Luego me vio y me pidió dinero.
Salí a la calle y entré en una tienda, donde rogué que me dieran diez rublos en moneda pequeña: ya había repartido el dinero que llevaba.
Allí se produjo la misma escena que en la casa Liapine.
Reinó la misma confusión: los viejos, los nobles, los mujiks y los niños se agolparon junto a la tienda alargándome sus manos.
Les di dinero; pregunté a algunos acerca de su vida, y tomé notas.
El tendero, con el cuello de pieles de su pelliza levantado, y sentado, como una estatua, miraba alternativamente a la multitud y a mí.
Era evidente que encontraba ridícula aquella escena, aunque no lo decía.
En la casa Liapine me horrorizó la miseria y la humillación de las gentes; me creí culpable de ello y me consideré con el deseo y los medios de mejorar mi modo de ser: en la puerta de la tienda, la escena producía en mí un efecto contrario.
Sentía algo de repulsivo hacia aquellos que me cercaban y me cosquilleaba la idea de lo que pudieran pensar de mí el tendero y los porteros.
Cuando entré en mi casa aquella noche, me sentí disgustado: tenía la intuición de que lo que acababa de hacer era estúpido e inmoral.
Pero como ocurre siempre que se tiene una preocupación interior, hablé mucho del asunto, como si no dudara de su buen éxito.
El siguiente día me fui solo a visitar a las personas inscriptas que me parecieron más dignas de lástima y de más fácil socorro: pero, como ya dije antes, no pude socorrer a ninguna: era cosa más difícil de lo que yo creí en el primer momento.
Antes de terminar las operaciones del censo, fui varias veces a la casa de Rjanoff, y en todas ellas se reprodujo la misma escena: me acosaba una turba de solicitantes y me consideraba perdido en medio de ellos.
Me veía imposibilitado de hacer nada en favor suyo en atención al número, y es posible que lo excesivo del número me disgustase; pero es lo cierto que ninguno me inspiraba simpatías.
Observé que no me decían todos la verdad y que no veían en mí más que una bolsa de la que podían sacar dinero.
Me parecía que la cantidad que cada uno de aquellos individuos se llevaba, empeoraba su situación en vez de mejorarla.
Cuanto más visitaba aquellas casas, cuanto más entablaba relaciones con sus habitantes, tanto más evidente se me hacía la imposibilidad de intentar nada; pero no abandoné mi empresa hasta el último día de las operaciones del censo: aún me avergüenzo de recordar aquel día.
Yo hacía solo, siempre, mis visitas particulares, y aquella vez éramos unas veinte personas.
A las siete, todos los que habían manifestado deseos de tomar parte en aquella jornada de noche, que era la íntima, empezaron a llegar a mi casa. La mayor parte de aquellas personas me era desconocida. Eran estudiantes, un oficial y dos conocidos míos en la sociedad; éstos, después de decir en francés sacramentaclass="underline" << C'est tres intéressant!>>me rogaron que los admitiese en mi compañía.
Todos creyeron del caso concurrir vestidos de cazadora y de botas altas y fuertes como si se tratase de ir al monte a cazar. Llevaban consigo carnetsde forma singular y enormes lapiceros.
Se hallaban en ese estado particular de excitación que se tiene en una montería, en un duelo o una acción de guerra. Por ellos se comprendía, más que por nadie, lo falso y pueril de nuestra situación; pero a todos pasaba lo mismo: todos estábamos en igual caso.
Antes de marchar deliberamos, a la manera que en los consejos de la guerra, sobre el punto por donde debiéramos comenzar, la manera de fraccionarnos, etc. La deliberación tomó el mismo carácter que en un consejo, en una asamblea o en un comité, es decir, que todos hablaban, no por la necesidad de decir o enseñar algo, sino porque ninguno quería ser menos que los demás.
En aquella discusión nadie aludió al carácter benéfico que debía tener la excursión y del que tantas veces había hablado yo.
¡Cómo me avergonzaba al ver que era necesario llevar la conversación a aquel terreno y hacer comprender que debíamos ir tomando nota de todos aquellos que encontrásemos en un estado lastimoso y miserable!
Siempre me ha turbado hacer tales recomendaciones, pero en aquel momento, y en medio de la excitación producida en los ánimos por aquellos preparativos de campaña, apenas pude hablar de ello.
Me parecía que todos me escuchaban con tristeza, y aunque todos se manifestaron de acuerdo conmigo, creí comprender que juzgaban como una tontería mi empresa, y que no daría resultado alguno. Cuando terminó mi peroración, todos hablaron a la vez de cosas extrañas.
Y así continuaron hasta que salimos.
Llegamos a un cafetín, y después de haber despertado al mozo, empezamos a ordenar nuestras hojas. Cuando se nos dijo que los habitantes, conocedores de nuestra llegada, evacuaban sus viviendas, rogamos al patrón que cerrase con llave la puerta cochera, y nos fuimos al extenso patio para asegurar a los que intentaban irse, que no tratábamos de exigirles el pasaporte.
Aún recuerdo la impresión penosa que aquellas gentes alarmadas produjeron en mi ánimo. Al ver a tanto hombre desastrado o semidesnudo, a la luz de una linterna, todos me parecieron de estatura colosal en aquel patio sombrío.
Asustados y terribles en medio de su espanto, manteníanse de pie, agrupados cerca de los lugares comunes, y escuchaban nuestras palabras tranquilizadoras sin concederles crédito. Era evidente que se hallaban dispuestos a todo, para escapar, como las bestias feroces.
Señores, agentes de policía en ciudades y aldeas, jueces de instrucción acosan a aquellos miserables durante toda su vida, lo mismo en los caminos que en las calles, de 42
igual modo en los cafetines que en los asilos de noche. De repente llegan esos mismos señores y mandan cerrar la puerta cochera con el sólo objeto de contarlos...
Tan difícil era hacerles creer eso, como persuadir a los conejos de que los perros no intentan cogerlos.
Los habitantes volvieron sobre sus pasos al ver cerrada la puerta y nosotros, divididos en grupos, nos pusimos en acción.
Mis dos conocidos de la buena sociedad y dos estudiantes quedaron conmigo. Vania marchaba delante de nosotros con una linterna en la mano.
Fuimos a los locales que me eran conocidos: también conocía a alguno de sus habitantes, pero la mayor parte eran recién llegados.
El espectáculo que aquella noche se ofreció a mis ojos, fue más horrible que el de la casa Liapine. Todas las habitaciones estaban atestadas; todas las camas ocupadas por uno y frecuentemente por dos hombres.