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Pensé en darle un poco de coca, pero tenía uno de los orificios de la nariz prácticamente cerrado por el abatimiento del tabique y el otro obstruido por el coágulo de sangre.

– Oye, no te lo mereces pero te voy a limpiar los mocos. Déjate hacer y no te pongas impertinente. Después veremos qué tal puedes caminar; no pienso sacarte de aquí a cotenas.

Asintió. Me di cuenta entonces de que tiritaba de frío y pensé en poner remedio a eso antes de nada. Me quité la camisa, se la eché por encima de los hombros y, agradecido al calor inmediato que le transmitió la tela, se la cerró sobre el cuerpo tirando de los faldones. Quise cederle también los calcetines, pero con las idas y venidas a la pila se me habían empapado y podía ser peor el remedio que la enfermedad. Lo que sí hice fue acercar el colchón mugriento que había en el suelo para que pudiera apoyar los pies sobre él y, cuando pareció haber entrado un poco en calor, le pedí que echara la cabeza hacia atrás para mostrarme la cara a la luz. Preferí no tocar la ventana izquierda de la nariz, hacia donde se había inclinado el tabique, pero raspé con el dedo la costra de sangre e intenté introducir la uña en el orificio derecho para extraer parte de la masa negruzca que taponaba el caño. Era difícil, y el paciente se quejó cuando traté de abrirme hueco forzando un poco la aleta hacia arriba. Necesitaba algún elemento fino con que hurgar, y se me ocurrió probar con el vástago de la hebilla del cinturón. Con paciencia logré que asomara una punta de masa elástica tras la que salió un macarrón oscuro, del grosor de un lápiz, terminado en una larga baba transparente con vetas de rojo brillante. El «aaah» de The First indicaba el alivio del que se ha librado de pronto de una molestia persistente, pero todavía gorjeaba algo por allí dentro. Le tapé completamente el orificio izquierdo presionando con cuidado y le dije que expirara por la nariz con fuerza. Eso terminó de liberar la fosa de sangre seca y mocos y oí el cambio en su respiración. Al menos uno de los conductos funcionaba.

– ¿Cómo tengo la nariz? -preguntó, ya sin el sonido gangoso en su hablar susurrado.

– Como una polla vista de perfil.

Se llevó la mano a la cara.

– Pónmela bien.

– ¿Queeé?

– Que me la pongas recta. A ti te será más fácil que a mí, pero si te da aprensión lo dices y me apañaré solo. Llevo días con el hueso así, si empieza a soldarse en esta posición voy a tener después más problemas.

– Pero te va a doler…

– Ya.

En fin, después de su alarde no quise parecer un medianera, pero todavía me dan escalofríos al acordarme de aquel cric-cric de huesecillos rotos. No es que la operación resultara técnicamente difíciclass="underline" bastó con tomar el apéndice con las dos manos, elevar hacia el centro de la cara todo el tabique abatido, y remodelar un poco el puente ayudándome con el mango del cepillo de dientes que, a indicación del propio The First, introduje todo lo que pude en la fosa a modo de horma. Mientras duró aquella rinoplastia de campaña mantuve todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo en tensión, desde los dedos de los pies hasta el cuero cabelludo. The First se limitó a apretar los dientes (incluso cuando un par de veces, al notar que yo vacilaba, me animó a seguir) y soltar alguna lágrima que le brotaba de pronto y quedaba expuesta sobre el acolchado violáceo que formaban sus párpados, como un diamante en su estuche de terciopelo.

Terminada la faena, la nariz seguía estando hinchada y se torcía ligeramente a la izquierda, pero ya tenía otro aspecto, y cuando él mismo volvió a sonarse los mocos parecía haber recuperado casi todo el caudal de paso de aire. Era el momento de echar mano de las virtudes de la cocaína. Hice un canuto con un billete, abrí una de las papelinas y le dije que aspirara.

– ¿Qué es eso?

– Mitad de bicarbonato sódico, cuarenta por ciento de barbitúricos surtidos, y puede que un poco de cocaína de ínfima calidad. Pero funciona.

– Que yo supiera sólo eras adicto al alcohol y al hachís…

– Y a la cola de impacto… No me toques los cojones, Sebastián: ¿no te tomarías un café?, pues esto se parece mucho a la cafeína. Aspira un poco de polvo y será como si te bebieras un cuarto de litro de expreso, te sentará bien.

– Gracias, pero no necesito que ningún politoxicómano me dé lecciones de farmacología.

– Es verdad, lo que necesitas con urgencia son lecciones de urbanidad. Primera: hay que mostrarse amable con quien te acaba de recomponer la tocha.

– Te equivocas, la Primera dice que hay que dejarse romper la tocha para proteger al imbécil de tu hermano menor. ¿No se te ocurre por qué me han dejado la cara así?

– Déjame pensar, ¿tiene que ver con tus modales de pijo sabelotodo?

– Tiene que ver contigo, mamarracho. Me dejo medio matar por no dar tu nombre y luego tú solito te metes en la boca del lobo.

– Oye, come-mierda, el que se ha metido en la boca del lobo has sido tú, yo estaba poli-intoxicándome tan ricamente cuando me metiste en este fregao: a mí y a toda la familia.

– Ya te dije que te olvidaras de la casa de Guillamet, ¿te lo dije o no te lo dije?

Estábamos realmente gritándonos en voz baja. Sin embargo, su mención a la casa de marras consiguió que me olvidara por un momento de la pelotera:

– ¿Estamos en la casa de Guillamet?

– Tú sabrás…, ¿por dónde has entrado?

– No sé, estaba inconsciente.

– Valiente rescate…

– Oye, don Virtudes, ¿quieres que hagamos algo por escapar juntos o prefieres que te vuelva a atar a la silla y me busque la vida yo solo? Te advierto que hoy eres tú el que huele peor que yo, así que no apetece nada discutir contigo.

Hizo un silencio. Realmente olía bastante mal, a una mezcla de sudor y orina. Además de sangre, varios cercos amarillentos manchaban sus calzoncillos Kalvin Klein originalmente blancos: debían haberlo tenido allí sentado durante días. Cualquiera se hubiera derrumbado por el miedo y la humillación acumulada, pero The First es mucho The First, hay que reconocer que tiene un par de huevos, meaos pero un par. Asintió a mi ultimátum con un punto de cansancio. Yo relajé la cara de Baloo enfurecido y le pasé la papelina y el billete. No discutió más y se metió un tirito por cada agujero del narizo. Yo diría que tenía práctica.

– Ayúdame a levantarme, quiero beber más agua.

Le ofrecí apoyo y se puso en pie. Excepto por un golpe amoratado en la espinilla tenía las piernas en bastante buen estado, aunque un poco débiles por la inmovilidad. Lo peor era el dolor en el costado, pero los últimos pasos hacia la pila del agua los dio él solo. Le dije que de momento no se lavara, que convenía que mantuviera aproximadamente el mismo aspecto, y contestó que no pensaba hacerlo. Traté entonces de ganar tiempo hablándole mientras él sorbía agua del chorrito de la manguera:

– Oye, ¿dices que vienen de vez en cuando a zurrarte?

Movió la cabeza afirmativamente.

– ¿Cuántos?

Levantó dos dedos.

– ¿Armados?

Otra vez asentimiento y gesto de pistola con los dedos.

– Bueno, en la salida de arriba hay un solo guardia, pero tiene treinta metros de pasillo a la vista para darse cuenta de que vamos a por él. Sería mejor intentar sorprender a los dos que entran en tu celda -dije «tu celda»-. Les soltamos un par de guantazos, les quitamos las pistolas y subimos a por el de arriba bien pertrechados. ¿Sabes usar una pistola como Dios manda?

Hizo gesto de que sí. Me pregunté dónde podía haber adquirido semejante habilidad y enseguida recordé que había sido Estupendo Alférez en las COE, casi me pareció volver a verlo con su uniforme hecho a medida y su estrella de seis puntas cosida a la boina negra (nada que ver con el Che).

Terminó de beber:

– ¿Y tú?, ¿sabes usar una pistola?

– No, pero he visto muchas películas.

– Oye, ¿cómo has llegado hasta aquí sin que te vieran? ¿No podríamos salir haciendo el camino inverso?

– He bajado ocho pisos por el desagüe de un respiradero de lavabos -me pareció oportuna la pequeña exageración-. Para hacer el camino inverso tendríamos que subir el primer tramo de escaleras y es fácil que el guardia nos viera. Además tú no estás para trepar por tuberías, y creo que yo tampoco. Veo más fácil quedarnos emboscados y prepararles una fiesta a las visitas. Hasta puede que eso nos proporcione un disfraz además de las armas. ¿Qué te parece?

– Falla un detalle.

– Qué detalle.

– Te lo diré en cuanto consigamos reducir a los dos primeros.

The First y sus adivinanzas, no lo soporto.

Volvimos a la celda, él caminando despacio, pero ya un poco mejor. Al llegar se quedó de pie y empezó a hacer movimientos vagamente chinos: no era taichí pero tenía un aire.

– ¿Y los que vienen a zurrarte son también guardias, de esos con mono azul y botas?

– No. Van de paisano, con traje. Actúan también en el exterior.

– ¿Podremos con ellos?, quiero decir, ¿son tíos gansos, y tal?

– Están en forma, son duros y saben pelear.

«Gorilas contra hienas», pensé.

– Ya: uno de ésos me hizo una exhibición -me señalé la sien.

– ¿Una farola?

– Una patada.

– Muy bien dada…

– Si tengo oportunidad ya felicitaré al autor.

– Tampoco creas que dejarte a ti fuera de combate tiene mucho mérito. Eres como una morsa: mucha masa y poca movilidad.