude llegar a Miralles amp; Miralles sin haber de dar rodeos buscando aceras en sombra; pero subí las escaleras sintiendo cada escalón punzándome la sien. En recepción, como siempre, la María.

– ¿Está mi hermano visible?

Me fijé en la pared de cristal de su despacho. No se le veía entre las lamas de la persiana metálica; ni siquiera estaba encendida la luz.

– No ha venido esta mañana. Hoy es el día de las ausencias…

– ¿Que no ha venido?

Me sorprendió tanto la novedad que ni siquiera me entretuve en valorar lo de «el día de las ausencias», tan parecido a mi Día Internacional del No-Ser y la proliferación de agujeros por todas partes.

– Ha llamado tu cuñada: está enfermo, la gripe o algo así. Me ha dicho que tenía mucha fiebre y no ha podido ni levantarse. Muy mal tiene que estar.

– ¿Y cómo vais a apañaros sin Su Excelencia?

– Pues ya veremos, porque todo acaba pasando por él. De momento el Pumares va retrasando todo lo que puede. Y por si fuera poco tampoco ha venido la secretaria de tu hermano. Y sin avisar.

Dejé a la María con sus teléfonos y salí de las oficinas con el humor torcido. No me quedaban por los bolsillos más que tres o cuatrocientas pelas y, sin saber dónde meterme, anduve unos minutos callejeando alrededor de la manzana. Después de pensarlo un poco resolví acudir primero a casa de mis Señores Padres y hacerle una visita de cortesía a mi Pobre Hermano Enfermo justo después. Seguro que tenía pasta en casa, lleva siempre en la cartera varios billetes azules, eso sin contar con su Estupenda Tarjeta de Crédito. De momento, incapaz de enfrentarme inmediatamente ni a mi Señor Padre ni a mi Señora Madre -y mucho menos a los dos juntos, atacando en equipo me desvié hacia casa para liar un porro y sacudirme un poco la resaca. Fumé el canuto sentado en el sofá y preparé otro para entretener los diez minutos de camino hacia el calvario.

El domicilio habitual de mis SP's se eleva sobre la orilla oeste de la Diagonal y ocupa completamente los dos últimos pisos de uno de los edificios más pijos del barrio, habría que llegarse hasta el corazón de Pedralbes para encontrar algo comparable. Con decir que el conserje lleva uniforme con gorra de plato creo que puede hacerse uno una idea: Mariano Altaba, se llama: señor Alzaba, según la norma de SP que aconseja tratar al servicio de usted y con el máximo respeto. Supongo que eso le hace sentir menos culpable de que le suban el correo y le bajen la basura a cambio de un salario que a él no le llegaría para suscripciones a revistas de caza y pesca. Mi Señor Padre es de los que se avergüenzan de tener dinero, pero tampoco acaba de decidirse a prescindir de él.

El Mariano (don Mariano Altaba) no estaba solo. Lo acompañaba un guardia jurado grandísimo que me remiró con cara de no saber a qué atenerse conmigo. La Comunidad de Distinguidos Vecinos debía de haber resuelto que las alarmas por satélite geo-estacionario no eran suficientes para protegerse de las hordas bárbaras. Por suerte el Mariano hizo gestos inequívocos de conocerme y el jurado se desentendió de mí. «Hombre, Pablito, ¿por dónde andas haciendo mal?» Ni se molestó en ponerse la gorra de plato que se quita en cuanto no lo ve nadie. Sólo viví con mis Señores Padres en aquel piso un par de años, de los dieciséis a los dieciocho, pero el Mariano aún debe de acordarse de las movidas que montaba en verano, cuando los viejos desalojaban hacia Llavaneras con la Beba y su Estupendo Primogénito y me dejaban en paz en la residencia de invierno. Contesté a su saludo con una gracia cordial y subí en uno de aquellos ascensores que te dejan los cojones en suspensión cuando inician la frenada. Recuerdo que una noche especialmente loca nos fuimos detrás del campo del Barsa en busca de una puta dispuesta a hacerle una paja al Quico en ese cacharro supersónico. Tuvimos que contratar a dos porque ninguna se fiaba de irse sola con tres tíos. La gracia estaba en que el Quico se corriera coincidiendo con la frenada del aparato: tres intentos en cosa de media hora, el tercero certero. Lo malo fue que el espejo quedó todo él estucadito y hubo que darle con fisprús pa los cristales. Justo este espejo que ahora me reflejaba quince años más viejo, cuarenta kilos más gordo, y quizá, después de todo, un poco más sensato.

Llegado al decimocuarto y último llamé a la puerta de servicio. Iba a abrirme la Beba de todos modos, así que preferí ahorrarle el rodeo hasta la entrada principal. Últimamente le costaba caminar.

– ¡Pablito!

– ¡Beba!

– ¡Uhhh, qué gordo te has puestooo!

– Para hacer pareja contigo, culona, ven aquí.

La abracé toda ella y aún traté de levantarla en vilo, cosa que sólo conseguí a medias. A ella le dio la risa:

– ¡Pablo!: ¡que me vas a tirar al suelo!

La solté. Me cogió la mano, se la llevó al regazo -la Beba tiene regazo incluso cuando está de pie- y tiró de mí hasta la cocina. Al pasar reconocí en el cuarto de la plancha a la asistenta de turno; seguía siendo la misma que en mi última visita, cosa extraña, una chica de unos veinte años. La Beba movió dos sillas sin soltarme y nos sentamos frente a frente, a un palmo de distancia.

– ¿Cuánto'hace que no vienes a vernos, descastao?

– Nos vimos en Navidad.

– Rediós: y estamos a finales de junio, mal hijo… ¿Vienes por tu padre?

– Sí…, bueno, por todos. Pero me han dicho que papá se ha abollao el chasis.

– Brrrrr: procura no llevarle mucho la contraria qu'está d'un humor que pa qué…

– ¿Y mamá?

– Como siempre… ahora s'ha'puntao a unos cursos d'inglés.

– ¿No estaba haciendo uno de restauración de muebles?

– Lo dejó enseguida por el olor de barniz. Que le daba jaqueca, decía: «jaqueca»; mal de cabeza, vaya. Ahora l'ha dao por el inglés. S'ha comprao un ordenador con discos qu'hablan y el que tiene mal de cabeza ahora es tu padre. No le digas que te 1'hi dicho…