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Miralles Bros. 2 – Unión de Hienas o.

En realidad la cosa no estaba para muchas celebraciones. A The First le habían castigado las costillas a base de bien, y mi rodilla me había abandonado: notaba el pie, notaba el muslo, pero, entre el uno y el otro, quedaba un espacio hormigueante donde podía haber cualquier cosa.

Lo primero fue atar y amordazar a las hienas. Suerte que The First conocía una estupenda diablura china y, presionándoles la garganta con el pulgar y el índice, consiguió mantenerlas inconscientes mientras las desnudamos, atamos y amordazamos aprovechando la cuerda que había sujetado a mi Estupendo Hermano a la silla y que destrenzamos para que cundiera más. Me pareció reconocer a uno de aquellos tipos, justamente el que yo mismo había estampado contra la pared, y confirmé la impresión comprobando que llevaba unos Sebago negros. Arrieros somos… Le quité los calcetines, se los metí en la boca cuidando de no tocar mucho la parte húmeda de la tela, y completé la operación sellándole los labios con sus propios calzoncillos, tipo slip elástico, que le anudé en torno a la cabeza procurando que la rayita marrón de la trasera le quedara justo debajo de las narices.

– ¿Se puede saber qué demonios estás haciendo, psicópata?

– Que dé gracias a que no he usado la ropa interior del otro.

En cuanto los tuvimos inmovilizados y amordazados nos ocupamos de inventariar el botín. Dos trajes con etiqueta de El Corte Inglés, dos camisas, dos corbatas, dos cinturones y dos pares de zapatos, uno de ellos con cordones; también dos carteras de cuero con quince mil pelas en suma (sólo había eso en las carteras), unas llaves de Peuyot, monedas, un paquete de Camel, un encendedor barato casi a plena carga, y lo más importante: dos pistolas con sus correspondientes cargadores. A The First parecía venirle bien toda la ropa de uno de ellos, incluidos los zapatos. Yo traté de calzarme los Sebago pero, además de que me daban un poco de asco, no acababan de entrarme. The First fue entonces a lavarse a la pila mientras yo improvisaba un petate con los pantalones sobrantes, anudando las perneras y pasando un cinturón a modo de cierre. Ahí metí una selección de lo mejor del botín.

Cuando salí a su encuentro, mi Estupendo Hermano estaba igual de maltrecho que antes, pero sin restos de sangre y con traje de El Corte Inglés ya tenía otro aire.

– Oye, ¿no podríamos interrogar a esos dos? No sé por qué, pero creo que nos va a costar encontrar la salida -le dije.

– A eso vamos. ¿Tienes a mano el cepillo que has usado para enderezarme la nariz? Voy a asustarlos un poco.

– ¿Y no prefieres asustarlos con otra cosa? Tenemos dos pistolas en buen estado.

– Le he tomado cariño al cepillo.

Volvimos a la celda y cerramos la puerta. Las hienas se habían arrastrado hasta la cercanía de las paredes, donde la humedad del suelo no llegaba a formar charcos. The First se agachó junto al que le había dado el toque en las costillas y le habló en tono amistoso:

– Estaba apostando con mi hermano… Yo digo que el mango de este cepillo de diente te entraría por la nariz hasta las cerdas. ¿Ves?, es muy fino. Él dice que no. ¿Qué dices tú?

No decía nada, se lo impedía la mordaza, pero tampoco parecía muy asustado.

– Vamos a hacer una cosa. Te voy a quitar eso de la boca y después te haré un par de preguntas: si contestas algo interesante puede que nos olvidemos de la apuesta. ¿Cómo lo ves?

Siguió imperturbable mientras The First le desataba la camiseta interior que había usado para embozarlo. El tío estuvo un rato escupiendo zurrapas de lana húmeda.

– Atención, va la primera pregunta. Verás: no somos de aquí y estamos buscando la salida, ¿crees que podrías indicárnosla?

– Vete a la mierda.

Contestó el interpelado.

The First, sin perder la calma, le metió la puntita del mango del cepillo en un agujero de la nariz. El tipo frunció los ojos.

– Sigo pensando que entraría entero. Al fin y al cabo el cerebro es un órgano blando…

– No creo que llegaras mucho más allá de la mitad -dije yo, con aire experto-; enseguida encontrarás hueso.

The First empujó un poco más el mango hacia el interior de la fosa.

– ¿La mitad?: fíjate, está ya a una cuarta parte y todavía no he empezado a apretar. Es verdad que hay hueso, pero si al tiempo que aprieto voy enroscando… ¿Quieres que pruebe?

La pregunta iba dirigida a la hiena. Supongo que aquello era ya lo suficientemente molesto como para dificultarle el habla; The First lo comprendió y sacó un poco el mango de su alojamiento.

– No vais a salir de aquí. Y vais a pagar caro lo que me hagáis -dijo el tío, ahora con una lagrimilla que le resbalaba por la nariz, pero sin perder el tono de desplante.

The First mantuvo en cambio sus modales de pijo:

– No es eso lo que te he preguntado. Las dificultades que tengamos que sortear para salir constituyen el tema principal de las próximas preguntas, de momento estamos aún en la primera, ¿te acuerdas?: dónde está la salida: don-de.

– Je…, ¿qué quieres, que te haga un plano? Tampoco os serviría de mucho.

Para estar atado de pies y manos y amenazado con un cepillo de dientes infantil, la verdad es que el tipo aguantaba. Y The First estaba empezando a perder puntos: se notó que pasaba a la siguiente pregunta sin que le hubieran respondido aún a la primera:

– ¿Hay guardias?

– Claro que hay guardias.

– ¿Cuántos?

– Y yo qué sé… Muchos. Y no sólo guardias, también agentes.

– Perdón: ¿alguien podría informarme de qué es un «agente»? -pregunté, alzando el índice.

– Un agente soy yo, idiota -contestó el tío.

Me agaché en busca de uno de los cubiertos que habían salido por los aires con la bandeja de la comida.

– Qué hago -fingí preguntarle a The First-, ¿le doy la mierda a cucharaditas o le metemos la cabeza en el váter y que se sirva él mismo?

Contestó otra vez la hiena:

– Haz lo que quieras, idiota, si me dejas vivo me acordaré de ti. Y si no, se acordarán otros.

Con esta clase de gente no hay manera.

– Oye, pedazo de cabrón: no arriesgues mucho porque te suelto un par de hostias que te apabilo, ¿estamos?

The First había ya renunciado al numerito del cepillo y hacía gesto de querer salir de allí:

– Déjalo, no vale la pena.

– Puede. Pero no se va a librar de comerse también sus calcetines.

– No hay tiempo, vámonos -dijo The First, restituyéndole la mordaza original-. Puede llegar el relevo del guardia de arriba en cualquier momento, y éstos llevan ya un buen rato aquí abajo, alguien puede echarlos de menos.

Verdaderamente, que perdiéramos el tiempo era lo que más le convenía a aquel capullo, y el tío era lo suficientemente duro como para aguantar un vapuleo sin soltar prenda. Por otro lado tampoco apetece sacudirle a un fardo humano atado de pies y manos, da como mal rollo, no sé…