Pero ¿qué había visto en mi casa'? A mis hijos, de su edad sobre poco más o menos, que no sola mente no trabajaban por sí mismos, sino que utilizaban del trabajo de los demás; que lo ensuciaban y estropeaban todo alrededor de ellos; que se atiborraban de cosas dulces y sabrosas; que rompían la vajilla, y que daban a los perros manjares que hubieran sido para aquel muchacho una golosina.
Al sacarlo de la madriguera en que estaba y llevarlo a una buena casa, era natural que se asimilase la manera que tenían de considerar la vida en aquella casa y que comprendiese, por su propia observación, que era menester comer y beber bien, y vivir alegremente y sin trabajar.
Después de todo, ignoraba que mis hijos estudiasen penosamente las reglas de las gramáticas griega y latina, y tampoco hubiera podido comprender el objeto de su estudio; pero es evidente que, de haberlo comprendido, el ejemplo de mis hijos hubiese obrado con más fuerza sobre él.
Hubiera visto que, si por el momento se educaban sin hacer nada al parecer, en lo porvenir se hallarían en condiciones de trabajar lo menos posible, gracias a sus diplomas y títulos académicos, y de gozar de los bienes de la vida en la mayor medida que fuera dable. En vez de irse con el mujik a guardar las bestias, comer patatas y beber 37
kvass, prefirió vestirse de salvaje y conducir en el jardín zoológico al elefante por treinta kopeks.
Hubiera debido comprender yo lo ilógico de mi pretensión de corregir a las personas que languidecían de ociosidad en la casa de Rjanoff, casa que yo calificaba de antro, en tanto que yo mismo criaba a mis hijos en el lujo y en la misma ociosidad: sin embargo, en la casa de Rjanoff las tres cuartas partes de las personas trabajaban, bien fuera para ellos, bien para sus patronos.
En las casas Zimine había muchos niños en el estado más vergonzoso; eran hijos de prostitutas, o huérfanos, o criaturas pequeñas a quienes los mendigos llevaban por las calles, y todos eran dignos de piedad.
Pero la experiencia hecha en Serioja me demostró la imposibilidad en que me encontraba de acudir en su ayuda, y que mi vida se oponía a ello.
Mientras aquel chico estuvo en mi casa, eché de ver que me esforzaba en ocultarle mi modo de vivir y, sobre todo, el de mis hijos.
Comprendía que todos mis esfuerzos para dirigirlo a una vida buena y laboriosa, se estrellaban en el ejemplo mío y en el de mi familia.
Es muy cómodo amparar al hijo de una prostituta o de una mendiga: le es fácil al que tiene fortuna cuidarlo, asearlo, vestirlo con decencia, darle de comer, y enseñarle diferentes ciencias; pero el enseñarle a que se gane la vida no es difícil, sino imposible a los que vivimos sin hacer nada, porque nuestro ejemplo les enseña lo contrario de lo que les queremos enseñar por el precepto.
Se puede tomar un cachorro, un perro joven; se le puede acariciar, alimentar, enseñarle a que lleve diferentes objetos y a que exprese su alegría; pero todo eso es insuficiente para el hombre: a éste es preciso enseñarle a vivir; es decir, a tomar menos de lo que dé; y sin embargo, enseñamos lo contrario al niño, lo mismo si lo tenemos en nuestra casa, que si lo colocamos en un asilo.
X
Ya no sentía aquel impulso de compasión para los demás y de disgusto para mí mismo que había sentido en la casa Liapine. Deseaba ardientemente realizar mi proyecto; hacer bien a los desgraciados. ¡Cosa extraña! Hacer bien, dar dinero a los necesitados constituía, a mi parecer, una buena acción que debía producir el reconocimiento de las gentes.
Y sin embargo, había producido algo diametral-mente opuesto y aquello despertaba en mí un sentimiento de malquerencia y de censura para con los hombres.
En mi primera visita, ocurrió la misma escena que en la casa Liapine y, sin embargo, provocó en mí otro sentimiento distinto.
En cierto local encontré a un desgraciado que necesitaba auxilios inmediatos; después encontré a una mujer que no habla comido hacia dos días.
Dormían allí por la noche.
Le pregunté a una vieja si conocía a personas tan pobres que no tuviesen qué comer.
La vieja reflexionó y me nombró a dos, y después, como recapacitando, me señaló una cama ocupada.
—Ahí tenéis una mujer que me parece que se va a morir de hambre. — ¡Imposible!...
¿Y quién es ella?
—Una prostituta que ya no encuentra clientes. La dueña se quejaba de ella constantemente, pero ahora quiere echarla de su casa.
—¡Agafia! ¡Agafia!—gritó la vieja.
Nos acercamos y Agafia se echó fuera de la cama.
Era una mujer de cabellos grises y puestos en desorden, flaca como un esqueleto, cubierta con una camisa rota y con los ojos muy fijos y muy brillantes. Su mirada se clavó en nosotros sin vernos; tomó de detrás de ella un jubón para taparse con él su pecho huesudo, visible bajo los jirones de su camisa.
Articuló: «¿Qué, qué?» como si ladrase. Yo le pregunté acerca de su vida.
No me comprendió, y me dijo: —Yo misma no lo sé: van a echarme de la casa. .
Le preguntó (la pluma se resiste a consignarlo) si era verdad que no tenía nada que comer, y me contestó con precipitación febril y sin mirarme: —No he comido ni ayer ni hoy.
Me conmoví al aspecto de aquella mujer, pero de distinta manera que me había conmovido en la casa Liapine.
Allí, en aquel momento, tuve vergüenza de mi compasión hacia aquellas gentes: aquí, al contrario, me regocijaba por haber encontrado lo que buscaba, esto es, un ser hambriento.
Le di un rublo, y recuerdo que me agradó que tuviera testigos aquel acto de generosidad.
La vieja, que hubo de notarlo, me pidió dinero, y tanto placer tenía en darlo, que la complací en el acto, sin reflexionar si lo; necesitaba o no.
La vieja me acompañó luego hasta el corredor: los que transitaban por él oyeron que me daba las gracias.
Probable es que mis preguntas referentes a la miseria hubiesen excitado los deseos, porque nos seguían algunos.
Aun nos encontrábamos en el corredor cuando se me acercaron pidiéndome algunos sueldos. Era evidente que, entre los que pedían, había algunos borrachos que despertaban en mí un sentimiento repulsivo; pero, habiéndole dado dinero a la vieja, no tenía derecho a negárselo a los demás.
Estando en esto, me acosaron por todas partes y me vi cada vez más rodeado de gente: se produjo un movimiento generaclass="underline" en las escaleras y en las galerías aparecieron personas que fueron detrás de mí.
Cuando salí al patio, un chico que había bajado a escape las escaleras se introdujo por entre la gente, gritando, sin haberme visto: —Le ha dado un rublo a Agaschka.