Desde principios de otoño, todo lo que el campo ha producido se acumula en las ciudades, porque hay necesidad de satisfacer las exigencias de los impuestos, del reclutamiento y de las demás cargas.
Esa es también la época de loa casamientos y de las fiestas. Llegan los acaparadores: las riquezas d«los aldeanos consisten entonces en ganado comestible y de labor, en 51
caballos, cerdos, gallinas, huevos, manteca, lino, avena, trigo, centeno, etc., y todo pasa a manos extrañas que en seguida lo transportan a la ciudad.
Los habitantes de los pueblos se ven obligados a vender para satisfacer las cargas que pesan sobre ellos. Sobreviene en seguida el déficit, y necesitan ir allí donde fueron acumuladas sus riquezas para tratar de reunir algún dinero con que hacer frente a las primeras necesidades del campo. Seducidos por los atractivos que ofrece la ciudad, algunos se quedan en ella.
Lo mismo sucede en toda Rusia y en el mundo entero: las riquezas de los productores pasan a manos de los comerciantes, de los grandes propietarios rurales, de los acaparadores, de los fabricantes, y los que las adquieren desean aprovecharse de ellas, y para eso necesitan residir en las ciudades.
En primer lugar, es difícil encontrar en los campos los medios de satisfacer todas las necesidades de la gente rica: no hay en ellos estudios de pintores, grandes almacenes, bancos, restaurants, círculos ni teatros: en segundo lugar, no pueden satisfacer los ricos en el campo la vanidad, el deseo de sobrepujar a los demás, que es uno de los mayores goces de la riqueza.
Los campesinos no saben apreciar el lujo, y no hay nada que pueda maravillarlos.
Nadie contempla ni envidia los departamentos, los lienzos, los bronces, los carruajes, ni los prendí • dos del que habita en el campo: los aldeanos no tienen criterio suficiente para juzgar de esas cosas.
En tercer lugar, el lujo en tales condiciones hasta es desagradable y peligroso para todo hombre medianamente delicado. Cuesta trabajo tomar baños de leche o dársela a los perros, allí donde los niños carecen de ella; es triste edificar pabellones y trazar parques en medio de gentes que habitan en chozas rodeadas de estercoleros y que carecen de leña para calentarse. Nadie podría mantener el orden entre los mujiks ni impedir que cometiesen simplezaspor su ignorancia.
Por eso se concentran los ricos en las ciudades en donde la satisfacción de los gustos es más refinada y está garantida por una policía numerosa y vigilante.
Los primeros habitantes de las ciudades han sido contratistas del Estado: en derredor de ellos se agruparon los artesanos, los industriales y por último las gentes ricas, que, poseyéndolo todo, no tienen más que desear las cosas, y que rivalizan en lujo los unos con los otros, para eclipsar y admirar a los demás.
Y sucede que el millonario que se avergüenza de rodearse de lujo en el campo, no tiene en la ciudad los mismos escrúpulos, y halla incómodo y molesto no vivir como todos los millonarios que le rodean.
Lo que juzga penoso e impropio en el campo, le parece naturalísimo en la ciudad.
Consume tranquilamente, bajo la salvaguardia de la autoridad, lo que el campesino ha producido, y éste se ve obligado a concurrir a la fiesta eterna de los ricos: ¿podrá recoger las migajas que se caen de sus mesas?
Y al contemplar aquella vida suntuosa, ajena de cuidados, estimada por todos y por la autoridad protegida, el campesino quiere también trabajar lo menos posible y aprovecharse ampliamente del trabajo de los demás.
Y vedlo atraído en la ciudad, tratando de establecerse a la inmediación del rico, y soportando todas las situaciones en que éste quiere colocarlo. Le ayuda a satisfacer todos sus caprichos; pónese a su servicio en el baño y en el restaurant, es su cochero, y le proporciona mujeres.
Así es como los hombres aprenden de los ricos a vivir como ellos, no por medio del trabajo, sino por un cúmulo de subterfugios y chupándoles con maña a los demás sus riquezas acumuladas; y como es natural, se pervierten y se pierden.
Pues bien: aquella población de miserables era la que yo había querido socorrer.
Basta reflexionar un poco acerca de la situación de aquellas gentes para admirarse de que muchos de entre ellos sigan sien-i lo honrados obreros y no se hayan convertido en aventureros corriendo tras un botín fácil; en mercachifles, en mendigos, en prostitutas, en estafadores y en bandidos.
Nosotros, que tomamos parte en esa orgía eterna de las ciudades y que podemos arreglar nuestra vida a nuestra voluntad, creemos muy natural vi viten un departamento de cinco habitaciones, templadas por una cantidad de leña que bastaría a calentar veinte familias; dar un paseo de media versta con dos caballos de trote y dos hombres; cubrir el pavimento de nuestras habitaciones con alfombras, y gastar de cinco a diez mil rublos en un baile, o veinticinco mil rublos en un árbol de Navidad.
El que necesita diez rublos para el pan de su familia, a la que le han embargado la última oveja para satisfacer siete rublos de un impuesto vencido, y que no ha podido economizarlos a pesar de un trabajo rudo, ése no piensa, seguramente, como nosotros.
Creemos que a los pobres les parece muy natural todo eso y algunos somos tan sencillos, tan inocentes, que hasta pretendemos que los pobres nos deben estar agradecidos porque les proporcionamos los medios de ganarse la vida.
Pero esos desheredados de la fortuna no pierden el sentido común por el hecho de encontrarse en la miseria, y razonan exactamente como nosotros.
Cuando llega a nuestra noticia que un personaje cualquiera ha perdido al juego diez o veinte mil rublos, nos formamos en seguida la idea de que aquel hombre ha sido un imbécil que ha sacrificado sin provecho alguno tanto dinero, cuando hubiera podido emplearlo en edificaciones o en beneficio de la cultura general.
Los pobres razonan del mismo modo al ver los suntuosos y locos derroches de los ricos, y su razonamiento es tanto más justo, cuanto que ellos necesitan dinero, no para satisfacer un capricho cualquiera, sino para subvenir a las más urgentes necesidades.
Estamos en un error al creer que, razonando así, permanecen indiferentes al lujo que les rodea. Desde su punto de vista, no es justo que los unos vivan en fiesta continua, y que los otros trabajen y ayunen frecuentemente.
En el primer momento se admiran y se sienten ofendidos por el espectáculo; pero comprenden luego que tal estado de cosas es legal, y procuran esquivar el hombro al trabajo y participar de la fiesta. Unos lo consiguen; otros se acercan a ella poco a poco; pero los más caen antes de llegar a su objetivo, y como han perdido ya el hábito del trabajo, llenan las casas de prostitución y los asilos de noche.
Hace tres años que tomamos a nuestro servicio, en el campo, a un aldeano joven como mozo de comedor; se incomodó con el ayuda de cámara y se fue. Entró en seguida al servicio de un comerciante a quien le agradó, y hoy se pasea elegantemente vestido, con cadena de oro y botas de charol.