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Se rió con toda esa caraza que tiene, pero enseguida recompuso el gesto al oír la voz de mi Señora Madre que se acercaba tras la puerta que comunica con el comedor.

– Eusebia, espero que no hayas olvidado pedir el paté de ciervo…

– ¡Pablo José!, ¿por dónde has entrado?

– Hola, mamá. Por la puerta de servicio. No se oye, desde dentro…

– Cielo santo: pareces un camionero. Deja que te vea. Me tomó la cara con las dos manos, me besó los carrillos y se quedó mirándome.

– Estás gordísimo. ¿Y esta camisa que llevas? ¿No tienes otra?

– Es que me olvidé de lavarlas…

– Pues llama a la tintorería: la mayoría tiene servicio a domicilio… Ven, vamos afuera.

– Eusebia: dile a Loli que puede empezar a servir el aperitivo en la mesa de la terraza. Y sacad el vino blanco en el último momento, si no, se calienta y pierde toda la gracia.

El color general del salón había cambiado: lo que en Navidad era anaranjado ahora era amarillo pálido, incluido el tapizado de los sillones y la alfombra bajo el piano. Piano de cola. No es broma.

– Bueno, qué me cuentas -preguntó SM para entretener la marcha.

El camino hasta la terraza es largo y hay que sortear las antigüedades.

– Bien, como siempre. ¿Y vosotros?

– Fatal, hijo, fatal. Con esto de tu padre andamos locos. Tú no sabes el humor que se le ha puesto: tú-no-sabes.

Se detuvo un momento antes de cruzar la puerta acristalada hacia la terraza. Se volvió hacia mí y me hizo la pregunta de rigor en el tono acostumbrado:

– ¿Te has echado alguna novia que se pueda conocer?

– Ya te avisaré…

– Tendrías que tener una novia formal, hijo, una mujer siempre ayuda a que un hombre se centre. El otro día precisamente conocimos a la hija de Jesús Blasco: una chica monísima: mo-nísima. Veintisiete años. Pensé: mira: esta muchacha le iría bien a Pablo José. Es un poco hippy, ¿sabes?, haríais buenas migas.

– Yo no soy jipi en absoluto, mamá.

– Bueno, quiero decir bohemia… Creo que dejó el Conservatorio para dedicarse al jazz. Tiene… inquietudes artísticas, como tú.

– Tampoco recuerdo haber tenido nunca inquietudes artísticas.

– Pablo José, hijo, qué difícil eres: cuando te propones no entender algo me recuerdas a tu padre.

Ahí estaba el plato fuerte de la visita, mi Señor Padre: reclinado en una tumbona bajo el toldo de la terraza, leyendo el periódico tras las gafas de cerca y asistido de un vaso de bíter sin alcohol.

– ¡Hombre!, pensaba que ibas a llegar antes de la una.

Me encogí de hombros mientras me inclinaba a darle los dos besos de costumbre.

– Ya sabes que mi horario nunca es exactamente el mismo que el de la Península.

– ¿Qué península?

SP no entiende nunca las bromas. Es la única persona de este mundo con la que no tengo más remedio que hablar permanentemente en serio.

– Lo siento, me he entretenido por el camino.

No dejó de fingir que ojeaba el periódico (SP no hojea el periódico: lo ojea) mientras me instalaba en un asiento junto a éclass="underline"

– No lo entiendo, siempre te entretienes con algo. No sé qué es lo que encuentras por ahí tan entretenido. Yo voy por la calle y no me entretengo con nada.

– Es que soy un poco despistado, ya lo sabes.

– ¿Despistado? Los despistados no se entretienen, si acaso se pierden…

Ésa es otra. Con SP hay que rebuscar siempre hasta dar con la palabra que a él le parece justa.

– Bueno, puede que también sea un poco disperso.

– Pues no es bueno ser disperso, hijo, hay que concentrarse en lo que uno esté haciendo.

Mi Señora Madre, oliéndose la inminencia de una Oda a las Buenas Costumbres, inició un mutis con la excusa de ayudar a la Beba y a la asistenta y desapareció de la terraza. En ese momento comprendí que estaba a punto de empezar el bombardeo: SP había dejado el periódico, se había incorporado en la tumbona, y encendía uno de esos puritos de los que se asiste en los exordios.

– Si yo hubiera sido disperso cuando tenía tu edad no hubiera llegado a donde estoy.

– ¿Quieres decir a esa tumbona, con la pierna escayolada?

– No seas simple, demonios: te estoy hablando en serio.

– Yo también estoy hablando en serio, pero no sé qué quieres decir con eso de «no hubiera llegado a donde estoy», resulta francamente ambiguo.

– Pues está bien claro: que vas a cumplir cuarenta años y vives como si tuvieras diecisiete.

– Voy a cumplir treinta y cinco.

– Pero los cuarenta los cumplirás también, ¿no? Además tanto da: tienes edad de llevar otra vida. Yo a tus años había terminado dos carreras, aprobado oposiciones a Notarías, fundado mi propio negocio y engendrado dos hijos. Y tenía una mujer como Dios manda y una casa decente en la que vivir.

Se me ocurrieron no menos de tres posibles réplicas, por ejemplo: «Sí, pero fracasaste en la educación de tu hijo menor, que va a cumplir treinta y cinco años y vive como si tuviera diecisiete». Pero en lugar de eso solté un desganado

– Admirable papá: eres un gran hombre que él se tomó al pie de la letra, como corresponde al buen cabeza cuadrada que es:

– No sé si soy un gran hombre, pero soy un hombre: hecho y derecho; y tuve que hacerme y enderezarme a mí mismo.

– Ah, ¿sí?, ¿y qué debo hacer yo?: ¿ser como tú y en consecuencia hacerme a mí mismo, o no ser como tú y por tanto esforzarme en parecerme a ti?

– Lo que tendrías que hacer es llevar una vida que al menos mereciera ese nombre. Mírate: pareces un…, no sé lo que pareces: estás gordo, vas hecho un Adán, no tienes oficio conocido, ni trabajo, ni casa, ni familia propia. ¿Quieres explicarme de qué demonios vivirías si no fuera por tu hermano?

– ¿Por mi hermano?

– Por tu hermano, sí.

Eso era un golpe bajo.

– Mirá, papá: he venido a verte porque me han dicho que habías tenido un accidente. Eso significa que estoy dispuesto a charlar un rato contigo en tono amable, pero no significa en absoluto que esté dispuesto a rendirte cuenta de mis costumbres. Vivo de las rentas que me da el negocio que tú fundaste, cierto, y uso de mi patrimonio según me parece más oportuno, exactamente igual que hace Sebastián, él a su manera y yo a la mía. Pero si te arrepientes de haberme cedido parte del pastel, gustosamente te devolveré hasta el último título. Incluso estoy dispuesto a pagarte el alquiler que le cobrarías a otro por el piso que ocupo. Y si no puedo pagarte me mudaré a otro más barato.

– No te estoy pidiendo que me devuelvas nada, no es eso.

En el fondo es un blando. Un blando y un sentimental Hubo un tiempo en que me hacía perder los papeles, pero ya le tengo pilladas las medidas. Procuré aprovechar la bajada de tensión y la subsiguiente pausa para cambiar de tema:

– ¿Cómo ha sido?

– El qué.

– El accidente.

– No ha sido un accidente.

– Ah, ¿no?

– No. Se me han echado encima a propósito. Pero no quiero que hagas comentarios delante de tu madre, ya he mos discutido por culpa de este asunto.

– ¿Que se te han echado encima a propósito?

Silencio, trago de bíter. Eso significaba que no querí entrar en materia, al menos todavía.

Llegó mi Señora Madre con platos de nosequé colo amarillo y tras ella la asistenta con algo que bien podía se paté de ciervo a pesar de que no se advertía ni rastro de cornamentos. SM se acercó y me preguntó si quería bebe algo. Le pedí cerveza. Me ofreció bíter, vermut, vino blanco, champán, cocacola, cualquier cosa más propia de un aperitivo en la terraza ajardinada de un decimocuarto sobre la Diagonal bajo el que pasan cada mañana la Infanta Cristina e Iñaki Undangarín. Finalmente se avino a complacerme cuando le sugerí como alternativa un vodka con Vichy y todavía le pareció peor que la cerveza. SP disimulaba tras el periódico y aproveché la ocasión de escaqueo para asomarme a la calle por un hueco que dejan los arbustos. Se ve un buen tramo de la Diagonal, desde más allá del hotel Juan Carlos hasta Calvo Sotelo, y casi enfrente, las torres de La Caixa y un buen pedazo de ciudad hasta el mar. El día estaba algo nublado pero la visibilidad era buena, se distinguían nítidos los dos Rascacielos de la Señorita Pepis a lo lejos, en el Puerto Olímpico. Desde allí fui retrotrayendo la mirada hacia el barrio. Casi se leía la marca de la antena parabólica en la parte alta del edificio donde vivo, propiedad todo él de mi Señor Padre: ahí mismo, a la izquierda. Y justo un poco más arriba se adivinaba la calle Jaume Guillamet, donde, impulsado por no sé qué asociación de ideas, traté de localizar la casa del número 15.

– Venga, acercaos a la mesa.

Ordenó SM. SP trató de ponerse de pie ayudándose de unas muletas y le ofrecí apoyo para facilitarle las cosas.

– Voy a vestirme -dijo.

El particular sentido de la etiqueta de mi Señor Padre le impide sentarse a la mesa en pantalones cortos, de modo que SM se excusó debidamente ante mí -«¿Nos disculpas un momento, Pablo José?»- y se fue con él, supongo que a ayudarle a ponerse unos pantalones largos, cosa que no debe de ser demasiado fácil a los sesenta y muchos si se tiene una pierna escayolada y se pesa un centenar largo de kilos. Me senté ante la mesa un poco de refilón, desganado. Mi cerveza estaba ahí, pero no era cerveza normal sino una de esas mariconadas de importación, con un tapón hermético como el de las gaseosas antiguas. Bebí. Pse: calentucha. No tenía ni pizca de apetito, pero me dije que no podía desperdiciar la ocasión de comer bien y ataqué una gamba con la esperanza de ir haciendo boca. No costó mucho, la cerveza terminó por disolver el sabor dulzón del cortado en el bar de Luigi y la gamba estimuló mi olfato adormecido, de modo que seguí con los berberechos al vapor y unos deliciosos pinchitos de corazón de alcachofa al horno y anchoítas en salmuera. Home sweet home, después de todo.