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Y, en efecto, aquel hombre cree estar seguro de haber oído aquella verdad, expresada en iguales términos.

Únicamente los que se interesan de una manera real en las cuestiones morales, comprenden el alcance y la extensión de una modificación cualquiera en la definición de las ideas, y saben apreciar el laborioso trabajo por medio del cual se llega a tal resultado.

¡Una hipótesis obscura, un deseo indeterminado, han podido trocarse en axiomas claros y bien definidos que exigen el cumplimiento de ciertos actos!

Tenemos la costumbre de creer que la moral es una cosa baladí y enojosa que nada nuevo e interesante puede contener, y sin embargo, toda la vida humana y todas las ramas de su actividad, como son: política, ciencias, artes, etc., no tienen más que un objeto: el de aclarar cada vez más, el de simplificar, arraigar y propagar la verdad moral.

Recuerdo que un día, al pasar por las calles de Moscou, vi a un hombre salir de su casa: se fijó atentamente en las piedras de la acera, eligió una y se agachó sobre ella. Me pareció ver que la frotaba y que la pulía a costa de grandes esfuerzos, y me pregunté: —¿Qué hará?

Me acerqué más a él y vi que era un dependiente de una carnicería, que estaba afilando su cuchillo. Necesitaba hacerlo para cortar la carne, y yo creí que trataba de pulir las piedras de la acera.

La humanidad no se ocupa sino aparentemente en el comercio, en los tratados, en las guerras, en las ciencias y en las artes: sólo hay una cosa que le interese y en la que se ocupa sin cesar, y es en darse cuenta de las leyes morales que rigen su vida. Estas leyes han existido siempre y la humanidad procura aún esclarecerlas y dilucidarlas.

Esto parece poco oportuno al que no necesita la ley moral ni quiere hacer de ella la brújula de su vida; pero ese esclarecimiento es no sólo la acción principal, sino la acción única de toda la humanidad.

Y esa acción es tan imperceptible a la vista, como la diferencia que existe entre un cuchillo que corta, y otro que tiene el filo embotado.

Un cuchillo es siempre un cuchillo, y el que no se sirve de ellos para cortar, no observa la diferencia que existe entre uno y otro; pero el que sabe que toda su vida depende, por decirlo así, del filo que tenga, comprende que es de primera necesidad que el instrumento esté bien afilado, y que no será útil en tanto que no corte lo que debe cortar.

Y eso fue lo que me sucedió al escribir mi artículo.

Me parecía conocerlo todo, comprenderlo todo, en lo referente a las ideas que me había sugerido mi visita a la casa Liapine; pero cuando traté de concebirlas bien y de expresarlas, echó de ver que mi cuchillo no cortaba y que debía afilarlo.

Hace de eso tres años, y hasta hoy no ha podido cortar lo que yo quería que cortase, y, sin embargo, nada de nuevo he aprendido en esos tres años.

Mis ideas son las mismas; pero en otro tiempo estaban embotadas, se borraban y no convergían en un foco único; carecían de filo, y no conducían a una resolución clara y sencilla, como conducen hoy.

XIII

Recuerdo que, durante la tentativa que hice para acudir en auxilio de los desgraciados, creí parecer-me a un hombre atascado que intentara sacar a otro del mismo atolladero. Todos mis esfuerzos me hacían comprender la poca consistencia del terreno en el cual tenía puestos los pies: comprendía que me hallaba sobre cieno, y no inquiría con atención el piso en que me apoyaba.

Buscaba incesantemente un medio exterior para combatir el mal que veía en derredor mío. Sabía que mi existencia era mala y, a pesar de ello, no deducía la clara y sencilla conclusión de que era preciso que yo reformase mi vida; al contrario, estaba persuadido de que era necesario corregir y reformar la de las demás para que mejorase la mía.

Habitaba la ciudad y quería mejorar la manera de vivir de sus habitantes.

—¿Qué es lo que caracteriza la vida y la miseria de las ciudades? ¿Por qué no he podido socorrer a los desgraciados? - me preguntaba.

Y me contesté que mi tentativa había fracasado por dos razones: la primera, porque los pobres eran muy numerosos en el mismo sitio, y la segunda, porque eran muy distintos a los de los pueblos.

Todos cuantos no hallaban sustento en los campos, se reunían en las grandes poblaciones en torno de los ricos, y por eso eran tan numerosos.

Verdad es que en las ciudades hay pobres nacidos en las mismas, o cuyos padres y abuelos vieron la luz en ellas; pero también lo es que sus ascendientes vinieron a las ciudades para buscar en ellas el sustento.

¿Qué quiere decir «buscar el sustento en la ciudad»? Hay en esto, si bien se reflexiona, algo que parece una broma. ¿Cómo puede ser que se venga de los campos, es decir, de los campos donde se producen todas las riquezas de la tierra, para vivir en las ciudades en donde nada se produce y todo se consume?

Yo me acuerdo de cientos, de miles de personas con las cuales hablé a propósito de esto, y todas me dijeron lo mismo: «Esas gentes vienen a Moscou en busca de sustento». Allí no se siembra, allí no se cosecha; pero allí se vive en la opulencia; allí es donde únicamente pueden encontrar el dinero que necesitan en los campos para comprar pan, choza, caballo y todos los objetos de primera necesidad.

Y, sin embargo, el campo es el manantial de todas las riquezas, puesto que produce el trigo, la madera, los caballos y todo lo demás.

¿A qué, pues, ir a las ciudades para buscar en ellas lo que produce la tierra? ¿A qué exportar desde los pueblos a las ciudades lo que los campesinos necesitan? ¿A qué llevar a ellas la harina, la avena, los caballos y el ganado?

Tuve ocasión de hablar de esto a menudo con los labradores que viven en Moscou, y comprendí que aquella acumulación de aldeanos, es, en parte, obligada, por no poder ganarse la vida de otro modo, pero que en parte es también arbitraria y debida a las seducciones que ofrece la ciudad.

Verdad es que el aldeano, para hacer frente a todas las exigencias y a todas las necesidades de la vida, se ve obligado a vender aquel trigo y aquel ganado que necesitará después, y que, de bueno o de mal grado, tendrá que ir a la ciudad para ganarse en ella el pan.

Pero debemos decir también que el lujo de la ciudad y los medios que ésta ofrece para ganar más fácilmente el dinero, atraen al aldeano y le hacen confiar en que trabajará poco, comerá bien, tomará té tres veces al día, vestirá bien, y podrá entregarse a la borrachera y al escándalo.

En uno y otro caso, el motivo es el mismo: la concentración de la riqueza en las ciudades y su transmisión de manos de los productores a las de los no productores.