Si no estuviésemos tan lejos de la verdad, causaría rubor contestar a tal pregunta; pero estamos pervertidos de tal modo, que ésta nos parece completamente natural, y por rubor que nos cueste, debemos contestarla.
—¿Qué diferencia habrá si yo llevo la camisa una semana en vez de llevarla un día y si confecciono los cigarrillos por mí mismo, o no fumo, en vez de mandar que me los hagan?
—Pues la siguiente: que la lavandera y la confeccionadora de cigarrillos gastarán menos sus fuerzas, y que el dinero que yo daba por el lavado y por la confección de cigarrillos puedo dárselo a esas mismas obreras o a otras a quienes el trabajo haya agotado, y que, en vez de trabajar más de lo que sus fuerzas les permiten, tendrán en lo sucesivo la posibilidad de descansar y de tomar una taza de té.
He oído replicar a esto que si yo llevo sucia la ropa y no fumo para dar el importe de ello a los pobres, no por eso se les sacrificará menos, porque una gota de agua en el mar no sirve de nada, y a esta objeción los ricos y los partidarios del lujo han debido sonrojarse.
Más vergüenza causa aún responder a objeción semejante, pero hay que responder a ella, y como la objeción es rutinaria, la respuesta será sencilla.
Dicen que la acción de uno solo es una gota de agua caída en el mar.
¡Una gota de agua caída en el mar!
Cuenta una leyenda indica que un hombre dejó caer en el mar una perla, y que cogió un cubo y se puso a sacar agua y a arrojarla en la orilla; que siguió trabajando en ello sin descanso, hasta que al séptimo día el espíritu del mar temió que el hombre acabase por secar éste y le devolvió la perla.
Si nuestro mal social, que es la opresión del hombre, fuese el mar, bien merecería la perla que hemos perdido que sacrificáramos la vida para agotar el océano de dicho mal. El espíritu del mundo se asustaría y se sometería, antes, quizá, que el espíritu del mar. Pero el mal social no es un océano, sino una fétida fosa de inmundicias que rellenamos con las nuestras cuidadosamente. Nos bastaría con despertarnos, comprender lo que hacemos y no tenerles cariño a esas inmundicias nuestras, para que ese mar, que nosotros hemos formado, quedara pronto seco y para que poseyésemos en el acto la perla inestimable de la vida fraternal, humana.
LA VIDA DEL CAMPO
I
Pero ¿qué hacer? ¿No somos nosotros los que hemos hecho eso?— Nosotros no. ¿Entonces quién?
De la misma manera que los niños cuando rompen algo dicen que ellos no han sido, que aquello se ha roto solo, así decimos nosotros no haberlo hecho, que sin duda se ha hecho por sí mismo, y añadimos que al residir nosotros en las ciudades, sostenemos y alimentamos a quienes en ellas habitan, puesto que remuneramos su trabajo y sus servicios.
Pero nada de eso es verdad, y he aquí por qué. No tenemos que hacer otra cosa que mirarnos a nosotros mismos y ver cómo vivimos en el campo, y como sostenemos y alimentamos en él a las gentes.
Acaba el invierno en la ciudad; llega la semana de Pascuas. En los bulevares, en los jardines, en los parques y en el río, músicas, teatros, paseos, variadas iluminaciones y fuegos artificiales; pero, en el campo, algo mejor todavía: los aires son más puros; los árboles y las flores son más frescos; el campo es verde y frondoso. Ha llegado el momento de trasladarse al campo en donde todo se esparce y todo florece Y la mayor parte de los ricos se van al campo a respirar aquellos aires sanos y a contemplar los campos y los bosques embellecidos. Y allí, entre aquellos pobres mujiks andrajosos, que se mantienen con pan y cebolla; que trabajan diez y ocho horas al día y que no duermen lo que necesitan dormir, allí van a instalarse los ricos.
Nadie ha enseñado nada a aquellos mujiks: allí no hay almacenes ni fábricas: no se encuentran tampoco brazos desocupados como abundan en las ciudades. Las gentes no se bastan allí para realizar las faenas del verano, y aunque nadie huelga, suele perderse parte de la cosecha por no poder ser levantada a tiempo: hombres, mujeres, niños y ancianos, todos trabajan más, pero mucho más de lo que sus fuerzas les permiten.
¿Y cómo ordenan los ricos su vida en el campo?... De la manera siguiente: Si tienen ya casa antigua, edificada en tiempo de los siervos, la restauran y la decoran; pero si no la tienen, hacen construir una de dos o tres pisos.
Las habitaciones, en número de doce a veinte, y aun de más, tienen una altura de techos de 4"25 metros: se las entarima bien; se les ponen grandes cristales en todas las puertas y ventanas; se alfombran y se llenan de muebles de gran precio. Se hacen limpiar de piedras los alrededores de la casa; se allanan; se improvisan jardines; se trazan parques inmensos, y a veces invernáculos, y se establecen globos reflectores.
Y he ahí como una honrada familia de caballeros o de tchinovniks, va a vivir al campo. Los individuos de la familia y sus huéspedes llegan a mediados de junio, habiéndose dedicado hasta entonces a estudiar y a sufrir los exámenes: llegan a mediados de junio, es decir, en la época de la siega, y permanecen en el campo hasta septiembre, o sea hasta que se almacena el fruto recogido. Como casi todas las personas del gran mundo, habitan el campo desde que dan principio los grandes trabajos agrícolas, pero no ven su terminación que se prolonga hasta fin de septiembre, en cuya fecha se cavan las patatas; se marchan cuando empieza a decaer la faena.
En derredor suyo y a su lado se realiza en aquel periodo el rudo trabajo agrícola de verano, trabajo tan rudo, que no se puede formar exacta idea de él quien no lo haya hecho por sí mismo, siquiera haya oído hablar de' él o lo haya visto. Y, sin embargo, las familias ricas viven lo mismo que en la ciudad.
Empieza la siega allá por San Pedro, cuando los aldeanos no tienen para comer más que pan y cebolla, y kvas(sidra) para beber. La siega es la operación más importante del mundo. Casi todos los años, y por falta de brazos y de tiempo, se queda por segar una parte, y corren los henos el peligro de que la lluvia los eche a perder. Según la mayor o menor rapidez con que se ejecuten las operaciones agrícolas, los rendimientos supondrán un veinte por ciento más o menos en favor del pobre pueblo. Un buen rendimiento constituye la carne para los viejos y la leche para los niños.
Así es que, para todos en general y para cada uno de los segadores en particular, la cuestión se resuelve en pan para el invierno, y en leche para sí y para sus hijos. Todos lo saben; todos, hasta los chicos: ninguno ignora que se trata de un asunto capital, y que es preciso trabajar hasta donde humanamente lo permitan las fuerzas; llevar el cántaro del kvas al campo donde trabaja el padre y, cambiándolo de mano, correr descalzo, lo más de prisa posible, a dos verstas del pueblo para llegar a la hora de la comida y que el padre no riña. Todos saben que, desde la siega hasta el almacenaje del fruto, el trabajo no guardará fiestas y que no hay que pensar en descansar durante ese tiempo.