Por eso tratamos de remediar todos nuestros malee sociales con prejuicios políticos, gubernamentales o antigubernamentales, científicos o filantrópicos, y no vemos lo que parece evidente a todo el mundo.
Hacemos todas nuestras necesidades en nuestro cuarto; exigimos que otros saquen de él el vaso de noche, y fingimos condolernos del triste papel de aquellos desgraciados.
Queremos sacarlos de la situación en que están; inventamos para ello una porción de soluciones, y únicamente nos olvidamos de la principal, de la más sencilla, y es la de sacar el vaso nosotros mismos, o lo que aún es mejor, no evacuar más que en el lugar que, por común, es excusado nombrar.
El que padece sinceramente por las desgracias de los hombres que le rodean, tiene un medio claro y expedito, que es el único susceptible de remediar el mal y de despertar en él mismo el sentimiento de la legalidad de su vida; y es el que predicaba San Juan Bautista y que confirmó Jesucristo: no tener más que un vestido y carecer de dinero; es decir, no servirse del trabajo de los demás y hacer todo lo posible por uno mismo.
Eso parece tan claro como sencillo.
Pero la sencillez y la claridad no existen más que cuando las necesidades son sencillas.
Supongamos a un campesino que se está mano sobre mano y le manda a un vecino suyo, que le es deudor, que vaya a cortar la leña que necesita para su cocina. Claro es que este mujik es un perezoso; pero al fin comprende que quita al vecino sus medios de trabajo, se avergüenza de su acción y va por sí mismo a cortar la leña.
Pero el hombre colocado en el peldaño más alto de la escala de las gentes ociosas, no comprenderá su falta tan fácilmente como el mujik.
La esclavitud existe hace ya tanto tiempo bajo todas las formas imaginables; es tan grande el número de las necesidades artificiales que ha engendrado, hállanse tan íntimamente ligados unos a otros los gustos y las costumbres afectos a esas necesidades; se hallan tan afeminadas y depravadas las generaciones, y son tan complicados los sofismas inventados para justificar ese lujo y esa ociosidad, que es extraordinariamente difícil que los ociosos comprendan lo que se exige de ellos.
Se les va la cabeza en lo alto de la escalado mentiras en que viven cuando ven el nivel terrestre a que deben descender para comenzar a vivir, ya que no justamente, menos cruel y menos inhumanamente que hasta ahora; y por eso la idea les parece extraña.
Hasta ridícula le parecerá al hombre que tiene diez criados, un cochero, un cocinero, lienzos, bronces, piano y lo demás, en tanto que la encontrará sencilla y clara el hombre que, sin ser bueno, no es tampoco malo.
Comprenderá que debe hacer por sí mismo la leña para calentarse; preparar su comida; limpiarse el calzado; acarrear agua, etc., etc.
Pero aún existe otra causa que impide comprender a los hombres ociosos que un trabajo personal natural y sencillo es obligatorio, y es la complicación de las condiciones y de los intereses de todo género ligados entre sí por el dinero, y que son inherentes a la vida de los ricos. Mi vida fastuosa sostiene a las gentes. «¿Dónde irá mi ayuda de cámara, que es ya un viejo, si lo despido? ¿Y cómo queréis que todo el mundo haga lo que necesita y parta leña? ¿Qué será entonces del principio de la división del trabajo?
Iba yo esta mañana por el corredor en donde se encienden las estufas. Un mujik encendía fuego para calentar el cuarto de mi hijo.
Entré a ver a éste: aun dormía: eran las once, y como por ser día de fiesta no tenía clase, dormía hasta muy tarde.
He ahí un mocetón de diez y ocho años que ha comido bien la víspera y que permanece en la cama hasta aquella hora, en tanto que el mujik, que tiene su misma edad, se ha levantado al amanecer, ha hecho muchas cosas y enciende ya la décima estufa.
«No debería calentar el criado ese cuerpo perezoso y bien alimentado», me dije; pero me acordó en seguida de que la misma estufa calentaba también el cuarto de nuestra ama de llaves que tiene cuarenta años y que, para preparar una cama, había estado velando hasta las tres de la madrugada.
Se había levantado a las siete y no había tenido tiempo de encender su estufa: el mujik lo hacía por ella y el perezoso de mi hijo se aprovechaba de la ocasión.
Verdad es que todos los intereses tienen una gran ligazón; pero, sin previos cálculos y sin determinadas preferencias, la conciencia propia dirá a cada uno de qué parte está el trabajo y en cuál otra la ociosidad.
Otra cosa lo dirá más claramente aún, y es el libro de gastos.
Cuanto más dinero gasta el hombre, más ocioso está; es decir, más tendrán que trabajar los demás por él.
Cuanto menos gasta el hombre, más trabaja.
Pero se me dirá: ¿No habéis pensado en la industria, en las empresas sociales? y añadirán a esto palabras muy bonitas, como civilización, ciencias, artes, etc.
Si vivo algún tiempo, ya contestaré a todas esas objeciones.
SEGUNDA PARTE
LA SOLUCIÓN
LA VIDA EN LA CIUDAD
I
Entraba yo en una casa a las tres de la tarde en un día de marzo del año *** al volver la esquina de la calle de Zubov, vi en el callejón de Chamovnitschesk unas manchas negras sobre la nieve del Campo de las Vírgenes, y algo que se movía.
No hubiese prestado atención a ello, si un agente de policía (gorodovoi) no hubiese gritado, mirando en la dirección de aquellas manchas: —¿Por qué no la traes, Vasili?
—Si no quiere andar, —contestó una voz.
En aquel mismo instante las manchas se movieron en dirección al agente.
—¿Qué ocurre?—pregunté deteniéndome.
—Que acaban de cazar a unas palomasen la casa de Rjanoff y se las lleva a la prevención, y que una de éstas se ha quedado rezagada y, como veis, se niega a seguir adelante.
La conducía un conserje (dvornik) envuelto en una pelliza de piel de carnero (tulupe), quien la iba empujando por detrás. Todos íbamos abrigados de ropa como se debe de ir en invierno: ella era la única que no llevaba más que una sencilla bata: sólo pude distinguir en la obscuridad unas faldas color de canela, un pañuelo atado a la cabeza y otro al cuello.
Era de corta estatura, como lo son todos los miserables; de piernas cortas y de rostro relativamente ancho y desproporcionado.