Aquellas palabras tan sencillas me conmovieron, y hube de reconocer su justicia, y sin embargo, aun creía en lo útil de mi empresa; pero cuanto más adelante la llevaba, cuanto más me acercaba a los pobres, tanta más importancia iban adquiriendo para mí aquellas palabras.
Y, efectivamente, encerraban una gran verdad. Llego en mi coche vistiendo una rica pelliza, o bien, uno que no lleva zapatos ve mi departamento que cuesta dos mil rublos: le doy sin pesar cinco porque de repente me da ese capricho; pero él sabe que le doy lo 57
que a otros les he tomado con facilidad. ¿Qué puede ver en mí como no sea a uno de aquellos que han acaparado lo que le debe pertenecer?
Quiero aproximarme a él; me quejo de que no sea franco, y, sin embargo, yo temo sentarme en el borde de su cama por miedo a llenarme de piojos, y él, el pordiosero, me espera en la antecámara y, a veces, en el vestíbulo.
Que el hombre más cruel trate de atiborrarse con una comida de cinco platos en medio de personas que tienen el estómago vacío o que no comen sino pan de "centeno.
No habrá quien tenga valor para hacerlo. Para comer bien cuando uno se halla entre personas que padecen hambre, es de esencial necesidad ocultarse de ellas; y es lo que nosotros acostumbramos a hacer.
Considerando sencillamente nuestra existencia, observé que nuestra aproximación a los pobres no es difícil por pura casualidad, sino porque arreglamos nuestra vida de modo que lo sea.
Observé también que todo lo que llamamos nuestro bienestar, es profundamente distinto en nosotros y en los pobres.
Todas esas diferencias en nuestra alimentación, en nuestros vestidos, en nuestras casas, y hasta en nuestra instrucción, tienen, como principal objeto, diferenciarnos de los desgraciados.
Y dedicamos más del noventa por ciento de nuestra fortuna a establecer ese muro infranqueable.
Desde que un hombre llega a ser rico, deja de comer en los mismos platos; se hace servir su cubierto, y se separa de la cocina de sus criados.
Hace que éstos coman bien para que no arrebañen sus platos; pero come solo, y como esto le fastidia, inventa un montón de cosas para mejorar su mesa. Hasta el modo de servirle la comida es asunto de vanidad y de orgullo, y hasta los manjares se convierten en medio para separarlo de los demás.
Un rico no puede invitar a un pobre a su mesa.
Es preciso saber presentar a su señora, saludar, sentarse, comer, y únicamente los ricos saben hacer todo eso.
Lo mismo sucede en el vestir.
Si el rico llevase un traje ordinario con el solo objeto de cubrir su cuerpo contra el frío, gabán, pelliza, botas de cuero o de fieltro, chaleco, pantalón, camisa, etc., tendría necesidad de muy poco, y si poseyera dos pellizas, no podría negar una a quien la necesitara.
Pero el rico usa trajes propios para ciertos actos y ciertas ocasiones que no pueden, por lo tanto, servir al pobre: tiene trajes negros, chalecos, levitas, botas de charol, golas, zapatos de tacón a la francesa, todo de última moda, trajes de caza, de viaje, etc., que no pueden usarse sino en condiciones extrañas completamente a la vida de los obreros.
La moda establece una distinción más. Para ocupar un departamento de diez piezas un hombre solo, no es preciso que lo vean las personas que se reúnan en la misma pieza.
Cuanto más rico es el hombre, tanto más difícil es encontrarlo en su casa, y más conserjes y criados se interponen entre él y los pobres. No permite que éstos pisen las alfombras ni que tomen asiento en sus sillas de satén.
Un mujik que fuese en carreta o en trineo sería un malvado si se negase a admitir en su vehículo a un caminante fatigado, no careciendo de sitio para él; pero cuanto más rico es el carruaje más imposible se hace dar a alguno asiento en él. Por algo han dado el nombre de egoístas alos coches más elegantes.
Lo mismo sucede con el aseo. ¿Quién no conoce a esas personas, a esas mujeres, sobre todo, que consideran como una alta virtud su aseo, que no tiene límites, porque lo obtienen con el trabajo ajeno?
Con cuánto trabajo se acostumbran los advenedizos a ese cuidado del cuerpo que confirma el proverbio: «Las manos blancas gustan que las demás trabajen».
El aseoexige hoy que se mude uno de camisa y que se lave el cuello, la cara y las manos todos los días: mañana exigirá que se mude uno de ropa interior dos veces al día, y que se tome un baño perfumado. Al tomar un ayuda de cámara es de necesidad que ha de tener las manos muy limpias: algunos días después usará guantes para presentar a su señor las cartas y las tarjetas en una bandeja.
No hay límites en esto del aseo, que nada significa, pero que sirve para distinguir unas personas de otras y hacer imposibles las relaciones entre ellas.
Pero no es esto todo.
Profundizando en el asunto, me he convencido de que lo que se denomina ordinariamente instrucciónse encuentra en el mismo caso.
El pueblo llama hombre instruido al que viste a la moda, tiene conversación fina, las manos blancas y cierto aseo en su persona.
En un medio ambiente algo más elevado, se tienen las mismas ideas respecto a la instrucción, pero añadiendo a aquellas condiciones saber tocar el piano, conocimiento de la lengua francesa, escribir con ortografía y mejor continente. En las clases superiores se exige además el conocimiento del inglés y un título universitario.
Pero, en suma, la instrucciónes la misma cosa en los tres casos: el conjunto de conocimientos y de apariencias que deben distinguir a los unos de los otros.
Y su objetivo es el mismo que el del aseo: separarnos del tropel de los pobres con el fin de que éstos, hambrientos y tiritando de frío, no puedan ver lo ocioso de nuestra vida.
Pero nos es imposible ocultárselo.
Por eso estoy convencido de que la causa de la imposibilidad de ayudar a los pobres de las ciudades, reside en las dificultades que se nos ofrecen para acercarnos a ellos, y que nosotros hemos creado con el modo de ser de nuestra vida y con el uso que hacemos de nuestras riquezas.
Entre los pobres y los ricos se eleva una alta muralla de aseoy de instrucciónfabricada por nosotros con el auxilio de nuestras riquezas.