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Martes veintitrés de junio, víspera de San Juan. Menuda verbena.

Me levanté. Estaba entumecido y me dolía horrores el cabezón, pero podía caminar. El efecto de la patada visto en el espejo era menos espectacular que lo que el dolor hacía prever: un simple chichón enrojecido que me ensanchaba un poco el careto hacia la izquierda. Una vez comprobado que conservaba bastante bien la integridad física, me interesó la ventanita de la puerta, que prometía dejar ver algo de lo que hubiera al otro lado. Pero no: daba a un corredor sin ventanas que se extendía a derecha e izquierda hasta más allá de lo que yo podía escorzar la mirada. El picaporte no tenía orificio para la llave y probé a girarlo; cedió, pero la puerta estaba cerrada por fuera. Pensé en vocear, golpear la puerta, no sé, llamar la atención de quien pudiera oírme desde afuera, pero decidí tomarme antes quince segundos de reflexión. Mi cartera, y con ella mi documentación, estaba conmigo. En mi carné de identidad caducado todavía constaba la dirección de mis Estupendos Padres, así que, si alguien de buena fe hubiera dado conmigo en la acera de la calle Guillamet, ahora estaría en la suit imperial de una clínica de lujo y SM me hubiera traído bombones de alga confitada. La posibilidad de que estuviera en un hospital público quedaba también descartada: ni siquiera en los hospitales públicos hay habitaciones así de cutres, ni está todo tan silencioso y solitario, y mucho menos encierran a los contusos con su tabaco y su cocaína. O sea: mal rollo. Pero después de pensar un poco más me di cuenta de que el panorama era todavía peor. Si las dos hienas que me soltaron el zapatazo me habían puesto en manos de algún desaprensivo, ¿entonces por qué razón López no había avisado a SP? Era obvio que no lo había hecho, de lo contrario mi Señor Padre habría usado el teléfono rojo y un comando de marines habría llegado ya a rescatarme en un F15 con mueble bar.

Traté de recordar la última vez que había visto el Kadett blanco de mis Ángeles de la Guarda. Caí enseguida: en Travessera, una manzana más allá de donde paró mi taxi, justo un poco antes de meterme en el laberinto del parquin con el Nico. Ahí me habían perdido el rastro.

Y ahora estaba solo.

Por mi mala cabeza.

Y por gilipollas.

¿Plan de acción?

No me quedó más remedio que hacer un brainstorm arrejuntando retazos de películas de acción, la poca instrucción de combate que me dejé enseñar en la mili y todos los trucos de Buggs Bunny que pude recordar. Cinco minutos después, tenía ya una estupenda estrategia de Perrito Piloto. Lo primero era recuperar un poco la forma física y psicológica. Para empezar me estaba meando, bajo el dolor principal en el tarro detecté una molestia intensa en la vejiga. Oriné en el lavamanos y al terminar el mundo fue un poco más cómodo. Después bebí agua a sorbitos cortos y me lavé la cara con agua abundante. Luego puse a prueba el poder analgésico de la cocaína y me metí un buen soplo abandonándome a la sugestión de estar sorbiendo una panacea. Acto seguido procuré borrar las huellas de mi puesta a punto: sequé las gotas más visibles en el lavamanos, recoloqué bien la toalla en su sitio, situé la papelina de coca en la misma posición en que la había encontrado… La estrategia, si alguien entraba, era fingir que seguía dormido y tener así oportunidad de sorprenderlo. Pero supuse que antes de que eso ocurriera oiría pasos por el corredor, de modo que me permití quedarme de pie y hacer algún ejercicio moderado para desentumecerme, ese tipo de cosas que hace la gente sana en las películas. Al principio me limité a ensayar medios molinetes con los brazos, nada que implicara movimientos bruscos de cabeza, pero la cosa fue surtiendo efecto y pude ir probando estiramientos más radicales. No me había puesto los zapatos (lo hubiera hecho pero tampoco encajaba en el plan) y se me ocurrió mirar si las plantas de mis calcetines negros no se habrían ensuciado al caminar descalzo. Estirado en la cama las plantas de mis pies iban a ser visibles para cualquiera que entrara, y tenerlas sucias podía evidenciar mis maquinaciones. Pensé en ponerme los calcetines al revés para hacer los ejercicios, o quizá girarlos hasta hacer coincidir el talón del calcetín con el empeine del pie (lo que ofrecía la ventaja de permitir ser restituidos a su posición correcta con mayor rapidez)… Pero un examen rápido de mis plantas reveló que no hacía falta. Generalmente me jode mucho haber hecho una buena observación y que después no sirva para nada, pero como estaba decidido a inundarme de energía positiva me di una palmadita mental en el hombro y procuré que aquella atención al detalle que había demostrado contribuyera al menos a subirme la moral.

Para cuando oí voces lejanas, llaves, pasos, y me estiré de costado en la cama fingiendo dormir, mi estado era ya razonablemente bueno. Y justo entonces caí en la cuenta de que, en vez de hacer el gilipollas con los calcetines, podría haber aprovechado el tiempo para improvisar alguna arma contundente. Lamentablemente tengo mentalidad de Maguila Gorila, no de Terminator.

Los pasos se detuvieron frente a la puerta. Me pareció distinguir al menos tres pares de zapatos.

– Menudo ejemplar, ¿eh?

Oí que decía una voz desde el otro lado. Imaginé que pertenecía a alguien que miraba por la ventanilla de la puerta.

– No me hables: entre cinco guardias no podían traerlo, hubo que arrastrarlo sobre una manta. -¿No lo dormisteis?

– Le inyectaron un somnífero en la calle, pero a los dos minutos ya se movía… Tuve que suministrarle otra dosis para que dejara de gruñir y dar manotazos.

– Pues como sea igual de tozudo que el hermano va a dar trabajo… ¿No os habréis pasado con las inyecciones?, lleva doce horas durmiendo…

– No, ya se ha despertado. Mira: se ha abrochado los pantalones.

Tuve que dejar enseguida de insultarme mentalmente porque uno de los tipos empezó a dar golpetazos en la puerta:

– ¡Eh, amigo, hora de despertar! ¡Vamos!

Con la bulla que armó no hubo manera de fingir que no me enteraba. Primero me removí sólo un poco, pero el tío siguió dale que te pego (pom-pom, «¡Eo!») y tuve que fingir un movimiento de sobresalto abriendo los ojos. Inmediatamente me puse a hacer muecas de sufrimiento, más o menos lo mismo que al despertar de verdad pero exagerando un punto.

– Abra los ojos despacio. Eso es. Hágase visera con la mano. ¿Puede hablar?

Supuse que sí, pero me pareció más conveniente hacer sólo ruiditos guturales. Se aventuraron al fin a abrir la puerta y entraron los dos notas que había oído hablar, uno calvo y otro delgado, pero los dos con bata blanca, debían de ser al menos veterinarios. Parecían poquita cosa, pero al otro lado del quicio distinguí a otros dos tipos con mono azul, botas y un ancho cinto del que pendía porra y pistola, y éstos eran de tamaño natural. Seguí haciéndome el enfermísimo y uno de los veterinarios, el calvo, me acercó un poco de agua en el vaso que había visto en la repisa del lavamanos. Les interesaba mucho saber si me encontraba mejor, si quería más agua, si era alérgico a no sé qué cosa… Pronuncié varios síes y noes con voz de pollito y me dejé asistir.

– ¿Dónde estoy? -dije, en plan película de Jichcot.

– Tranquilícese, respire hondo. Tómese unos minutos y en cuanto se encuentre mejor y pueda andar le acompañaremos a otro lugar donde alguien le explicará.

Fingir que no podía caminar con normalidad era fundamental, así que me inventé un intenso dolor de tobillo que me impedía apoyar el pie en el suelo. El calvo me quitó el calcetín y me toqueteó desde el empeine hasta la espinilla con ese aire de importancia que se dan los veterinarios de persona.

– ¿Le duele?

«No… Sí… Ahhh, ahí.» Hice gesto de querer ponerme los zapatos y el tío dijo que era mejor ir descalzo hasta que el tobillo me volviera a su lugar. No me convenía renunciar a mis zapatos, pero tampoco era prudente insistir en ponérmelos. Con mucho esfuerzo me levanté a la pata coja y apuntalé sesenta kilos de Pablo en el veterinario delgado. Uno de los dos tipos armados se decidió entonces a entrar en la habitación, nada menos que con intención de ponerme unas esposas. Empecé a balbucear protestas, «¿por qué?», «dónde estoy», etcétera, y monté el paripé de querer desembarazarme violentamente. Lo hice con torpeza tan bien imitada que casi me llevo por delante el biombo y caigo con él; suerte que me sujetaron entre los tres.

– Déjelo, guardia, no es necesario que le ponga las esposas. Recoja sus efectos personales -dijo el calvo.

El guardia improvisó un hatillo con el mismo mantelito blanco que cubría la mesita donde estaban mis cosas, y recogió también mis zapatos. Cuando salimos de la habitación, siempre apuntalado en el esternocleidotal del veterinario delgado, aproveché para inspeccionar el pasillo a derecha e izquierda. En el primer sentido se sucedían las puertas hasta terminar en unas escaleras que descendían; en el segundo se interrumpía veinte metros más allá, en una puerta de rejas junto a la que otro guardia se sentaba a una mesa de despacho. Hacia él fuimos, y al vernos se apresuró a abrir la puerta con una llave que llevaba colgada de una cadenita. En ese momento, el veterinario-muleta y yo caminábamos delante; tras de nosotros iba el guardia con las manos ocupadas por el hatillo blanco y mis zapatos; después venía el veterinario calvo y, por último, el segundo de los guardias.