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– Lo dudo -dije. Ahora era The First el que no se enteraba de qué iba la conversación.

– ¿Por qué lo duda? Pruebe a pedir…

– Mire, no vale la pena. Para empezar, yo no tengo ningún trabajo que continuar. Tenga en cuenta que los metafísicos tenemos poco que hacer; de hecho por eso me gustó el oficio: nadie te paga pero tampoco tienes mucho trabajo, y el poco que hay casi nunca es urgente. Por otro lado ya le he dicho que no me van las reglas, me da igual si son las de Van Gaal o las de la Orden de Malta. Si ha leído usted mis intervenciones en el Metaphisical sabrá que, al margen de esos ocho siglos de tonterías acumuladas, tengo por costumbre hacer estrictamente lo que me viene en gana: ni más ni menos. Digamos que soy oso de espíritu, si usted me entiende.

– ¿Incluso cuando se le termina el crédito? Perdone, pero desde luego nuestra investigación no se ha limitado a seguirle la pista por la Red… Piense por un momento en un lugar en el que pudiera hacer lo que le antojara sin preocuparse del dinero. Aquí no lo usamos, no existe en La Fortaleza.

– Ya que está usted tan bien informado sabrá que la mitad del dinero de mi padre es mucho más de lo que necesito para mantenerme borracho durante los próximos quinientos años. Después ya veremos.

– ¿Conoce usted el contenido del testamento de su padre? Puede que después de todo no divida su fortuna a partes iguales.

– Da igual, la legítima sería también suficiente.

El tío fingió cejar por un momento:

– ¿Debo entender entonces que no acepta mi propuesta?

The First me tomó el relevo en el diálogo:

– Claro que no acepta.

– Bien. En ese caso no me queda más remedio que reteneros a los tres -dijo el tío, como si le diera mal rollo tener que tomar tal medida.

The First se rebotó:

– No seas ridículo, Ignacio: tú mismo has dicho que nos echarán de menos. Mi padre removerá cielo y tierra para encontrarnos, tarde o temprano dará con vosotros, lo sabes.

– Siempre podemos proporcionarle un par de cadáveres a los que llorar. Tres cadáveres, para ser exactos: sus dos queridos herederos y la amiga de uno de ellos. Un accidente lamentable: tres pasajeros apretados en el interior de un Lotus biplaza, alto contenido de alcohol en sangre, la música a todo volumen…

Me acordé del Corsa patas arriba en el hueco del parquin en construcción:

– El hijo de Robellades no tenía ni veinticinco años: es usted un cerdo, señor mío.

– ¿Quién es Robellades? -preguntó The First, pero ni el Exorcista ni yo nos entretuvimos en ponerlo en antecedentes.

– Antes de perder los modos, sepa que lo de Robellades fue un accidente auténtico, y lo lamenté tanto como usted. Estoy siendo completamente sincero, créame: había llegado demasiado lejos y quisimos actuar al respecto, pero teníamos planeada otra cosa. No somos asesinos.

– ¿Y lo de atar a éste en una silla y sacudirle el polvo también ha sido sin querer, o le han puesto la cara así los mosquitos?

– Con su hermano hemos tenido que llegar bastante más lejos de lo que acostumbramos. Es un hombre obstinado, no sabíamos hasta qué punto. Pero hemos tenido buen cuidado de no causarle ningún mal que no se remedie con un par de semanas de reposo. Piense, antes de juzgarnos tan severamente, que está en juego nuestra supervivencia, y recuerde que ustedes mismos han tratado de intimidar a uno de nuestros empleados amenazando con introducirle un objeto contundente por la nariz. Un… cepillo de dientes, si no me han informado mal -lo leyó de un papel que rondaba por su mesa.

– Sólo queríamos asustarlo -dijo The First.

– ¿Quieres decir que la tortura psicológica deja de ser tortura? Eso por no hablar de los huesos que les habéis roto y de que hay un guardia en la enfermería con un testículo partido en dos mitades. No tienes más disculpa que nosotros, Sebastián, lo sabes muy bien. Todos hemos estado tratando de eludir un peligro que amenazaba nuestra supervivencia. Y nada de esto hubiera pasado si no te hubieras entrometido en nuestros asuntos. Sabes que Lali está con nosotros por propia voluntad, del mismo modo que Gloria no lo está, y no tenías ningún derecho a inmiscuirte. Quisiste salvar a su pesar a quien no necesitaba ser salvado, ése ha sido tu error. Y ahora no os estoy amenazando, simplemente os estoy ofreciendo la única posibilidad que veo de salvaros. Tómalo como una muestra de buena voluntad: sabes que quiero a tu mujer como a una hija, y sé que tú quieres a mi hija como a una mujer.

Al margen del trabalenguas final, el Exorcista debía de tener razón en acusar a The First de metomentodo, reconozco su estilo. Por otro lado pensé que aquel tipo podía perfectamente retenerme a la fuerza y dejar marchar a The First y a la Fina con la amenaza de hacer rodar mi cabeza si se iban de la lengua. Es decir: en realidad importaba poco que estuviéramos de acuerdo o no con su idea: tenía la sartén por el mango.

No dije nada porque de momento no me pareció buen rollo expresar semejante idea, pero en caso extremo me parecía mucho mejor eso que terminar nuestros días en las curvas de Garraf. Y visto de este punto de vista, lo mejor era aceptar directamente la proposición de quedarme; eso permitiría quizá negociar las condiciones.

– Bien, supongamos por un momento que aceptara quedarme aquí como rehén -empecé a decir.

– Ni hablar -interrumpió The First.

– Cállate un poco, ¿quieres?, estoy hablando con tu amigo.

– Bien: supongámoslo -dijo el Exorcista-. Pero empecemos por considerarlo, no un rehén, sino un invitado.

– Muy bien. Supongamos que me quedo como invitado: ¿en qué condiciones concretas se daría el caso?

– En las que usted prefiera. Podemos proporcionarle casi cualquier cosa que desee, ya se lo he dicho. ¿Qué cree que necesitaría para sentirse a gusto?

Pensé un poco y traté de hacer un recuerdo de mis bare necessities:

– A gusto, lo que se dice a gusto…, no sé… Comida abundante… Un litro diario de aguardiente o su equivalente en alcohol de baja graduación… Diez gramos de hachís semanales… Compañía femenina de vez en cuando (sólo con fines sexuales, naturalmente)… Una conexión a Internet… En fin…, y nada de horarios preestablecidos, soy alérgico a los despertadores.

Parecieron hacerle gracia mis exigencias.

– Es usted un hombre extraordinario, permítame decirlo. Estaría encantado de charlar más detenidamente con usted. Pero de momento puedo decirle que estoy en disposición de aceptar sus condiciones, con algún pequeño matiz. Puedo proporcionarle casi cualquier tipo de droga, alcohol incluido, pero la compañía tendrá que buscársela usted mismo, aunque verá que en la Fortaleza no le resultará difícil encontrarla. Nuestra población femenina en este enclave es de casi dos mil mujeres entre internas y nativas, y estoy seguro de que una buena parte de ellas estará interesada en usted. En cuanto a la conexión a Internet, es un raro privilegio aquí dentro, pero atendiendo a las circunstancias especiales de su caso no habrá inconveniente en facilitársela. Siempre bajo ciertas condiciones de control, por supuesto, comprenda que no podemos dejarle comunicarse indiscriminadamente. Me atrevo a adelantarle que podrá acceder a cualquier información que le interese pero, con toda seguridad, sus emisiones tendrían que superar un proceso de censura. Creo que eso será técnicamente posible. Y además, por supuesto, disfrutará de unas condiciones de higiene y salud adecuadas y de un espacio privado lo suficientemente amplio como para trabajar y descansar cómodamente. ¿Qué le parece?, ¿se le ocurre algo más?

Pensé con toda la concentración de que fui capaz tratando de no dejarme nada fundamental. -¿Podré ver la tele?

Volvió a sonreír. No sé qué coño le hacía tanta gracia.

– Lo siento pero eso no puedo concedérselo: es decir: a menos que se organice usted para verla a través de la Red.

The First me miraba con cara de «no sabes dónde te metes», pero a mí empezó a parecerme un lugar apetecible. De hecho no creo que yo mismo pudiera imaginar un paraíso más a mi gusto: en el jardín del Edén había una sola mujer, nada de alcohol y ni siquiera un triste transistor; eso por no hablar de Yahvé, que debía de ser como SP pero mucho peor, y encima omnisciente. Sólo me preocupaba lo de las «condiciones de higiene y salud» (¿me obligarían a ducharme cada día?), y sobre todo que fuera tan fácil encontrar compañía femenina en un lugar donde no circulaba el dinero. El lector fiel ya sabe cómo desconfío de las mujeres que no cobran por la jodienda. ¿Qué demonios podía interesarle de mí a una mujer de la Fortaleza?: algo sórdido, seguro.

En ese momento volvió la Fina del lavabo acompañada de la oficial, que sólo asomó un momento para abrir la puerta. Había cambiado la bata por uno de aquellos monos negros y ahora parecía un ángel de Charlie.

– ¿Me he perdido algo? Contestó el Exorcista:

– Sí: una copa de champagne. ¿Le apetece?

– Si está fresquito…

– ¿Y un pedacito de coca?

– ¿De frutas?

– De piñones.

– Bueno, pero sólo un pedacito que engorda horrores. Veo que estáis celebrando la verbena -se fijó en el ventanal abierto-: uh, qué bonito: han encendido los focos de Montjüich.