El viejo le enseñó el dinero que llevaba que eran dos piezas de tres kopeks y una de uno. Simion miró; quiso tomar la de uno; pero, variando de parecer, se quitó la gorra, se persignó, y siguió su camino dejándole al viejo los tres kopeks.
Yo sabía cuál era la situación financiera de Simion: todas sus economías se elevaban a seis rublos y medio: las mías en aquella época eran 600,000 rublos.
Yo tenía mujer e hijos: mi compañero también: él era más joven que yo y su familia menos numerosa; pero todos sus hijos eran pequeños, mientras que dos de los míos eran ya adultos y aptos para el trabajo. Nuestra situación, exceptuando las economías, era casi la misma.
El poseía 600 kopeks y daba tres: yo poseía 600,000 rublos y daba veinte kopeks.
Para ser tan generoso como Simion, hubiera debido dar al viejo 3000 rublos, pedirle 2000 de vuelta, y en el caso en que el viejo no hubiera podido dármelos, dejárselos todos, persignarme y seguir mi camino tranquilamente hablando de la vida de la fábrica y del precio del heno en el mercado de Smolensko.
Tal fue la idea que surgió en mi cerebro en aquel momento, pero hasta mucho tiempo después no deduje su consecuencia inevitable.
Esta conclusión parece tan extraordinaria y tan rara, que no obstante su exactitud matemática, no se la puede aceptar en el acto. Cree uno siempre que hay error de cálculo; pero tal error no existe, y esto último demuestra que todos vivimos en continuos extravíos que son la causa de espantosas tinieblas.
Cuando llegué a tal resultado y me convencí de que era absolutamente cierto, me expliqué mi vergüenza ante la mujer del cocinero y ante los pobres a los cuales daba y sigo dando limosna.
En efecto: el valor de ésta era una parte tan pequeña de mi fortuna, que era hasta imposible expresarla por medio de una cifra a Simion y a la mujer del cocinero. Era una millonésima parte o algo aproximado.
Daba yo tan poco, que aquel acto no era ni podía ser en modo alguno una privación, sino una distracción que me permitía, cuando lo tenía por conveniente.
Y eso es lo que comprendió la mujer del cocinero: si yo le daba al primero que me encontraba en la calle veinte kopeks, ¿por qué no le daría a ella también un rublo?
Aquella distribución de dinero había producido en ella el mismo efecto que otra diversión de los señores, como arrojar a la multitud panes de alajú: un pasatiempo agradable para las gentes que poseen una gran fortuna.
Yo me había abochornado, porque el error de la mujer del cocinero me había hecho conocer la opinión que formaban de mí los pobres. «Tira muchísimo dinero, un dinero que no ha ganado con su trabajo».
Y, en efecto, ¿qué son mis riquezas y de dónde proceden?
He obtenido una parte de ellas vendiendo la tierra que me dejó mi padre y por la que el mujik vendió hasta su última oveja y su última vaca por quedar en paz conmigo: la otra parte de mi fortuna proviene de lo que me han dado por mis libros. Si éstos son malos, si son nocivos, se les compra por seducción y el dinero que recibo por ellos es mal ganado; pero si, por el contrario, son útiles, todavía es peor.
No se los doy a los demás, sino que les digo: «Dadme diez y siete rublos». Y del mismo modo que el mujik vendió su última vaca, el estudiante y el profesor, que son pobres, se privan de lo necesario para darme su dinero.
Y heme aquí en posesión de una fortuna adquirida de ese modo; ¿qué hago de ella?
Llevo ese dinero a la ciudad y no se lo doy a los pobres más que para que satisfagan mis caprichos yendo a limpiar por mi las aceras, las lámparas, a dar lustre a mis botas, y a trabajar en las fábricas, Y trato de darles poco y de obtener de ellos lo más posible.
Y de repente, de improviso, empiezo a dar graciosamente ese mismo dinero a los mismos pobres, y no a todos, sino a aquellos que me place dárselo.
¿Cómo no queréis que cada uno de ellos no se crea ser mañana uno de los favorecidos, uno de esos con quienes yo me divierto arrojándoles mi dinero? Así me consideran todos y así me ha considerado la mujer del cocinero.
Y tan extraviado andaba yo, que apellidaba bien aeste doble acto: quitar con una mano millones de rublos y dar con la otra algunos kopeks a quienes me parecía.
Estaba abochornado, y nada tenía de particular que lo estuviese.
Si: antes de hacer el bien, es preciso desprenderse del mal y ponerse en condiciones que permitan obrar bien. De otro modo la vida serla mala.
Si yo diese 10,000 rublos, no me encontraría aún en esas condiciones, porque me quedarían todavía 500,000.
Cuando nada tenga, será cuando podré hacer algún bien. ¿No fue eso lo que hizo la prostituta al cuidar durante tres días a la enferma y a su hijo? ¡Y yo, que pensaba en hacer el bien, vi aquello sin concederle importancia alguna!
Yo era culpable; yo era causa de todas aquellas miserias, y vivir como vivía era imposible, imposible...
He ahí lo que sentí por primera vez al ver a los hambrientos ante la casa Liapiue, y lo que sentí fue la expresión de la verdad.
Y bien: ¿qué hacer?
XVI
¡Cuántas dificultades no encontré para llegar a esta confesión! pero, una vez hecha, me horroricé del error en que había vivido. Me hallaba metido hasta el cuello en el fango y pretendía sacar a los demás de él.
Porque yo deseo que no tengan los hombres hambre ni frío, y que puedan vivir según el orden natural.
Yo quiero eso y veo que, merced a las violencias, al engaño, a los ardides en que tomo parte, se les merma a los obreros laboriosos lo que les es necesario: por otra parte, las gentes ociosas, entre las que me cuento, se aprovechan, basta el exceso, del trabajo do los otros.
Veo que este goce de los bienes ajenos es tal, que cuanto más complicada y hábil es la astucia que empleamos, tanto más cuantiosos son los bienes de que nos aprovechamos y menor es nuestro trabajo.
Hay que colocar en primera línea a los Stiglitz, a los Demidoff, a los Morosof, a los Iussupoff, y después a los grandes banqueros, a los grandes propietarios rurales, a los primeros magistrados.
Detrás vienen los pequeños banqueros, los negociantes, los contratistas y los medianos propietarios, entre los que me cuento yo.
Siguen los pequeños propietarios, los pequeños comerciantes, los vendedores, los usureros, los de la policía, los profesores, los popes, los empleados; después los porteros, los lacayos, los cocheros, los aguadores, los corredores, y por último, la clase obrera, los operarios de las fábricas y los aldeanos, que forman el noventa por ciento del total.