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—Por tu causa nos hemos detenido, bestia. ¿Quieres andar o no'?—le gritó el agente de policía.

Se conocía que estaba cansado y aburrido de aquella mujer.

Ésta dio algunos pasos y volvió a detenerse.

El viejo portero, buen sujeto a quien yo conocía, la tiró del brazo y la dijo fingiendo incomodarse: —Ya haré yo que te pares: ¡anda!

Ella vaciló y empezó a hablar con voz desabrida, siendo cada una de sus palabras una nota falsa, una especie de silbido, algo semejante a un aúllo.

Déjame quieta: no me empujes: yo iré «ola. —Te vas a helar,—le dijo el portero. —Nosotras no nos helamos: siento calor. Quería bromear, pero sus palabras sonaban como injurias.

Al llegar junto al farol más próximo a la puerta de nuestra casa, volvió a detenerse, se apoyó contra la pared y se puso a escarbar las faldas con sus manos inquietas, heladas y temblorosas. De nuevo le gritaron para que anduviese, pero ella murmuró algunas palabras: tenía en una mano un cigarrillo hecho, y en la otra un fósforo.

Yo me quedé atrás: me daba vergüenza de seguir adelante; la tenía también de permanecer allí viendo aquello. Me decidí, por último, y me dirigí hacia ella, que seguía apoyada en la pared y frotando fósforos que no se encendían, y que arrojaba al suelo. Me fijé bien en su rostro y, por lo ajado, parecía ser el de una mujer de treinta años: era de color terroso, con ojos pequeños y de mirada vaga como los de un borracho: tenía la nariz chata y los labios torcidos, babosos y con las comisuras caídas: por debajo del pañuelo que llevaba a la cabeza, asomaba un mechoncillo de cabellos sucios y desgreñados, y tenía el talle largo y aplanado y las piernas y los brazos cortos.

Me detuve frente a ella: me miró y se echó a reír como si hubiese adivinado lo que yo pensaba.

Comprendí que debía decirle algo, algo que le indicase la compasión que me inspiraba.

—¿Tenéis padres?—le pregunté.

Soltó, al oírme, una carcajada ronca, pero interrumpiéndola pronto, enarcó las cejas y m9 miró fijamente.

—¿Tenéis padres?—le volví a preguntar.

Sonrió con una expresión tal, que parecía decir: ¡Vaya una cosa que me pregunta!

—Tengo madre, —me contestó; —pero eso ¿qué te importa a ti?

—¿Cuántos años tenéis?

—Diez y seis, —dijo al punto, como respondiendo a una pregunta que se le hiciera con frecuencia.

—Vamos, sigue adelante y llévete el diablo, que vamos a reventar de frío por tu causa, —gritó el agente.

Despegóse ella de la pared, siguió con paso vacilante por el callejón de Chamovnitschesk, y entró en la prevención. Yo entré en mi casa y pregunté si habían vuelto mis hijas. Me contestaron que hablan regresado ya y que 81

dormían después de haberse divertido mucho en el baile a que habían concurrido.

II

Me estaba preparando a la mañana siguiente para ir a la prevención con objeto de enterarme de lo que hubiera sido de aquella mísera y pobre mujer, cuando llegó a verme uno de esos caballeros desgraciados que, por debilidad de carácter, dejan de ser señores, y que tan pronto se reponen como vuelven a caer.

Hacía tres años que nos conocíamos, y en aquellos tres años había disipado varias veces cuanto poseía y había tenido que empeñar o vender hasta la ropa. Acababa de ocurrirle uno de esos contratiempos y pasaba las noches, temporalmente, en la casa de Rjanoff, y los días en mi casa.

Me encontró en el dintel de la puerta y sin preámbulo alguno empezó a contarme lo que había ocurrido la noche última en la casa de Rjanoff. No había llegado aún a la mitad del relato, cuando aquel hombre, viejo ya, que tantas cosas había visto en su vida, rompió bruscamente a llorar y volvió el rostro hacia la pared interrumpiendo su narración.

He aquí lo que me contó; y debo advertir que todo era absolutamente exacto, según comprobé sobre el terreno, en donde recogí más detalles, con los que completo la descripción de lo acaecido.

En el cuerpo del edificio, piso bajo, número 32, en donde dormía mi amigo, había, entre los huéspedes nocturnos, miserables mujeres que por cinco kopeks se entregaban al que las quería, y una lavandera de treinta años, rubia, pacífica, bastante hermosa, pero enfermiza.

La patrona de aquel departamento es querida de un barquero. Él ejerce su oficio durante el verano, y en el invierno viven alquilando camas para payar la noche, a razón de tres kopeks «in almohada y de cinco con ella.

La lavandera vivió allí algunos meses con tranquilidad, pero en sus últimos tiempos todo el mundo se quejaba de ella porque no dejaba dormir a nadie con su tos.

Una vieja de ochenta años, que ya chocheaba y que vivía también allí, la tomó entre ojos y la injuriaba sin tregua ni descanso porque no la dejaba dormir en toda la noche con su tos de cabra.

La lavandera lo sufría todo con resignación porque debía algunos alquileres y le convenía no armar escándalo alguno. La salud no le permitía trabajar sino de vez en cuando; le iban faltando las fuerzas y la deuda con su patrona iba aumentando.

En la última semana no había podido trabajar ni un solo día y con su tos, que no cesaba, había estado molestando a todos y muy especialmente a la vieja que no salía a la calle para nada.

Hacía cuatro días que la patrona se habla negado a tener más tiempo en su casa a la lavandera, que le debía ya sesenta kopeks, deuda que no esperaba cobrar. Todas las camas estaban alquiladas y los inquilinos se quejaban unánimente de aquella tos inoportuna.

Cuando la patrona despidió a la lavandera y le mandó que saliera de la habitación, la vieja se llenó de alegría y empujó a la infeliz para que se marchara. Ésta lo hizo así, pero a la hora se encontraba do vuelta, y la patrona no tuvo valor para expulsarla de nuevo, y así pasaron uno, dos, y hasta tres días.

—¿A dónde he de ir?—exclamaba la lavandera.

Pero al tercer día, el amante de la patrona, un moscovita que no descuidaba sus intereses, avisó a un agente de policía. Llegó éste armado de sable y de pistola, y con buenos modales y con buenas palabras puso a la lavandera en mitad de la calle.

Era un día de marzo muy sereno, muy claro, pero de mucho frío. Corrían los arroyos; los porteros rompían el hielo; los trineos saltaban sobre la nieve helada y crujían al tocar en las piedras del piso. La pobre lavandera tomó la pendiente terriza bañada por el sol y, siguiéndola, llegó hasta la iglesia y se sentó al sol en el atrio; pero cuando el sol empezó a ponerse y los charcos empezaron A formar helada costra, sintió frío y tuvo miedo.