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Prohibía a sus discípulos que aceptasen, no solamente dinero, sino vestidos; le dijo a un hombre rico que él no podría entrar en el cielo par causa de sus riquezas y que le era más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el cielo de los elegidos, y añadió que el que no abandonase todo lo que poseía, su hogar, sus hijos y sus campos, para seguirlo, no podría ser su discípulo.

Dijo su parábola acerca del rico, que, sin embargo, no obraba tan mal como los de ahora, pues que se contentaba con comer, beber y vestir bien, no obstante lo cual perdió su alma. En cambio, el mendigo Lázaro salvó la suya por el solo hecho de ser pobre.

Esta verdad me era conocida hacía mucho tiempo, pero las falsas doctrinas la habían obscurecido tanto, que se había convertido para mí en una teoría, en el vago sentido que solemos atribuir a esta palabra.

Pero desde que conseguí destruir en mi espíritu los sofismas de las doctrinas mundanas, la teoría se reunió a la práctica, y la realidad de mi vida y de la vida de los demás hombres me parecieron consecuencia inevitable de esa teoría.

Comprendí que el hombre debe servir, no solamente para su bienestar personal, sino también para el de los demás. Si se quieren buscar analogías en el reino animal, como hacen algunos para defender el principio de la fuerza y el de la lucha por la existencia, es preciso citar animales sociables, como las abejas, y por consecuencia el hombre está llamado, por su naturaleza y por su razón, a ser útil a los demás, y a perseguir un fin común y humano.

Comprendí que ésta era la única ley natural del hombre, compatible con su finalidad, y la única susceptible de proporcionarle la dicha.

Esta ley ha sido violada siempre, y lo sigue siendo hoy, por los hombres que, parecidos a los zánganos, se eximen del trabajo, gozan del trabajo ajeno y dirigen toda su actividad, no hacia un fin común, sino hacia la satisfacción individual de sus pasiones, siempre en aumento, hasta que perecen.

Las formas primitivas de la desviación de la ley natural fueron desde luego: la explotación de los seres débiles, de las mujeres, por ejemplo: después la guerra y el cautiverio: la esclavitud vino en seguida, y ahora ha sido reemplazada por el dinero.

Este último es la esclavitud oculta e impersonal de los pobres. Por eso le tomé aborrecimiento e hice todo lo posible para verme libre de él.

Cuando me vi dueño de siervos y comprendí la inmoralidad de aquella situación, trató de emanciparme de ellos, haciendo valer, lo menos posible, mis derechos sobre aquellos desgraciados y dejan dolos vivir como si no me perteneciesen.

No puedo dejar de obrar de la misma manera con el dinero, esta nueva forma de servidumbre, y evito, en todo lo que me es posible, explotar a los demás.

El fundamento de toda esclavitud es el goce del trabajo de otro y, por consecuencia, servirme de la actividad de los trabajadores ejerciendo mis derechos sobre sus personas o usando de ese dinero que les es indispensable, es absolutamente la misma cosa.

Si realmente considero como un mal semejante goce, no me debo aprovechar de mis derechos ni de mi dinero, y debo prescindir del trabajo que aquellos desgraciados hacen para mí, sea privándome yo de él, sea haciéndolo por mí mismo.

Y esta conclusión tan sencilla, entra en todos los detalles de mi vida y me libra de los sufrimientos morales que padecía al fijarme en los desgraciados y en la depravación de los hombres.

Ella suprime a la vez las tres causas que me imposibilitaban asistir a los pobres y a las cuales he llegado al darme cuenta de mi fracaso.

La primera causa era la acumulación de habitantes en las ciudades y el consumo que hacían de la riqueza de los campos.

Cuando todo el mundo haya comprendido que la compra no es más que una obligación que deben pagar los pobres, y se haya acordado privarse de ella y satisfacer con el propio trabajo las propias necesidades, nadie abandonará ya el campo en donde es fácil satisfacer las necesidades sin el auxilio del dinero, y nadie irá a una ciudad, donde todo es preciso comprarlo o alquilarlo todo. Y en las aldeas, todos podrían ayudar a los necesitados.

Me lo he explicado todo perfectamente, y cuantos residen en el campo están persuadidos de ello.

La segunda causa era la desunión que existía entre los pobres y los ricos.

Pero si nadie compra y nadie alquila, nadie, tampoco, desdeñará hacer todo cuanto sea preciso para la satisfacción de sus necesidades. Desaparecerá la antigua distinción de pobres y ricos, y el hombre que haya proscripto el lujo y el servicio de los demás, se confundirá inmediatamente con la masa de los obreros y podrá ayudarles.

La tercera causa era la vergüenza que tenía al estar convencido de la inmoralidad de aquel dinero con el cual quería ayudar a los pobres.

Pero desde el momento en que se comprenda su significación, como símbolo de una esclavitud impersonal, no volverá a incurrirse en el error de que sea un medio para hacer el bien, y no se tratará de adquirirlo, sino de desprenderse de él a fin de estar en condiciones de practicar el bien para con los hombres, esto es, dándoles el propio trabajo y no el trabajo d«los demás.

XIX

He deducido que si el dinero era la causa de los sufrimientos y de la depravación de los hombres, y si yo quería ayudar a éstos, no debía causar las desgracias que deseaba suprimir.

He llegado a la conclusión de que el que no quiere ver la depravación y los padecimientos de otro, no debe servirse de su dinero para hacer trabajar a los pobres.

Debe pedir a sus semejantes lo menos posible, y hacer por sí mismo todo cuanto pueda.

De este modo llegué, por un largo camino, a la misma conclusión a que llegaron los chinos hace más de diez siglos.

Uno de sus proverbios dice: «Si existe un hombre ocioso, hay otro que se muere de hambre».

- ¿Qué debía hacer yo?

Las palabras de San Juan Bautista me dieron la contestación.

Cuando el pueblo le preguntaba: «¿Qué hacer?» le respondió: «El que tenga dos vestidos dé uno al que carezca de él, y el que tenga qué comer que invite al hambriento».

Estas palabras significan que debemos dar a los demás lo que nos sobre.

Este medio, que tan completamente satisface al sentido moral, me ofuscaba como ofusca a mis semejantes. Por eso no lo notamos y lo miramos de soslayo.

Ocurre lo que en el teatro. Hay una persona en escena a la cual ve el público; pero los actores, que aunque la ven no deben verla, se lamentan de que se halle ausente.